En los medios

Perfil.com
2/06/24

Marionetas de la IA

Eduardo Levy Yeyati, profesor de la Escuela de Gobierno y director académico del Cepe, y Darío Judzik, decano ejecutivo de la Escuela de Gobierno UTDT, compartieron en Perfil un fragmento de su nuevo libro, "Automatizados".

Por Eduardo Levy Yeyati y Darío Judzik


En Automatizados, de editorial Planeta, los autores Eduardo Levy Yeyati y Darío Judzik trabajan en algunas preguntas e hipótesis sobre la vida y el trabajo en tiempos de la inteligencia artificial. | JUAN SALATINO


A principios de 2018, cuando se publicó Después del trabajo, comenzaba a hablarse del fin del trabajo de calificación media y baja, manual o rutinario, ante la posible aceleración del cambio basado en las tecnologías digitales. Seis años después, instalados en la pospandemia del trabajo y la vida remota, el cambio ya se aceleró: ninguna discusión seria puede soslayar hoy el rápido avance de la inteligencia artificial (IA) en el proceso de producción de bienes y sobre todo de servicios, en todos los niveles de complejidad y sofisticación.

Establecida como un jugador poderoso, intangible y –en parte por esto– amenazante que vino para quedarse, la automatización digital atraviesa las fronteras del trabajo humano alimentando preguntas-desafíos relacionadas y esenciales para pensar la sociedad del futuro:

#1 ¿Qué efecto tendrá la tecnología sobre la probabilidad de conseguir trabajos de calidad?

#2 ¿Qué herramienta de distribución de ingresos reemplazará al trabajo cuando este escasee?

#3 ¿Existe una trinchera del trabajo humano que sea inmune a la automatización?

#4 ¿Qué haremos con las horas de ocio a medida que se va- yan acumulando?

Estas cuatro preguntas son el punto de partida de este libro. Las respuestas serán inevitablemente abiertas, dado que la cuarta Revolución Industrial está recién en su infancia y aún no sabemos cuándo y dónde acaba. Pero no totalmente abiertas: hay estudios y mucha evidencia que nos permiten descartar algunos lugares comunes y premoniciones prematuras. También nos dan indicios de los cambios y desafíos del futuro cercano, que resumimos en cuatro hipótesis alrededor de las cuales ordenaremos en estas páginas lo que sabemos y lo que ignoramos, que podemos sintetizar de este modo:

• La historia no se repite: habrá menos trabajos. Todo indica que la tecnología no solo hará más productivo el trabajo, sino que acabará en gran medida reemplazándolo.

• El futuro es binario: la tecnología puede liberarnos o fragmentarnos. Más allá de consideraciones morales, de la distribución de costos en la transición dependerá si nuestro destino es una utopía del ocio creativo o una distopía del estancamiento económico y social.

• Hay límites humanos a la automatización. Así como la tecnología reemplazó al músculo y está en vías de reemplazar al cerebro, difícilmente sustituya del todo las capacidades más humanas del trabajador.

• El trabajo no se pierde, solo se transforma en trabajo no remunerado. El ocio absoluto es un equilibrio imposible: el trabajo asalariado que se pierda se transformará en actividades con propósito alrededor de las cuales se ordenarán las interacciones sociales en un futuro sin trabajos.

Entramos en la era del posempleo, una nueva forma de trabajo en un mundo convulsionado por el cambio tecnológico que nos obliga a interpelar lo que creemos que sabemos del trabajo como núcleo de sentido de la vida humana. Parafraseando a Gramsci, estamos en una encrucijada donde el trabajo asalariado del siglo XX es una especie en peligro que resiste su extinción, mientras que el trabajo del futuro aún no acaba de nacer. En lo que sigue nos animamos a explorar cómo sería este mundo por venir.

Son estas inflexiones de la historia, aun con información incompleta y a riesgo de errarle, los momentos privilegiados para levantar la mirada y pensar la realidad de manera crítica y disruptiva. Para despojarnos de la maleza del saber convencional y preguntarnos, como Charly García cuando en 1980 observaba el cambio sociocultural en las postrimerías de una dictadura, ¿será como yo lo imagino o será un mundo feliz?

El obrero (o los avatares del trabajo)

A veces una performance dice más que muchas imágenes. La familia obrera, de Oscar Bony, expuesta en el Instituto Di Tella allá por 1968, exponía en vivo y en directo a una familia tipo –padre, madre, hijo–sentada en una tarima con un pequeño letrero que decía: “Luis Ricardo Rodríguez, matricero de profesión, percibe el doble de su salario normal por exhibirse con su mujer e hijo durante la muestra”.

Bony, artista de Avant Garde, misionero, hijo de un talabartero y una maestra rural, abordaba varios temas en esta obra: la sumisión al trabajo, el orden patriarcal (solo se menciona al pater familias; la madre y el hijo son meros acompañantes), la explotación salarial (el obrero cobra más por posar sentado que por trabajar), la mirada esperanzada de los padres (centradas en el niño que estudia o lee reflejando la aspiración de que, gracias a la educación pública, le irá mejor que a sus mayores). También expone el involuntario “obrerismo” del progresismo sesentista (la equiparación del trabajador con el obrero fabril en la Argentina de la sustitución de importaciones y la antiglobalización, donde ya en esa época la mayoría de los trabajos eran empleos white collar de oficina). Pero, sobre todo, la obra de Bony nos insta a reflexionar sobre qué es el trabajo y qué lo diferencia de la representación, el entretenimiento o el pasatiempo.

Es muy probable que el trabajo tal como lo conocemos sea desplazado por la máquina”(término polisémico sobre el que habrá que dar precisiones: ¿es un robot?, ¿una computadora?, ¿un software?, ¿una nube?). Hay margen para que surjan otros trabajos distintos, cuando la máquina haga los actuales, pero, si bien es posible que sean suficientes, lo más probable es que no lo sean. No se trata de resistirse al progreso tecnológico (al modo “ludita”) ni de negar la lenta pero inexorable sustitución del hombre por el autómata, como quien niega el calentamiento global, a la espera del surgimiento de nuevos sectores con nuevos empleos “porque antes pasó lo mismo”; se trata de ensayar un optimismo matizado.

No todas son malas noticias: como veremos más adelante, la IA puede llevar a una reducción de la dispersión salarial –y de la desigualdad de ingresos y puede ser útil para reentrenar al trabajador asediado por la tecnología. Pero el cambio tecnológico probablemente profundice la caída de la masa salarial. Y para algunas demografías el panorama es oscuro. Más aún en economías con una alta incidencia de la precariedad laboral.

Creemos que la discusión relevante no se centra en si este proceso de sustitución ocurrirá ni en cuánto tiempo llevará, sino en cómo gestionar sus consecuencias finales en cuanto a la equidad, el bienestar y la cultura, partiendo de un presente en el que gran parte de nuestro funcionamiento social, económico y familiar gira en torno al trabajo.

¿Debemos protegernos de la sustitución o debemos fomentarla para liberarnos del yugo del trabajo y reemplazarlo por algo distinto? ¿Cómo se accede al consumo de bienes y servicios en un futuro sin ingreso laboral?

¿Cómo nos preparamos para transitar este cambio sísmico?

El pasado 

En su definición más convencional, una máquina es una herramienta pensada y diseñada para contribuir en la realización de una tarea. Las más sencillas asistieron históricamente al trabajo del hombre con sistemas con ruedas, palancas, poleas y engranajes impulsados por la fuerza humana y la tracción a sangre.

 Con la Revolución Industrial, el calor (es decir, el vapor) como fuente de energía llevó a las máquinas a otro nivel, con grandes motores movilizados por pistones, como en las locomotoras. Ya en el siglo XX el uso generalizado de la energía eléctrica fue el gran avance que dio vida, por ejemplo, a los electrodomésticos de la segunda mitad del siglo, modificando radicalmente cómo se realizaban esas tareas en el pasado.

Una tercera oleada, en las últimas décadas del siglo XX, fue iniciada por la expansión de las computadoras en los hogares y en la producción. El uso de la computadora (y los microchips dentro de ellas) es cada vez más extendido: hoy llevamos con nosotros pequeñas versiones de bolsillo de manera permanente.

Las máquinas aparecieron primero para reemplazar el músculo del trabajador artesanal, después para sistematizar líneas de producción en las que el trabajador realizaba unas pocas tareas de manera repetitiva (como Charles Chaplin en Tiempos modernos) y más tarde en la forma de sistemas informáticos que ejecutan las tareas más rutinarias, dejando al trabajador humano a cargo de apretar botones, accionar palancas o interactuar de maneras simples con sistemas digitales, o a cargo de tareas más complejas propias del trabajo calificado. El imaginario de la tecnología de vanguardia del siglo XX, a grandes rasgos, es la máquina haciendo cosas maravillosas por y para las personas. La tecnología, entendida como el conjunto de saberes y técnicas aplicadas a mejorar el bienestar humano, siempre fue vista con optimismo, como una promesa de mejora con aires de utopía. En un episodio futurista de Los Simpson, Homero descubre que los conductores de camiones ocultan que los vehículos ya se conducen automáticamente mientras ellos se dan la buena vida. En la serie Los Supersónicos (1962), Robotina realiza todas las tareas del hogar y cuida a los niños con amor.

Del lado distópico, tal vez más verosímil, en RoboCop (1987) una máquina superpoderosa y agresiva (ED-209) es pensada para competir y reemplazar al policía humano, e incluso al cíborg del título, siempre falible y necesitado de alimentación y descanso (y de terapia psicológica). Pero esta máquina no solo carece de inteligencia para improvisar o para apreciar situaciones morales (como a quién salvar y a quién matar); la perdición final de ED-209 viene de la mano de una tecnología básica dominada por los seres humanos desde muy temprano en la vida: cómo bajar una escalera. Una buena metáfora de la máquina en la realidad del presente: más resiliente y veloz que el humano (en procesamiento, cálculo y predicción de datos), carece de empatía y sucumbe en tareas elementales. Las máquinas de la cultura popular, así como las del pasado, son de carne y hueso o, mejor dicho, de metal y cables. Las nuevas máquinas, las que están en camino de reemplazar –o al menos de redefinir el trabajo humano–, son inmateriales: la IA tiene un soporte digital, etéreo, abstracto. Emula, como su nombre indica, a la inteligencia humana. Y es de usos múltiples: entre otras cosas, ayuda a investigar y a crear nuevas tecnologías (nuevas máquinas).

Deus ex machina

La inteligencia artificial tuvo su despegue con Alan Turing en la década de 1950, con sus intentos de que una máquina,  haciendo lo que hacemos las personas, sea indistinguible de un ser humano (el famoso test de Turing).

Esta visión, donde la máquina imita al humano en sus aspectos funcionales (como Robotina o RoboCop), busca que la máquina desarrolle una tarea al menos tan bien como una persona, siguiendo el recorrido mental de esa persona. Cuanto más cerca está de esa paridad con lo humano, más autónomamente funciona y más “inteligente” (en el sentido de Turing) es la máquina. Versión antropomórfica y polémica de la inteligencia: que una computadora sepa esconder su condición inhumana. Pero sobre todo una agenda de emulación del sistema nervioso del hombre que alimentó fantasías de autoconciencia (qué máquina no lo es en la cultura pop de los HAL y los Terminator) que la agenda científica no pudo satisfacer. La IA a la Turing fue –y aún es– una vía muerta.

En las obras de teatro de la Grecia antigua, los actores que personificaban a los dioses descendían al escenario desde las alturas suspendidos de unas grúas poderosas. De ahí deriva la expresión deus ex machina, con la que se denominó el recurso dramático usado por Esquilo en su Orestíada (más específicamente, en Las Euménides) y abusado por Eurípides en la mayoría de sus obras, que consistía en resolver la trama con una intervención divina. En el imaginario popular, la máquina todavía conserva su condición irreductible, su aura de Turing, extraña y ominosa, de la que puede surgir un ser superior, un dios terrenal.

Esto contrasta con la realidad más prosaica de la IA actual: algoritmos que muestran comportamientos inteligentes o capacidades sofisticadas. Instrumento pasivo de nuestros deseos, plagiadora poderosa de nuestros aprendizajes, es más probable que de ella germine una nueva máquina antes que un nuevo dios.

La distinción entre estas dos definiciones de máquina, la compiladora pasiva y la creadora autoconsciente, no es trivial: de ella depende buena parte de la discusión sobre las fronteras del trabajo humano en el futuro.

Una revolución en proceso

Cuando uno agrupa y disecciona análisis recientes del avance tecnológico y el futuro del trabajo, salta a la vista que las miradas son o extremadamente optimistas (por ende, naïf), o extraordinariamente catastrofistas (aquí con dos subgrupos: por un lado, los tradicionales militantes del no-avance, siempre reticentes a asumir los costos de corto plazo del progreso social; por otro lado, algunos prestigiosos best-sellers académicos que, desde la economía política, piensan centralmente en los perjuicios en términos de distribución funcional del ingreso y en la necesidad de intervención).

Esta dicotomía está disociada de la realidad socioeconómica que, como ya sabemos, es matizada y compleja. Si bien los costos son potencialmente muy altos (los describiremos extensamente en este libro), hay margen para el optimismo, porque hay margen para la acción.

Como decía el físico Neils Bohr, es difícil hacer predicciones, especialmente del futuro. Hace un par de décadas no hubiésemos imaginado lo que podemos hacer con nuestros teléfonos celulares, aplicaciones de IA generativa, o identificación de personas por imagen.

Y, por supuesto, tuvimos la gran sorpresa de la pandemia, con su impacto multidimensional.

Un aspecto de este impacto nos interesa especialmente porque fue un poderoso catalizador de la ola tecnológica que estamos viviendo (mientras escribimos estas páginas, conviene aclarar): como las personas no podían acceder a sus puestos de trabajo, la necesidad de sostener la actividad económica hizo que se invirtieran esfuerzos y se tomaran riesgos para que el mundo siguiera funcionando con trabajadores remotos, o sin trabajadores. Estos esfuerzos aceleraron los avances de tecnologías digitales diseñadas tanto para despoblar como para automatizar procesos y sustituir trabajadores. La innovación de procesos y la adopción práctica de innovaciones existentes suele precisar de un disparador externo que justifique el costo de la transición. Adelantamos tres años y la nueva IA ya tiene múltiples usos cotidianos para usuarios comunes. A la fecha, una lista no demasiado extensiva incluiría:

• Asistentes virtuales tipo Siri y Alexa, que también controlan dispositivos del hogar como luces o el termostato de temperatura.

• Recomendaciones personalizadas de consumo según gustos e intereses en plataformas como Netflix, Spotify o Amazon.

• Traductores automáticos como Google Translate o DeepL.

• Autocompletado de búsquedas y escritura que anticipan y sugieren palabras mientras escribimos.

• Reconocimiento facial para desbloqueo de celulares, ingreso al hogar (desbloqueo de cerraduras) y etiquetado en redes sociales.

• Búsqueda visual de información vía Google Lens o Pinterest Lens.

• Conducción autónoma en vehículos como Tesla AutoPilot o Waymo.

• Sistemas de videovigilancia con reconocimiento de objetos y eventos sospechosos.

• Automatización de tareas domésticas como regar plantas según condiciones ambientales.

• Asistencia en educación y aprendizaje mediante apps y juegos educativos.

Lo que hace unos pocos años se leía como una conjetura hoy está a la vuelta de la esquina. En Después del trabajo, hace apenas seis años –prepandemia, lo que es una gran diferencia–, hablábamos del impacto de la IA en el trabajo con la cautela propia de una discusión preliminar, especulativa. Hoy, que el fin del trabajo tal como lo conocemos es posible y probable, el centro del debate es qué nacerá en su lugar y qué podemos hacer para que venga de la mano de un mayor bienestar.

En la última década, la capacidad computacional usada para entrenar modelos de machine learning se viene duplicando cada seis meses (¡más rápido que en la ley de Moore!), lo que ha llevado a varios expertos en el tema a profetizar la aparición temprana de la llamada inteligencia artificial general (IAG, también conocida como inteligencia artificial “fuerte”), que pueda resolver problemas humanos como los seres humanos, lo que a su vez aceleraría fuertemente la sustitución tecnológica del trabajador humano.

El objetivo de este libro es un blanco móvil: el guion nos da indicios de la trama, pero el final no está escrito.

No solo IA 

Aclaremos desde el principio: la revolución tecnológica es más que la IA.

Para empezar, la tecnología no solo compite con el trabajador, emulándolo; también lo hace con sus empleadores. Los trabajadores de comercio están siendo jaqueados por los bots de atención al cliente y por el comercio online, que recortan la demanda de las empresas offline en las que trabajan. Los periodistas, escritores y editores profesionales se miden contra las apps de edición gráfica y audiovisual, mientras la producción de contenidos en red fuerza la consolidación, es decir, el achique en número y tamaño del sector audiovisual. Todo lo cual lleva a reducciones de plantas o al cierre liso y llano de empresas.

Y no se trata solo de tecnología y procesos: estamos viviendo una verdadera revolución cultural. Hoy son los trabajadores los que demandan el fin de la jornada laboral y la presencialidad en el puesto de trabajo: ¿qué sentido tienen en un mundo online espejado en la nube? Un ejemplo de esta transformación cultural es el fenómeno conocido en Estados Unidos y otros países industrializados como la Gran Renuncia (Great Resignation): una caída en la oferta de trabajo y en la cantidad de horas que la gente está dispuesta a trabajar combinada con un aumento de la rotación entre trabajos por ¿inconformismo?, ¿inquietud?, ¿resignificación existencial?

Las explicaciones están a la orden del día, pero lo cierto es que el covid-19 tuvo como secuela un creciente rechazo de los empleos puramente presenciales a favor de aquellos que ofrecen amenities, más flexibilidad y mejores ambientes de trabajo que los hacen atractivos. El posempleo disipa la frontera entre el trabajo y el ocio y demanda más “mimos” laborales, exige condiciones amenas, casi lúdicas.

Aparece una nueva dicotomía ocio-trabajo dentro del espacio laboral que, junto con el avance tecnológico, están alterando radicalmente el mundo del trabajo.

Utopías y distopías del ocio

La historia no se repite, avanza.

El ocio, que fue patrimonio de filósofos, conquistadores y aristócratas antes de extraviarse en las esforzadas aguas de la ética protestante, podría ser patrimonio de todos en un futuro robotizado. El fin del trabajo puede ser extraordinariamente liberador si se dan ciertas condiciones.

Porque dos obstáculos se interponen a esta utopía del ocio.

El primero es la asimilación cultural del trabajo regular y remunerado con el sentido de la vida, o con el imperativo bíblico del “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, lo que ha llevado a desvalorizar el ocio –y de paso a todos aquellos que lo militan como “vagos” y “vividores”. Si el trabajo nos da sentido, el ocio nos lo quita: numerosos trabajos que documentan los efectos negativos del desempleo sobre la salud mental y el bienestar individual y familiar así lo sugieren.

Este obstáculo es, probablemente, una trinchera transitoria. La rutina del trabajo, que hoy nos parece natural y obvia, es producto de una cultura y una concepción relativamente recientes. Un breve capítulo de nuestra historia determinado por condiciones que están cambiando rápidamente y que llevarán a las futuras generaciones a pensar lo laboral de manera distinta. ¿Acaso el trabajo en el hogar, o el del artista, o del deportista vocacional “dignifica” menos que el trabajo en la fábrica o en la oficina?

El concepto de trabajo ha estado, históricamente, en constante mutación.

Desde la Antigüedad, el trabajo ha sido una fuerza de opresión tanto de manera literal –siendo principalmente realizado por esclavos para el beneficio ocioso de sus dueños– como de manera figurada–, implicando esfuerzos físicos embrutecedores.

El mensaje de Max Weber sobre la ética del trabajo ligada a la Reforma protestante fue funcional a las necesidades del sistema capitalista moderno. En este sentido, las sucesivas revoluciones industriales fueron impulsadas por personas en búsqueda de una “vocación”, importante motor del emprendedorismo y del capitalismo industrial. Más cerca de nuestros días, el trabajo ha evolucionado, transformándose en un elemento de integración y progreso social.

La posibilidad de que la tecnología resuelva las demandas de la producción nos interpela: ¿qué hacer con nuestro tiempo libre? 

Podemos optar por la contemplación al estilo griego, la acción, el cuidado, la oración, el juego o la inmersión en varios “no-trabajos” de manera intermitente.