En los medios

El Economista
10/07/24

"Argentina no tiene estrategia. Está todo el tiempo en el día de la marmota de los primeros seis meses"

Eduardo Levy Yeyati, profesor de la Escuela de Gobierno y director académico del Cepe, fue entrevistado sobre Automatizados, el libro que escribió junto a Darío Judzik, decano ejecutivo de la Escuela de Gobierno UTDT.

Por Ramiro Gamboa


Eduardo Levy Yeyati .


"Si las personas nos ponemos en manos de las máquinas, quedamos muy expuestos", le dice el autor Eduardo Levy Yeyati a El Economista desde su departamento en el barrio de Belgrano, en donde le concedió al diario dos horas para hablar de la coyuntura política y de su nuevo libro "Automatizados", que escribió junto a Darío Judzik, doctor en Economía Aplicada y Decano Ejecutivo de la escuela de Gobierno de la Universidad Torcuato Di Tella. "Automatizados" es un retrato cultural de nuestra época y una navegación sutil sobre el futuro del trabajo y del ocio; es una reflexión sobre quiénes somos, qué nos hace humanos, y cómo hacer del mundo un lugar donde las personas podamos realizarnos. 

"Automatizados" es un texto sofisticado que diagnostica el estado del trabajo y los efectos de los avances tecnológicos. 

La tesis central del libro es que el futuro es binario, no está definido, sino que será lo que nosotros hagamos de él: ante un avance tecnológico imparable, una opción es redistribuir los excedentes que generen las nuevas tecnologías para garantizar pisos de igualdad, crear sujetos consumidores y que cada quien pueda disfrutar del tiempo libre; una especie de utopía del ocio en la que "el humano no se pierde, se reencuentra con sus orígenes, se humaniza", escriben los autores. 

"Automatizados" es un aporte para pensar cómo hacer del mundo una utopía del ocio, un lugar donde los humanos podamos encontrar nuestro lugar y que no suceda "la distopía del estancamiento desigual", la distopía del ocio: un mundo de trabajadores pobres y empresarios superricos dueños de la tecnología, donde la falta de consumo inhibe el avance tecnológico. Esta distopía, en la que hay una mayor concentración del ingreso en pocas manos, sería "un mundo en continua recesión económica", escriben Levy Yeyati y Judzik. 

Con citas a economistas renombrados como Dani Rodrik y Jeremy Rifkin, menciones a películas que muestran la pasión por el cine de los autores, música, obras de arte y literatura sobre el trabajo y el tiempo libre en tiempos de inteligencia artificial, Levy Yeyati y Judzik, con un ethos socialdemócrata, nos ayudan a entender quiénes somos y en qué nos podemos convertir. Con matices en los puntos de vista, sin prescripciones ni imposiciones, "Automatizados" es una obra amable y reflexiva que explora la historia de las revoluciones industriales, el declive de la fábrica fordista, las luces y sombras de la globalización, y el futuro de los sindicatos y del trabajo en donde los autores sitúan, sin decirlo, el bienestar general en el primer plano de sus preocupaciones. 

Eduardo Levy Yeyati es economista, estudió ingeniería y psicología en la Universidad de Buenos Aires e hizo su doctorado en economía en la Universidad de Pensilvania. "La economía fue un puente entre la ingeniería y la psicología", detalla. 


Eduardo Levy Yeyati

Hoy es profesor de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador principal del Conicet. Fue economista jefe del Banco Central de la República Argentina durante la presidencia de Eduardo Duhalde (2002) y es profesor visitante en la London School of Economics. Su producción académica rankea en primer lugar entre los economistas de la Argentina según RePEc y Google Scholar y es autor de los ensayos "Porvenir" (2015) y "Después del trabajo" (2018), entre otros, y de novelas como "Culebrón" (2013) y "El juego de la mancha" (2018). Tiene dos hijas. 

—En "Automatizados" escriben que el ocio, que fue patrimonio de filósofos, conquistadores y aristócratas antes de extraviarse en las esforzadas aguas de la ética protestante, podría ser patrimonio de todos en un futuro robotizado. Entienden que el fin del trabajo puede ser extraordinariamente liberador si se dan ciertas condiciones. ¿Vos cómo te llevás con el ocio? ¿Por qué a algunos nos cuesta tanto disfrutar del tiempo libre? 

—Es una cuestión cultural que está asociada a nuestra moral. Cuando hablamos de la cultura del trabajo, la moral del trabajo es local, en el sentido de que es distinta a lo largo del tiempo o entre distintas culturas. Y nuestra moral es judeo-cristiana. Nosotros leímos en la Biblia que íbamos a ganar el pan con el sudor de nuestra frente. Y la ética protestante lo que hace es elaborarlo mucho más; para el calvinismo el trabajo abre las puertas del cielo. Trabajamos para recuperar la gracia de Dios; de alguna forma el trabajo es divino para cierta ética protestante; es un rasgo, una señal de virtud. Nacemos en el medio de esos conceptos morales, y si en algún momento nos quedamos sin trabajo nos sentimos inútiles; uno se autopercibe como alguien que no está contribuyendo a la humanidad, que no se realiza, que está alejándose de Dios, que está desviándose de lo que sería éticamente correcto. 

—¿Pueden las nuevas tecnologías cambiar lo que hoy entendemos por ocio? 

—De a poco va cambiando, generacionalmente va cambiando. Porque la cultura de mis viejos es distinta a la mía. Si lográramos resolver el principal problema al que nos enfrenta la tecnología, que es la de distribuir el fruto de lo que genera; si todos fuéramos, como decía Martin Luther King, sujetos de consumo, y tuviéramos tiempo libre, algunos se deprimirían y algunos se pasarían la vida delante de una pantalla, como los humanos de la película "Wall-E". Pero muchos encontrarían cosas para hacer. Cuando pienso hacia el futuro, pienso en mis hijas. Y estoy seguro de que ellas van a encontrar cosas para hacer, creativas y valorables, sin necesidad de que su valor dependa de un cheque o de un salario. 

—Quizá esas actividades nuevas que vayan a hacer tus hijas estén relacionadas con lo que escriben sobre las nuevas ocupaciones para llenar horas de ocio que de otro modo nos dejarían demasiado tiempo a solas con nuestra angustia existencial. En la actualidad pienso en las plataformas de streaming, de series, de películas. ¿El futuro va a estar repleto de entretenimiento?

—Se me ocurren algunas opciones, pero las pienso desde el presente y esto me condiciona. Conjeturemos. Vos podés dedicarte a pintar y escribir, cuando las máquinas hagan la tarea que vos no querés hacer; por ejemplo, la tarea del hogar, que para colmo no es remunerada. O podés dedicarte a mirar TikTok todo el día. No tenés ninguna obligación, en el sentido de que recibís un cheque y vivís de eso. En la película "Wall-E", los humanos son gordos que viven sentados en una silla, que no pueden ni caminar, la máquina les trae la comida chatarra, programa la pantalla, los esclaviza en un sentido vital. El futuro puede ser como en "Wall-E" o puede ser como lo anticipaba Keynes en 1930, cuando decía, pensando en sí mismo como esteta del grupo de Bloomsbury que era, que en cien años usaríamos nuestro ocio para consumos culturales. Keynes se pensaba debatiendo ideas y escuchando cuartetos en el jardín mientras tomaba té con amigos. Pero también podrías tener "clubes de la pelea", donde la gente busque adrenalina en la confrontación física, o deportistas full time, o fanáticos religiosos. Prever la evolución cultural es aún más difícil que proyectar la evolución tecnológica. 

—Junto a Darío Judzik hablan de Marx no solo como el gran autor de los trabajadores, sino como el primer autor que revalorizó el ocio. ¿Podrías explicar cómo Marx revalorizó el ocio y por qué es relevante en el contexto actual?

—A priori, el trabajo tiene dos interpretaciones que se han ido mezclando. El trabajo alienante te aliena, pero el trabajo más allá de la remuneración, la actividad, te realiza porque es una forma de expresión, de agregar valor a los insumos, de sentir que estás agregando valor al mundo, lo que te genera un propósito, da satisfacción. Un ejemplo menos académico de este contraste es la rutina de stand up de Chris Rock donde habla de carreras y trabajo y aclara: "No te confundas, no es lo mismo tener una carrera que tener un laburo (en inglés, career y job). Yo tengo una carrera ahora, pero alguna vez tuve un laburo limpiando ollas en un Red Lobster (una cadena de comidas de EE.UU.). Cuando tenía un trabajo no veía la hora de irme, ahora que tengo una carrera me falta el tiempo para hacer todo lo que quiero hacer". La carrera es algo que vos querés hacer y que incluso, como es mi caso, muchas veces harías aunque no te pagaran para eso. El laburo es algo que muchas veces preferirías evitar; es el que te roba la líbido, el que está detrás del "hombre unidimensional" marcusiano de la década de 1960, el del tipo que vuelve a su casa agotado para quedarse dormido frente al televisor. El primero te realiza, el segundo te aliena. Marx se refiere a los dos. Si vos en el futuro pudieras vivir de lo que produce la tecnología y repartirlo, harías lo que quieras independientemente de si el mercado te lo demanda, y volverías al lado más humano del trabajo. Muchos de esos trabajos de baja calidad, trabajos que odiamos o que querríamos hacer con una intensidad menor, tienen como única motivación pagar las cuentas. Desvinculado de la supervivencia, el concepto de trabajo se vuelve más positivo, se convierte por así decirlo en una "carrera", una actividad que realiza a la persona. Podría ser trabajo social, ayudar a la comunidad; o crear, como un artista. Hoy, cuando vienen tus hijos y te dicen "quiero ser artista", vos pensás "de qué vas a vivir"; ese es un rasgo cultural del presente. En el futuro, si logramos redistribuir los frutos de la tecnología, no pensarías de ese modo.



Eduardo Levy Yeyati

—Vos tenés clara tu carrera, tu vocación; pero a otras personas se les puede presentar una pregunta existencial si se liberan de repente de un trabajo alienante y tienen que repensar qué quieren hacer con su vida. ¿Cómo creés que va a afectar a algunas personas esa necesidad de reinvención, de renacimiento?

—Muchos están cableados de esa forma. Pienso en mi viejo, sin ir más lejos, que murió de un tercer infarto a pesar de que sabía que tenía que dejar de trabajar. Él era ingeniero y construía y tenía proyectos, pero como el médico le había prohibido trabajar, después de dos infartos le dijo "descansá". Mi viejo murió en un gimnasio y al tiempo descubrimos que seguía trabajando a espaldas de la familia. Pero no podía haber sido de otra forma porque no conocía otra forma, no tuvo tiempo de construirse otra vida: murió en su ley. Hay personas que están educadas para trabajar; ahí es donde la educación es fundamental y debería en el futuro volverse más humanista. La educación hoy te tiene que preparar para el trabajo porque la inclusión laboral es hoy el principal mecanismo de redistribución. En un futuro con menos trabajos, si resolvemos el problema de la distribución, la educación va a tener que cambiar de nuevo, va a tener que ser más humanista y enseñarte a encontrar las cosas que te gusta aprender y hacer.

—En la novela "El juego de la mancha", vos ficcionalizaste un mundo sin trabajo, en el que todos cobran un cheque modesto y pelean con su ocio para simbolizar la lenta degradación de una sociedad sin medios ni propósitos. ¿Qué le pasaría a la mayoría de las personas si, mientras leen esta entrevista, les llega un mensaje informándoles que acaban de ser prematuramente jubilados con una mensualidad con la que no van a tener hambre? ¿Qué sentirían, alivio o depresión?

—Yo no tendría demasiados problemas porque ya hago muchas cosas que no son remuneradas. Podría, por ejemplo, escribir la secuela de "El juego de la mancha". De hecho, tengo dos novelas por terminar y no encuentro tiempo para hacerlo. Sumale todo lo que es construcción institucional, participación en el debate público, en esta entrevista, por ejemplo. Pero entiendo que para muchas personas el tiempo libre puede ser un desafío, algo que está documentado en la literatura académica: el laburante que armó toda su vida alrededor del trabajo, si de golpe se le saca, se siente desorientado. Hace poco dicté un curso sobre "Cine y Economía", donde hablamos del trabajo en el cine y mostramos dos películas: "La clase obrera va al paraíso", donde el protagonista tiene una relación más personal con la máquina que con su familia, y otra de Laurent Cantet, que murió hace poco, "Recursos Humanos", donde al padre del protagonista lo jubilan y va un sábado a hablar con la máquina que es como su perro, su sostén, no sabe hacer otra cosa. Hannah Arendt hablaba, tomando el concepto de Aristóteles, de una vida activa que incluía la vida pública, la participación social, ir a la plaza pública a hablar con la gente, a meterse en los asuntos públicos; muchas de las cosas que hace un académico, la investigación y la divulgación, no son remuneradas. Tiene otras retribuciones, menos mercantiles, más humanas.



Eduardo Levy Yeyati

—¿Cuándo fue que te diste cuenta que tenías vocación por el debate público?

—Hice el secundario durante la dictadura en el Colegio N° 3 Mariano Moreno, y cursaba cuando pasó la guerra de Malvinas. Yo estaba en contra de la guerra, porque pensé que nos iba a ir muy mal, lamentablemente así fue, pero no era la posición más popular en esa época. Ahí abrí los ojos y empecé a pensar que lo que pienso o comento con mis amigos lo puedo decir más abiertamente en otros medios para poder influenciar y tratar de cambiar algo.

—¿Cómo fue tu paso por la universidad?

—Estudié dos carreras en la UBA: ingeniería y psicología (una metáfora de mi desorientación). En esa época para hacer una segunda carrera tenía que haber dado el 30% de las materias de la primera. Eso me demoró y tuve que esperar dos años para entrar a Psicología y cuando lo hice me pusieron el CBC. Perdí un año y finalmente la dejé faltando cinco materias para hacer un posgrado en Economía en el Instituto Di Tella. Después fui a la Universidad de Pensilvania e hice el doctorado. Imaginaba tener la rigurosidad del ingeniero, combinada con la sensibilidad humanista de la psicología. Eran mundos completamente contrastantes. En mi cabeza, Economía estaba a mitad de camino entre las dos.

—El libro también es un retrato de la desigualdad, e insisten en que vamos hacia una mayor concentración de ingresos: la nueva tecnología está en pocas manos que aumentan sus márgenes sobre la estructura de costos y ese proceso no se está transmitiendo a los ingresos laborales.

—Hay evidencia de que la participación laboral ha venido cayendo, pero no porque aumente la participación del capital, sino porque se expande la participación de las rentas empresarias que están asociadas a una mayor concentración de las empresas, y en parte a un mayor uso de la tecnología. Cuando lleguemos a la inteligencia artificial generativa, más aún si llegamos a la inteligencia artificial "fuerte" o general, que reemplazaría todas las habilidades humanas, van a quedar pocos trabajos; no es que va a desaparecer el trabajo, pero van a ser muchos menos. El trabajo genera valor, y si ese valor lo genera una máquina, la remuneración de ese valor va a ir al dueño de la máquina, del programa, de la tecnología. El trabajador va a recibir menos y la inmensa mayoría de los consumidores viven de su trabajo o de su jubilación, que en muchos países está atado al trabajo; eso generaría una sociedad con una mayoría de trabajadores, o ex-trabajadores, pobres y unos ricos cada vez más ricos que consumen una fracción menor de sus ingresos. Esta combinación generaría una caída de la demanda agregada y una depresión económica. El escenario de mayor concentración de la renta empresaria es una distopía de desigualdad sin crecimiento, porque la depresión conspira contra la inversión en tecnología, nadie invierte si no hay a quien vender el producto de esa inversión. Es un círculo vicioso, y hoy parecería que estamos lentamente yendo en esa dirección. Por eso hay grandes multimillonarios que están en estado de alerta, por eso en las discusiones de Davos piden nuevas formas de redistribución. Elon Musk, por ejemplo, apoya la introducción en el futuro de un ingreso universal. Y hoy todo el mundo comienza a hacerse la pregunta de cómo impacta la inteligencia artificial en el empleo.



Tapa de "Automatizados"

—¿Cómo impacta?

—Nuestra hipótesis en el libro es que no va a haber forma de parar el avance tecnológico porque simplemente las empresas se han vuelto independientes y hay muchos países que pugnan por esa tecnología: es muy difícil frenarla de manera coordinada. Si no podés frenarla, tenés que adaptarte a ella y esa adaptación incluye sí o sí un nuevo mecanismo de redistribución. Si no redistribuís, eventualmente tendrás una distopía del ocio más parecida al escenario que pintaba en mi novela "El juego de la mancha".

—¿Podríamos decir que el libro "Automatizados" es también un aporte a que esa distopía del estancamiento desigual no suceda?

—Sí, claro. Una de las tesis del libro es que el futuro es binario: hoy no está decidido si vamos hacia esa distopía de desigualdad o hacia una utopía del ocio en donde, como decía Martin Luther King, es fundamental hacer que todas las personas sean sujetos de consumo. El discurso de King dio lugar a una carta de dos mil economistas estadounidenses pidiendo un ingreso universal, que Richard Nixon eventualmente mandó al Congreso aunque nunca se aprobó. En ese discurso inspirador, King decía dos cosas. Primero, que todos tienen que ser sujetos de consumo, tienen que tener un ingreso asegurado . Pero también decía, porque conocía la realidad de la comunidad afroamericana, su gente, que además del cheque tenés que darles algo para hacer con su tiempo. Porque dejar sin trabajo a la gente cableada para trabajar genera problemas de salud mental, violencia, etc. King desvinculaba, tal vez prematuramente, el trabajo de la remuneración; el avance tecnológico podría crear las condiciones objetivas para el sueño de MLK. En la utopía del ocio que retratamos en el libro se desvinculan las necesidades básicas de la necesidad laboral: los humanos tendrán una vida activa, remunerada o no, en función de lo que les gusta hacer, y un piso de ingresos garantizado por un esquema de distribución. Decir esto hoy puede sonar raro en el marco polarizado del debate político actual, pero el futuro hay que pensarlo fuera de la caja del presente.

—Explicás que en el futuro el trabajador deberá ser "corazón", y que su ventaja será su emocionalidad y empatía. "Se necesitan habilidades blandas: improvisación, empatía, disrupción, duda, fracaso, imperfeccionismo", escriben en "Automatizados". Me gustaría centrarme en la idea de fracasar y aprender de los errores. ¿Las máquinas saben del fracaso?

—Creo que vamos a necesitar humanos trabajando con las máquinas al menos por dos motivos. Uno es que, si nos ponemos total y absolutamente en manos de las máquinas, quedamos muy expuestos, uno de los temas centrales de discusión en el mundo, asociado entre otras cosas a la desinformación y la ciberseguridad. Además, vos vas a querer purgar a la máquina de sus errores. El autómata, el programa, la inteligencia artificial, tiene alucinaciones, a veces le pifia, y a veces no hace exactamente lo que vos querrías que hiciera. Necesitamos tener al menos la posibilidad de verificar que la máquina está haciendo lo que le pedimos que hiciera. Hoy, por ejemplo, la inteligencia artificial programa, pero no siempre programa bien. Y entonces un programador, un desarrollador de software, va a  corregir esos errores. El humano va a querer tener la última palabra. El proceso de creación la mayoría de las veces involucra un recorrido no lineal, de prueba y error, y la inteligencia artificial no está formateada para la prueba y error. Por otro lado, el algoritmo precisa reentrenamiento humano. ¿Cómo hace un traductor online para aprender los nuevos lunfardos si un humano no los traduce previamente? Al final del día, la IA emula nuestros comportamientos y si nosotros cambiamos, la máquina tiene que cambiar; alguien le tiene que contar cómo son esos cambios. Lo mismo en el campo de la creatividad. Nosotros cuando creamos no tenemos muy en claro cuál es el objetivo final. Es más difícil encontrar el patrón porque el patrón es fruto de una dinámica accidental. Hoy la tecnología no deja de ser una copia superadora de lo que hacemos nosotros. Aunque, como ya dije, es difícil predecir el futuro, creo que ese elemento accidental propio de la creación seguirá perteneciendo a la esfera humana.

—Hay personas expuestas a carreras exigentes, a presiones, al estrés. Ahora que está la Copa América, pienso en futbolistas que necesitan apoyo psicológico, por ejemplo. ¿Es posible reemplazar la voz y la mirada de un humano por Chat GPT?

—Depende de tu contexto cultural. En algunas culturas van a ser más abiertos a tener una docente robot, algo que ya existe. Y en otras, y la cultura latina es más de este segundo tipo, vamos a querer que el terapeuta, el cuidador de niños, el docente, sea un ser humano, a pesar de que sí le vamos a exigir al ser humano que esté complementado con la tecnología. A nosotros nos va a costar mucho desprendernos de esa interfaz humana.

—Uno de los párrafos centrales de su libro menciona el ejemplo del ajedrecista Garri Kaspárov, quien, siendo uno de los mejores de su tiempo, perdió una partida contra una computadora. Tras su derrota, Kaspárov creó una nueva forma de ajedrez donde jugadores competían en equipo junto con una computadora y lograban vencer a la mejor máquina. Este ejemplo demuestra la trascendencia de la colaboración entre máquina y humano. ¿Creés que hay esperanzas en la cooperación entre humanos y máquinas en otros campos?

—En una época se hablaba de cobotización (la convergencia de máquinas con personas), en el sentido de que vos colaborabas con un robot, con un bot. En el caso de Kaspárov, es más, por el lado de la improvisación y la experimentación, la parte creativa. Porque le agrega a la máquina la posibilidad de pensar fuera de la caja. La máquina es una caja sumamente compleja, pero no deja de ser una caja. Más en general, podés pensarlo en términos del artista digital, que no es lo mismo que pedirle a Dalí que te haga un dibujo. Lo hecho por humanos va a tener un valor en sí mismo en el futuro. Y ese valor está dado por algo que es difícil de describir, pero es fácil de entender. La máquina tiene un libreto. No lo ves porque es complejo, pero tiene un libreto. Y el hombre no tiene un libreto porque involucra acciones inconscientes. Laterales. Una cosa es un programa y otra cosa es el cerebro.

—En un capítulo aseguran que a medida que las producciones sean más automatizadas, el logo "hecho por humanos" puede tener un importante valor comercial. ¿Habrá en el futuro etiquetas con la leyenda "libre de Inteligencia Artificial"?

—En el futuro, para empezar, vas a tener que certificar quién hizo qué cosa como ahora hay programas que detectan si ha habido uso de Chat GPT en los exámenes. Es una linda causa, una suerte de Nuevo Humanismo que revaloriza lo hecho por el ser humano, como en la década de los sesenta revalorizabas la naturaleza y las cosas simples, es una suerte de "back to the garden" como decía Joni Mitchell en la canción Woodstock. Creo que volver a lo humano va a ser un hit. De todas formas, vamos a tener menos trabajo, pero hay algunos trabajos humanos que van a resistir aunque sea de manera residual gracias a este nuevo humanismo.

—Messi hace picos de rating donde juegue; hace pocos días estuvo Cristina Kirchner en un canal de streaming y había más de cien mil personas viéndola en vivo; Milei estaba en TN y también había más de cien mil espectadores; pienso en los recitales que va a dar Paul McCartney en octubre en Buenos Aires que se agotaron las entradas. ¿Alguien pagaría por ver a una máquina? ¿Cuánto rating puede hacer un robot?

—Obviamente que vos no vas a querer ver un recital de música artificial. Suelo poner el caso borderline de la banda alemana "Kraftwerk" de los años ochenta, cuatro tipos con cuatro computadoras que hacen música electrónica sencilla, incluso cuadrada, pero simpática. Yo los fui a ver como teloneros de Radiohead hace unos años, acá en Buenos Aires, fui a ver a cuatro músicos con vestidos luminosos y cuatro computadoras. Están los cuatro tipos parados ahí, no hablan con el público, pero si en un momento los cuatro dejan el escenario y quedan las computadoras tocando solas, yo me voy. Yo quiero ver a los cuatro artistas. Hay una ilusión de que esas personas están creando en ese momento algo en vivo, lo cual hasta cierto punto es cierto, pero, incluso si todo estuviera programado de antemano, yo voy a un recital a ver un ser humano, como voy a comprar una obra de arte original de un pintor humano.

—Dijiste que si nos ponemos totalmente en manos de las máquinas, quedamos expuestos. ¿La inteligencia artificial general o "fuerte" es peligrosa?

—La inteligencia artificial no es la máquina de Turing, no es Skynet, ni Ex Machina, ni todas esos cyborgs de Westworld que se rebelan contra los humanos. Es más bien Hal, la supercomputadora de "2001: Odisea del espacio", que, vos recordarás, intenta matar a los astronautas de la nave no porque se rebele contra los humanos, sino porque percibe que ellos comprometen su misión, programada por humanos. La inteligencia artificial actual es más Hal que Skynet, pero es peligrosa porque puede ser hackeada. Nosotros ponemos cada vez más cosas a merced de la máquina, le entregamos más partes de nuestra vida, automatizamos más nuestras actividades. El dueño de esa tecnología tiene control sobre nuestras vidas porque tiene la información, y porque puede hacer un input de información falsa, sesgada o interesada: puede obligarte a hacer cosas, puede manipularte, una preocupación central hoy en la discusión pública sobre la IA. El año pasado los gobiernos de economías avanzadas empezaron a despabilarse sobre las consecuencias de la nueva inteligencia artificial generativa y a publicar documentos oficiales llamando a una mayor regulación. Pero también hay otro peligro que tiene que ver con que, si vos te pones en manos de la máquina para hacer casi todas las actividades de tu vida, te convertis en los personajes de "Wall-E". La máquina termina esclavizando a la persona, que se la pasa comiendo comida chatarra y mirando la pantalla todo el día. Aquí veo una contradicción irresuelta: deberíamos rebelarnos contra esa dependencia, pero tenemos la tentación de dejar que el algoritmo nos facilite la vida. Si alguien me pregunta: "¿no deberíamos aprender más la tabla de multiplicar?", mi respuesta es que deberíamos aprenderla no sólo porque genera capacidades de aprendizaje, sino también por si en algún momento tengamos que volver a hacer las cuentas. Tenemos que respetar y alimentar nuestra autonomía de aprendizaje, nuestra autonomía vital, porque si no existe el riesgo de quedar en manos de la máquina y de alguna forma involucionar intelectualmente. Saber leer y escribir va a ser fundamental, nunca ha sido más importante para poder interactuar de manera libre e independiente en un mundo crecientemente automatizado.

—Milei ha criticado las regulaciones que Europa y Biden han impuesto a empresas de inteligencia artificial. ¿Qué pensás?

—Son ideologías, y algunas de esas ideologías son muy principistas. La regulación de la inteligencia artificial tiene que ver con cuestiones económicas. Si hay una concentración en exceso en pocas empresas, estas podrían tener comportamientos monopólicos que cierto libertarianismo defiende, pero la inmensa mayoría de los economistas liberales reconocen la necesidad de regular los comportamientos anticompetitivos porque son antieconómicos y poco eficientes, inhibiendo la aparición de otras empresas, encareciendo el precio al consumidor y reduciendo el salario del trabajador y el precio al proveedor al abusar de su poder de mercado. De hecho, David Card, quien fue premiado con el Nobel, y que trabajaba junto con Alan Krueger, mostró cómo, cuando sube el salario mínimo, muchas veces no genera desempleo porque las empresas concentradas le pagan al trabajador por debajo de su nivel de productividad marginal, es decir, tienen espacio para pagar más. Esto no es ideología, son cosas empíricamente probadas hace treinta años. 

—Decías que una suba del salario mínimo no necesariamente genera desempleo; a veces solo genera mejores salarios. ¿En Argentina qué generaría?

—Estás en un ambiente inflacionario, con lo cual el salario mínimo debería estar moviéndose todo el tiempo; si no, queda rápidamente desactualizado y deja de ser relevante. Por otro lado, hay un mercado segmentado: el salario mínimo aplica solo al 30% de los trabajadores del sector privado que tienen un empleo en relación de dependencia registrado. Si se aumenta en exceso el salario mínimo, es posible que veas algún impacto en ese empleo registrado, pero su efecto sobre el 70% restante debería ser muy marginal. Hoy lo que más falta hace en Argentina es encontrar una manera de blanquear a ese 70% de los trabajadores privados que no tienen relación de dependencia y que están en gran medida precarizados. El foco debería estar en cómo hacer para subir a esta gente al barco del empleo o, en todo caso, que quienes son independientes puedan trabajar en contextos menos precarios.

—A mitad de camino entre el "keynesianismo" que pide estimular fiscalmente a la demanda y el laissez faire "neoliberal" que propone liberar la oferta de las garras del Estado, escriben en "Automatizados" que el nuevo enfoque apunta a estimular activamente la oferta. Hay motivos para pensar que el Estado debe actuar para favorecer de manera directa la creación de buenos trabajos por encima de la creación de trabajo a secas. Recuerdo que el primer ministro laborista, Harold Wilson, prometió en 1963 aprovechar el "calor blanco" de la revolución científica para modernizar la industria británica, y así promovió una agenda orientada a la oferta. ¿Es esto posible de hacer en Argentina?

—Hay personas que piensan que la única forma de estimular el nivel de actividad es a través del aumento de la demanda agregada, y que la oferta aparece y responde a este aumento de la demanda. Sin embargo, mucho de la nueva política industrial pasa por el lado del estímulo a la oferta. La productividad no necesariamente mejora aumentando la demanda. No se trata de producir más, sino mejor, para lo cual hay que prestar atención a la formación profesional y a las tecnologías pro-productividad. Economistas como Dani Rodrik proponen que el gobierno promueva con impuestos y subsidios las tecnologías más productivas y complementarias al trabajo para mitigar la sustitución tecnológica. Personalmente, tengo pocas esperanzas de que se pueda orientar la tecnología a lo que es más complementario porque la tecnología va a terminar reemplazando casi todas las funcionalidades humanas y las empresas finalmente harán lo que les convenga, por eso en el libro enfatizamos la necesidad de adaptarse a la evolución tecnológica. Sí creo que existe un argumento a favor de promover tecnología e industrias que aumenten la productividad, que no se da naturalmente aumentando la demanda, sino que es una acción directa sobre la composición de la oferta. Para redistribuir es necesario crear valor; reemplazar trabajo por máquinas que bajen costos sin mejorar productividad es un problema.

—En cuanto a los sindicatos, escriben que heredamos de los tiempos de Reagan y Thatcher una opinión negativa sobre los sindicatos y su rol social. Hubo un tiempo en que un grupo de trabajadores unidos para negociar mejores condiciones laborales no era visto como un palo en la rueda del desarrollo macroeconómico, sino como la forma natural de emparejar la relación de fuerzas entre el capital y el trabajo. En pocas palabras, una manera de facilitar el derrame. ¿Se puede volver a esa época dorada de sindicatos fuertes y conciliadores?

—Los primeros salarios de la revolución industrial eran salarios de subsistencia. De ahí la idea antigua de que el salario no es ganancia. Los trabajadores iban a negociar de a uno y negociaban mal porque no tenían poder, y el empresario imponía sus condiciones. El sindicato equiparó fuerzas y logró acercar el salario a la productividad laboral, con lo que el trabajador pudo ahorrar; el salario dejó de ser de subsistencia. De hecho, el capitalismo se nutrió de estos ahorros: una de las características del fordismo fue la idea de Henry Ford de aumentar el salario para que sus operarios ahorraran para comprar sus Ford T.

—Ustedes en el libro piensan en un sindicalismo que armoniza la relación entre el capital y el trabajo, y no el sindicalismo que antagoniza con los dueños de la producción. ¿Podrías profundizar en esta idea?

—Sí. El sindicalismo de izquierda pretendió históricamente, y todavía lo defiende, hacerse de los medios de producción, opera contra el capitalismo. El sindicalismo occidental, el del New Deal, el de los partidos socialistas europeos, negocia con el capitalista la distribución de la productividad. Si la empresa produce más, el trabajador quiere su parte. Son, en alguna medida, socios estratégicos, y esto genera incentivos para producir más y mejor. Este sindicalismo productivista exige un nivel de madurez, de formación y de información que muchos sindicatos aún no tienen. Aparte, los sindicalistas deben negociar a favor de sus afiliados, en lugar de acumular cajas y hacer negocios privados. 

—¿En Argentina también?

—En Argentina también fue así en algún momento. Originalmente, el sindicalismo necesitaba juntar fondos, caja, entre otras cosas, para bancar la huelga, para pagar beneficios laborales que todavía no estaban instituidos. Por ejemplo, si alguien perdía un brazo en una fábrica, el sindicato lo apoyaba. Si se moría, apoyaba a la familia, le pagaba el entierro. Cuando ese fondo empezó a ser cada vez más grande, se dieron préstamos subsidiados o se construyeron hoteles, hasta que el dirigente empezó a confundir ese dinero con dinero propio y a decidir sus inversiones como si el sindicato fuera su empresa personal. En el caso argentino, hay que sumarle que el gobierno de Onganía les dio a los sindicatos el manejo de las obras sociales, que es una caja grande gestionada de manera opaca. Hay dos películas sobre Jimmy Hoffa, el dirigente icónico de los Teamsters, los camioneros en Estados Unidos. Una que se llama "F.I.S.T.", en la que actúa Sylvester Stallone, y la otra "Hoffa", protagonizada por Jack Nicholson. En las dos se ve bien la evolución del sindicalismo que pelea por ingresos y derechos laborales y el derrape al sindicalismo de los negocios turbios con el dinero del aporte de los trabajadores. Una historia que suena familiar. 

—¿Qué relación hay entre las nuevas tecnologías y el sindicalismo?

—Hay una contradicción con la tecnología: el sindicalismo todavía no se adapta a este mundo. El sindicalismo tiene un formato antiguo basado en el fordismo de posguerra, en la demarcación y la jornada laboral y el puesto de trabajo; se opone a la flexibilización cuando la flexibilización ya es algo de facto. Pero también es cierto que es una de las pocas líneas de defensa que tienen los trabajadores frente a la tecnología. Te sirve a pesar de que gran parte del sindicalismo tiene una forma de pensar estas transformaciones que atrasa. Porque no olvidemos que el medio natural del sindicalismo es la fábrica, allí nace la huelga y el piquete para imponerle un costo a la empresa y obligarla a negociar. En el sector servicios esto es bastante distinto, donde naturalmente la sindicalización es menor. Más aún les cuesta adaptarse a este nuevo escenario y encontrar formas creativas de representar a los trabajadores sin obstruir el avance tecnológico.

—En "El empleo del tiempo", película del 2001 de Laurent Cantet que evocan en "Automatizados", el protagonista se resiste a la opresión de la oficina y sus ingresos provienen de una estafa piramidal. Al final, en una entrevista de empleo, el espectador siente la opresión y la angustia frente a la pérdida del control del tiempo propio. ¿Nos duele a todos esa pérdida del tiempo propio que exige el mundo laboral?

—"El empleo del tiempo" es una gran película que recomiendo porque es una vuelta de tuerca a una historia real, conocida, de un tipo que fingió tener un trabajo y que vivía de explotar, de hacer negocios piramidales con amigos y familiares. "El adversario" de Emmanuel Carrère describe esa historia, que dio lugar a otra película del mismo nombre dirigida por Nicole García. Cantet en "El empleo del tiempo" lo que trabaja es la idea del tipo que se resiste a la ética protestante. El protagonista se queda sin trabajo y no tiene ganas de volver. Se queda sin trabajo en parte porque no va a la oficina. Lo ves al inicio de la película conduciendo su auto, con largos tiempos muertos en la ruta. No quiere ir a trabajar, como el chico que no quiere ir a estudiar. Se resiste a esa adultez formateada alrededor del trabajo. Pero no le cuenta nada a su familia, y pretende tener un trabajo ficticio mientras consigue dinero en base a un esquema Ponzi del que son víctimas sus amigos y familiares. La escena final de la película es una entrevista de trabajo, lo ves al protagonista derrotado porque su familia descubrió el engaño pero, en vez de eyectarlo, lo abraza y, creyendo comprenderlo y ayudarlo, lo empujan de vuelta hacia esa vida que él quería rechazar. El tipo entiende que no tiene salida, no tiene escape a esta trampa de trabajar no solo para vivir, sino para ser "normal". La película cuestiona de manera lateral la ética protestante.

—"Estoy en contra de que pedaleen por dos empanadas", citan en el libro a una conocida empresaria gastronómica argentina que se resistió a usar el servicio de apps de delivery de comida. ¿Cómo se mejoran las condiciones de los trabajadores de apps sin dejarlos sin trabajo?

—Hay gente que trabaja de hacer delivery. Vos podés tener dos actitudes en relación a eso. Una es facilitar su sindicalización y que ellos negocien sus condiciones; si alguien dice "vamos a regularlo de manera que desaparezcan sus trabajos", los trabajadores se van a quedar sin trabajo y naturalmente van a protestar contra la persona que contribuyó a que se quedaran sin trabajo. Esta es una contradicción típica de la regulación. El trabajador quiere trabajar más y llevar más dinero a la casa. Pero, por otro lado, el sindicato quiere regular la actividad para que no sea esclavizado y esté toda la semana trabajando. Si un diputado regula un servicio de manera tal que haya menos demanda para el servicio, tiene que tener una respuesta para el trabajador que por esa regulación está perdiendo su trabajo. La solución está en traer a todos a una mesa y decidir conjuntamente, tiene que tener la participación de los trabajadores, escuchar su voz. No hay que regular el trabajo del delivery u otros similares hasta extinguirlo, hasta hacerlo tan caro que finalmente desaparezca, pero sí tiene sentido que los trabajadores se agrupen y hagan oír su voz y negocien sus condiciones.

—"Un camino más adecuado -escriben en "Automatizados"- combinaría menos impuestos al trabajo, y más impuestos al ingreso personal y empresario. En Argentina, con la ley bases, se aprobó la vuelta del impuesto a las ganancias para los sectores medios altos. ¿Estás de acuerdo con el impuesto?

—Si en el futuro va a haber menos trabajo, vamos a tener que encontrar una forma de redistribuir que no sea necesariamente a través de la inclusión laboral. En el presente, en cambio, todavía tenés que incluir laboralmente. Entonces, los países como Argentina tienen dos tareas. Una es ponerse al día con el pasado. En el sector privado solo hay un 30 % de empleados con trabajo registrado, el 70 % es independiente o trabaja en negro, algunos voluntariamente, la mayoría obligados; Argentina tiene que ponerse al día con el pasado. Hubo un déficit educativo que excluyó a gente. Entre otras cosas hay que reformar la educación superior, promover la formación laboral de calidad. Hay que formalizar empresas, teniendo en cuenta que la mayoría de los trabajos en negro están en empresas informales. Hay que pensar un sistema tributario para incluir a los trabajadores en negro, un régimen laboral que se adapte a las posibilidades de estas microempresas, por ejemplo. Y después hay cuestiones que tienen que ver con el futuro. Si el Estado va a formar a los trabajadores del futuro, ¿en qué los va a formar? Los chicos que hoy estudian, ¿dónde deberían estar dentro de cinco o diez años? El Estado tiene que trabajar de manera consistente en los dos frentes: el presente y el futuro. Mejorar la calidad de los trabajadores del presente y formar a los trabajadores del futuro.

—¿Cómo analizás lo que pasó con el impuesto a las ganancias durante los últimos días?

El tema de los impuestos al trabajo y a las ganancias, es decir, a los ingresos, es un buen ejemplo de lo que hablamos antes. Un país que promueva el empleo debería bajar impuestos al trabajo y subir impuestos al ingreso. Acá, en Argentina, lamentablemente, el consenso es el opuesto. Se baja el impuesto a las ganancias, y se termina metiendo un montón de impuestos al trabajo, a la producción, al consumo, a la intermediación financiera, a la compra de dólares, etc. Le costó muchísimo a este gobierno conseguir los votos para revertir parcialmente una reducción del impuesto a las Ganancias que este mismo gobierno promovió el año pasado cuando Sergio Massa la introdujo por cuestiones electorales. Eso te deja dos lecciones: una es que las promesas electorales son caras. Lo segundo es que acá la gesta prorreducción de impuestos genera un sesgo hacia los impuestos indirectos que la gente no ve, y por eso banca, pero que representa un paso para atrás. La gente está convencida de algo que va en contra de lo que los economistas y los países avanzados reconocen como un consenso. Cambiar esta cultura es muy difícil.

— "La clase obrera blanca (de EE. UU.) rechaza a los profesionales [doctores, abogados, profesores], pero admira a los ricos", citan en "Automatizados" a Joan Williams, en un artículo en el que intenta explicar la base de apoyo de Donald Trump en el cinturón industrial americano. ¿Algo parecido pasa en Argentina?

—Hay algunos patrones similares al apoyo que tiene Trump en Estados Unidos. Es un apoyo anti-intelectual, que valora al tipo que hizo dinero "por las suyas", que es un poco la imagen fabricada que vende Trump. En el caso argentino eso se combina y se profundiza con la falta de perspectivas económicas. Estamos estancados tanto a nivel macro como en términos laborales y de desarrollo social desde 2012, el final del boom del precio de los commodities. Y la clase política se ha deteriorado: lejos de ser ideológica o principista es, con excepciones, una corporación con gente que pasa de una posición a la otra sin ningún pudor, como si sintiera que no tiene que dar explicaciones de esos giros, muchas veces autointeresados. Estados Unidos crece y tiene moneda estable y pleno empleo. Nosotros, más allá de la cuestión cultural, tenemos un país en retroceso hace años, y una clase política disociada de esta realidad desesperanzadora. Por eso en nuestro populismo outsider se combinan lo aspiracional con el hartazgo con un país que no funciona y una rebelión contra una clase política que parece haber perdido el interés en llevar el país a un lugar mejor. 

—¿Qué ves en el presente y el futuro de Argentina?

—Argentina es un país en loop. En el presente de Argentina veo el pasado de Argentina. Nosotros, una y otra vez, cada vez con más ansiedad, tratamos de resolver de manera mágica problemas complejos. Hablo de la teoría "Basile" [por Alfio "el Coco" Basile, exfutbolista y director técnico argentino] de la política argentina: mandar a los jugadores a la cancha sin entrenar una sola jugada, a los gritos de "pongan huevo, jueguen, corran". Así no se juega: tenés que armar la jugada, entrenar, pensar, estudiar al contrario. Abrazar la complejidad. Y en Argentina nos negamos y volvemos a buscar el atajo económico, a fuerza de arengas y consignas. Lo que vemos estos días es una suerte de déjà vu. No es igual a lo que pasó en el 2018/2019, pero hay algunos patrones en común. Por ejemplo, tomar medidas desesperadas en una situación de crisis y no meter los cambios cuando esas medidas se agotan. Me tocó estar en el Banco Central en el 2002 para resolver la crisis de la convertibilidad, cuando la convertibilidad ya había explotado por los aires. En enero y febrero de 2002 tomamos una serie de medidas urgentes para frenar y ordenar el tsunami económico en un momento en que el consenso era que Argentina iba directo al infierno de la hiperinflación: creamos las retenciones para recaudar dólares y mitigar el traslado de la devaluación a precios, emitimos letras del Banco Central porque el Tesoro estaba en default y no podíamos usar sus títulos, congelamos las tarifas dolarizadas porque si en el pico de la crisis las aumentábamos 400% la gente iba a dejar de pagar. Las medidas que nosotros tomamos eran de urgencia, para seis meses, pero como a fin de año teníamos la economía creciendo con superávit gemelos e inflación de 3% anual, los gobiernos siguientes las extendieron por veinte años, olvidando las reformas necesarias. Los gobiernos no se pueden enamorar de las medidas de emergencia. Hoy el gobierno sigue con la estrategia de emergencia de diciembre, que está agotada. Es el momento de meter los cambios.

—¿Cambios metodológicos?

—Cambios en el enfoque. Algunos cambios demoraron porque la estrategia parlamentaria no fue exitosa. El paquete fiscal era uno de esos cambios. Reemplazar la fuente de financiamiento del Tesoro para que sea más sostenible que la inflación y el freno de mano al gasto. Hoy, por ejemplo, tenés una recesión que solo la inversión privada podría morigerar. La inversión en este contexto difícilmente venga. El gobierno tiene que ser un poco menos ambicioso fiscalmente y darle un poco de aire a la economía. Si confía en que la inversión extranjera va a venir y finalmente no viene, como en 2016, tiene que haber un plan B que explique cómo Argentina va a crecer, cómo va a reducir la inflación sin atrasar el tipo de cambio ni profundizar la recesión. Un plan que le diga al mercado externo cómo Argentina va a conseguir los dólares para pagar la deuda el año que viene y el siguiente. El gobierno tiene que dar respuestas que todavía no dio. Para eso necesita un enfoque distinto. Veo al gobierno satisfecho con lo que hizo hasta ahora y con poca voluntad para cambiar el plan de acción, y eso es un problema.

—¿Cómo va a ser el futuro de Argentina?

—El futuro es impredecible. En una época había quienes decían que Argentina estaba condenada al éxito, otros argentinos piensan que estamos condenados al fracaso y se van del país porque dicen que Argentina no tiene arreglo. No estamos condenados ni a una cosa ni a la otra. Estamos condenados a hacer lo que nosotros hagamos. Lo mismo que decimos sobre el futuro de la tecnología. El futuro es binario. En función de lo que hagas en la transición, vas a estar en una posición u otra. Nosotros tenemos que intervenir más en nuestro futuro. Argentina es un país que tiene muchas potencialidades, pero también las tenía hace diez o veinte años y no pasó nada: la potencialidad no se realiza sola, ni siquiera con gobiernos conservadores pro empresa. Argentina tiene una clase dirigente que está agotada, y citando a Gramsci, hay un interregno: no termina de irse y no terminan de aparecer los nuevos. Y en estos últimos años, la reputación de la clase política ha generado un proceso de selección adversa: los mejores se quedan afuera, prefieren no participar. Argentina hoy no tiene estrategia. Está todo el tiempo en el día de la marmota de los primeros seis meses. El segundo semestre de 2016 todavía no llegó. En este contexto es fácil perder la idea estratégica. Si además insistimos con esta política polarizada y oportunista, sin partidos políticos que la ordenen, podemos tener otra década estancada. Personalmente, no veo nada que naturalmente nos saque de este pozo si la sociedad no le impone a la clase política la necesidad de hacer un giro hacia el centro. Tenemos que recuperar el atractivo del centro, orientar la discusión política hacia el centro, donde nos podamos encontrar en políticas con más duración y continuidad. La polarización es muy destructiva en la Argentina . No hay ningún plan que ordene la economía que no pase por el diálogo y la acción política.

—¿Por qué le fue mal a Horacio Rodríguez Larreta reivindicando la idea del "centro"?

—Por ahí no era él. También es cierto que los votantes se corrieron del centro. Dirigentes con los que yo trabajé el año pasado para el proyecto de Larreta estaban en un lugar vaciado de voto. Era un lugar que era el blanco perfecto de la bronca de la sociedad. Si la sociedad no vuelve al centro, es difícil que salgamos de este péndulo dicotómico. Pero para que vuelva al centro necesitamos dirigentes atractivos y un discurso nuevo. Hay que generar algo en el centro para que el movimiento pendular no vaya directamente al otro extremo.

—¿Ves a algún dirigente atractivo?

—Hoy, no. Hay algunos con potencialidad, pero están todo el tiempo tentados a pensar la política desde la burbuja del político, desde la política tradicional, desde sí mismos. La mayoría de los políticos han perdido contacto con la población. No hablan, no empatizan. Hay partidos que fueron gobierno y que hoy tienen en Argentina 3%, 5% del voto. Si el dirigente no acepta eso y reconoce que tiene que arremangarse y remarla desde ese 5%, y prefiere subirse al barco del que hoy tiene 25% o 30% para no quedar afuera, no vas a construir nada en el centro. Hay que tener la ambición y la audacia de construir a partir del 5% con un discurso nuevo. Veo a muchos políticos defendiendo los votos del año pasado que ya no tienen. Con una actitud especulativa o negadora, va a costar traer al votante nuevamente al centro.

—El libro "Automatizados" le propone al lector una búsqueda existencial. ¿Qué nos hace humanos y cómo preservarlo?

—Si te "liberás" del trabajo, aun del que no querés hacer, al principio es probable que te agarre un sentimiento de desazón. Pero es una búsqueda que es eminentemente existencial. La persona que es esclava del trabajo no es dueña de su tiempo ni de su vida. En el otro extremo está la persona que tiene todo el tiempo del mundo. Las nuevas generaciones van a poder pensarse como seres humanos más allá de lo que es simplemente la producción mercantil o el trabajo remunerado. Y eso obliga a hacerse las preguntas existenciales o metafísicas originales, las que se hacían los filósofos griegos que tenían tanto tiempo en sus manos. A veces son preguntas que nosotros no tenemos tiempo ni cabeza para hacernos porque vamos de una liana a la otra, de un meeting al otro, inducidos por esta sociedad donde si no estás haciendo algo sos menospreciado, donde tenés que mostrarte laboralmente ocupado y exitoso. Condicionantes que te roban el libre albedrío, la posibilidad de decidir. La tecnología, en la medida que resuelva el problema económico, va a obligar a decidir qué hacer. Quienes logren encontrar lo que verdaderamente quieren hacer con su tiempo serán seres humanos más plenos.