Por Manuel Mora y Araujo. Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella.
Un nutrido grupo de mexicanos –intelectuales, profesionales, dirigentes– acordaron tomar una iniciativa novedosa. Personas de una amplia diversidad de ideas coincidieron en formular juntos una lista de preguntas a los dirigentes políticos, instándolos a responderlas públicamente y, en lo posible, en un foro conjunto abierto.
No todos los que avalan esas preguntas piensan lo mismo en cada uno de esos temas, pero les interesa saber qué piensan los políticos, respetando el disenso. La premisa es que los ciudadanos desconocen en gran medida lo que piensan los políticos acerca de temas que les preocupan. El manifiesto que expone la iniciativa admite la posibilidad de que un dirigente pueda o no tener respuestas a algunas preguntas, pueda expresar dudas o prefiera transferir la posición sobre algún tema a la opinión pública o a los miembros de sus partidos; pero si es así, los ciudadanos quieren saberlo.
La iniciativa mexicana no pide a los políticos discutir en público, sólo que expongan su pensamiento en la forma más concisa posible. Si esa iniciativa se plantease en la Argentina, aparecerían temas como seguridad, droga, mejora en la calidad educativa y evaluación de la calidad de los docentes, Malvinas, legislación sobre asuntos familiares y sexuales, coparticipación federal, política impositiva, jurisdicción sobre el transporte público, subsidios, las importaciones, inflación o jubilaciones.
Muchos votantes definen su voto a partir de lo que los candidatos opinan sobre temas que a ellos les importan. Muchos otros tienen más interrogantes que respuestas. También hay quienes deciden el voto por otros criterios –por ejemplo, la influencia de un dirigente local, la percepción más o menos vaga de que el triunfo de este o aquel candidato será más conveniente para sus propios intereses, la confianza o el atractivo que despierta un candidato. Pero el grupo de votantes que quieren saber lo que piensan los candidatos no es menor; es el sector de la sociedad en el cual se reclutan en mayor medida los militantes, los activistas, los funcionarios y los mismos candidatos.
Yo mismo me encuentro en ese grupo. Me molesta tener que votar a candidatos cuyas opiniones sobre los temas que a mí me importan me resultan un misterio. Si hubiese que votar ahora, querría saber qué piensan los candidatos a quienes eventualmente podría dar mi voto acerca de, por ejemplo, el discurso de la Presidenta en Ushuaia sobre Malvinas; me gustaría saber si los políticos –oficialistas y opositores– que estaban allí imaginaban que la Presidenta iba a decir lo que dijo o que iba decir todo lo contrario –que es lo que gran parte de los comentaristas anticipaban– y si están de acuerdo con lo que dijo o hubieran estado más de acuerdo con todo lo contrario. Me gustaría saber qué opinan de las reformas propuestas al Código Civil, que a mi criterio representan un paso significativo en la adecuación de la ley a las prácticas sociales hoy vigentes, pero que son resistidas por muchas personas cuya opinión vale tanto como la mía. Me gustaría saber qué piensan de la seguridad; hace años que busco y busco y no encuentro alguna propuesta de dirigentes políticos argentinos al respecto, aunque en el mundo hay bastante casuística y literatura para todos los gustos.
Me gustaría oír hablar de la inflación en relación con el desempleo, y de las importaciones –prohibición pero también aranceles– y de la apertura de la economía. También de la opinión de la titular del Banco Central acerca de que la emisión y la inflación no están interrelacionadas. Y de la despenalización de la droga. Y de tantos otros temas. Me gusta sentirme representado por personas que sé como piensan; no pido que me prometan vaguedades, sino que transparenten su pensamiento, aun sabiendo que tal vez después no puedan hacer lo que piensan.
La iniciativa de los mexicanos busca provocar un cambio en la cultura comunicacional. El espacio de la comunicación política está densamente poblado de mensajes que los emisores transmiten sin saber quiénes los reciben y qué hacen los receptores con sus mensajes; hay muchísimas instancias de emisión e innumerables instancias de recepción, pero están desconectadas entre sí. Vivimos –aquí y parece que también en México– en un diálogo de sordos, donde todos quieren hablar y nadie quiere escuchar al otro. Por eso no sorprende que en nuestras últimas elecciones presidenciales, una parte del voto que compuso el 54 por ciento ganador votó con dudas y casi todo el restante 46 por ciento votó sumido en el desconcierto.
Para ir subsanando ese déficit cultural, el enfoque mexicano es muy conducente. Plantea que ya hay suficientes discursos de emisores sordos, de gente que dice algo sin importarle la repercusión. No más enunciados, ahora preguntas y respuestas; y, en lo posible, preguntas de los ciudadanos. Y que cada uno saque sus conclusiones.