23/12/13
Efectos de un Estado maltratador e impune
Por Roberto Gargarella
Por Roberto Gargarella
Fue notable el modo en que, luego de los saqueos de este mes, el oficialismo se obsesionó repitiendo que lo ocurrido no tenía nada que ver con los sucesos del 2001.
La desesperada insistencia en que "esto no fue un estallido social" también resultó llamativa ("dime qué niegas obsesivamente y te diré qué afirmas"). Una oleada de saqueos que culmina con una quincena de muertos, miles de hogares particulares asaltados, centenares de negocios vaciados o destruidos, puede ser promovida por quien sea, pero representa una tragedia social, más allá de cómo se la defina. Síntoma de época: la disputa por la definición de los hechos pretende reemplazar a la valoración de los hechos mismos.
Lo cierto es que, como frente a cualquier fenómeno sociológico, importa menos saber quién promueve qué, que reconocer la capacidad de difusión y arraigo del fenómeno de que se trata (más allá de la necesidad de hacer responsables a quienes promueven hechos criminales). Si un grupo de policías golpistas promocionara un suicidio masivo, como forma de evidenciar la presencia de una crisis, la convocatoria resultaría, seguramente, un fracaso. Lo que importa, entonces, más allá de quién promovió qué, es preguntarse qué condiciones sociales hicieron posible que mucha gente pusiera en juego sus vidas (14 muertos) en el saqueo a comercios, respondiendo a una invitación enloquecida.
Así, el hecho de que un policía de civil rompa la puerta de un comercio no explica la decisión de una familia de arriesgar su vida para robar un colchón o un par de zapatillas. El Gobierno esconde estas preguntas hablando de conspiración.
Pero otra vez, importa menos saber qué es lo que aglutinó a unos cuántos, que saber qué es lo que pudo separarlos. ¿Hasta qué punto se han deteriorado los lazos sociales, para que algunos puedan festejar entre risas, a través de las redes sociales, el grave daño que acaban de cometer sobre los cuerpos o los bienes de los demás? Y también, ¿por qué es que se percibe al Estado como "enemigo", al punto de que alguien sienta vía libre y justificación plena para destruir bienes que son de todos, de modo celebratorio? ¿Qué es lo que explica que el mismo Estado que, justificadamente, asigna planes sociales o extiende jubilaciones, no sea considerado como un "amigo", sino como objeto de destrucción y desprecio, apenas aparece la oportunidad de manifestarlo?
Como es regla decir en estos casos, las explicaciones son complejas. Arriesgo de todos modos un par de respuestas. En primer lugar, acompañaría al oficialismo en la idea de que la situación actual no es similar a la del 2001. En algún sentido, agregaría, es peor que aquella.
Hoy aparece un entretejido entre policía, política, delito y narcotráfico que ni se vislumbraba entonces, y que confirma que no estamos frente a un fenómeno de bronca social pasajero. Por el contrario, nos encontramos frente a una reestructuración de nuestras bases sociales, que augura problemas graves mucho más allá del fin de año.
Tan malo como esto es la negación de lo ocurrido. Doy sólo un ejemplo: la justicia probó hace unos años que el recaudador de campaña del Frente para la Victoria –nada menos- pertenecía a la "mafia de los medicamentos", pero el oficialismo actúa ignorando el significado del hecho.
Mientras la moral política dominante sea compatible con este tipo de negaciones, no tiene sentido seguir escuchando discursos sobre el tema: no hay salida.
La segunda cuestión que mencionaría es la siguiente.
El oficialismo eligió al dinero como medio para relacionarse con las distintas clases sociales: a los pobres les da planes sociales, a la clase media la subsidia y con los ricos hace y se reparte negocios.
El Gobierno se asombra de no recibir agradecimiento eterno por ello. Pero es sabido: el dinero genera mayores demandas de dinero.
Es el buen trato –el respeto al otro como un ser moralmente digno- lo que genera agradecimiento.
La concepción patrimonial de la relación Estado-sociedad, que el Gobierno ha puesto en juego, resultó, por lo dicho, socialmente muy dañina: el Gobierno se muestra perplejo por no recibir los aplausos que cree que merece, mientras deja que el tejido social se deshilache por el peso enorme de consistentes maltratos. Maltrato cada vez que se toma un tren, cuando falta el gas en invierno y la luz en verano, cuando llueve y la ciudad se inunda, cuando los gobernantes se enriquecen en sus contratos con empresarios y hablan de "negocios entre privados." Maltratos coronados, para peor, con una impunidad manifiesta.
El Gobierno no lo admitirá nunca, pero hace tiempo que la impunidad y el maltrato distinguen a la educación social que se promueve desde el Estado: nos alimentamos con ello. Sin asumir nunca la existencia de causas únicas, no dudaría en decir que la violencia social que hoy circula se encuentra, en buena medida, en diálogo estrecho con el maltrato que recibimos desde el Estado.
Sin necesidad de caer en reduccionismos, sostendría que la legitimidad que los violentos sienten para sus estragos se afirma en la impunidad que el poder se arroga para sus propios actos.