24/03/12
Un Premio Nobel de la Paz guerrero
Por JUAN GABRIEL TOKATLIAN. PROFESOR DE RELACIONES INTERNACIONALES DE LA UNIVERSIDAD DI TELLA.
Análisis internacional: En 2009, Barack Obama fue distinguido con el máximo galardón pacifista. Sin embargo, EE.UU. sigue a la vanguardia del protagonismo bélico y de la ocupación militar del planeta. La opinión pública norteamericana alienta el estado de guerra.
En octubre de 2009, sin haber cumplido un año de gestión en el ejecutivo, y con base en su contribución a un "nuevo (sic) clima en la política internacional", el comité noruego responsable de otorgar el premio Nobel de la Paz se lo concedió a Barack Obama. Hoy, en su cuarto año de gobierno, y con posibilidades de ser reelecto, el presidente estadounidense no sólo no ha dejado una huella significativa para la paz mundial, sino que se ha transformado en un lánguido batallador global que ha abandonado las preferencias y promesas que insinuó hace un lustro.
Siempre habrá un argumento plausible y persuasivo para explicar la conversión de Obama. Para algunos el presidente sigue representando el cambio pero debe enfrentar tantos constreñimientos políticos, económicos y electorales que no tiene más opción que conceder, parcial o plenamente, a las exigencias de legisladores, gobernadores, banqueros y militares.
Para otros, es tan grande el malestar y malhumor social en el país, que el mandatario tuvo que dejar de lado, tácticamente, algunas de sus convicciones y compromisos del pasado a fin de evitar un potencial triunfo de un partido republicano cada más derechizado en cuanto a su base de votantes.
Varios indican que Obama es prisionero de circunstancias históricas y que no se lo debe juzgar por sus hechos sino reivindicar sus dichos. Otros presagian que el reformismo de Obama el "verdadero" Barack aflorará en un segundo mandato: ese Obama creará un "nuevo clima en la política internacional", haciendo así honor a su condición de Nobel de la Paz.
Sin embargo, el núcleo de la cuestión no es la personalidad o la intencionalidad de Obama, sino el contexto en el que debe operar.
Ese contexto tiene una característica fundamental: en materia de política exterior y de defensa, en EE.UU. se ha consolidado un desequilibrio entre militares y civiles que es elocuente y peligroso.
Sobresale el avance de las fuerzas armadas y civiles militaristas que gozan de un amplio margen de maniobra en medio de una gravosa crisis económica, el desprestigio de la clase política y la erosión de los mecanismos de control y rendición de cuentas. Quizás un dato simbólico ayude a comprender el estado de la sociedad y su valoración de los militares: según una encuesta de Rasmussen Reports, realizada en junio de 2010, el 28% de los estadounidenses cree que el control civil de los militares es una mala idea y solo el 44% lo considera bueno.
De acuerdo con el diccionario de la Real Academia Española novel es aquella persona que "tiene poca experiencia" en un arte o profesión. Obama ha mostrado serlo en el manejo de las relaciones cívico-militares y así, inadvertidamente, ha contribuido a que el recurso a la guerra se torne más frecuente y abusivo en la política exterior y de defensa de Washington. Como otros mandatarios estadounidenses, Barack Obama abrazó lo que el sociólogo estadounidense C.
Wright Mills describiera y explicara (cinco años antes del famoso discurso de despedida de Dwight Eisenhower en que denunciaba la existencia de un "complejo militar-industrial") en su renombrada obra de 1956, The Power Elite, como la "metafísica militar", es decir; la creencia extendida entre la alta dirigencia estadounidense de que la guerra es la condición constante y normal de la vida internacional y que la paz es un intervalo momentáneo. Así, una coalición de miembros de las fuerzas armadas, amplios sectores políticos y empresariales, diversos especialistas en las cuestiones de seguridad, figuras influyentes y buena parte de los medios de comunicación siguen pensando que EE.UU.
debe estar presto para mantener una estructura vasta de recursos y gastos militares, para aumentar su proyección de poder bélico en el exterior y para usar la fuerza en cualquier lugar del mundo, contra todo tipo de amenaza y cuando Washington lo determine. Pero como bien advirtiera el experto en asuntos internacionales y profesor de Brown, Harvard y Brandeis, Eric Nordlinger, esa inflación en materia de seguridad afecta en algún momento la salud fiscal del país y el estado de sus libertades civiles; erosionando en consecuencia la democracia estadounidense.
Obama, novel en cuestiones de guerra, fue asimilando esa "metafísica militar" y con ello se transformó: Obama I se convirtió en Bush III, como afirma el escritor Mike Davis. Con el correr de los años, el novato en asuntos de guerra se volvió un veterano. Los ejemplos abundan y alarman. El músculo militar actual de EE.UU.
no tiene parangón con algún país (amigo o no de Washington) ni con alguna coalición de países (aliados u oponentes). Los gastos del Pentágono entre 2001 y 2011 llegaron a US$ 6.2 trillones (en la denominación estadounidense) de dólares, al tiempo que las guerras en Irak y Afganistán demandaron US$ 1.26 trillones de dólares. Paralelamente, los gastos del Departamento de Seguridad Nacional alcanzaron los US$ 635.9 billones de dólares. Si se añaden los gastos del Departamento de Energía para armas nucleares (US$ 204.5 billones de dólares) se tiene un total de US$ 8.3 trillones de dólares erogados en 10 años. Todo ello sobrepasa, anualmente y en una década, la suma de lo desembolsado por el resto de los 192 países con asiento en la ONU. El inventario de armas nucleares de EE.UU. es de 8.500 (frente a 11.000 de Rusia y 240 de China, por ejemplo). A los ocho comandos (cuatro geográficos y cuatro funcionales) se sumó en 2007 el United States Africa Command, al tiempo que en 2008 se restableció, para el área de Latinoamérica, la IV Flota (desactivada en 1950).
Según un informe del Departamento de Defensa (Base Structure Report) de 2010, EE.UU. tiene 662 bases militares en el exterior; de acuerdo al editor de TomDisptach, Nick Turse, el número actual llega a 1.077. (El costo anual de sostenimiento de este sistema de bases es de US$ 102 billones dólares). A lo anterior hay que sumar las nuevas bases (la mayoría, clandestinas) para vehículos aéreos no tripulados (unmanned aerial vehicles), los denominados drones, que la CIA ha ido abriendo en África y la península arábiga. En conjunto, EE.UU. tiene más bases en el extranjero que la totalidad de los miembros de la ONU. A su vez, el informe mencionado revela que el total de sitios militares, dentro y fuera de EE.UU., se extiende sobre unos 28 millones de acres (cada acre equivale a 0,404 hectáreas); lo cual convierte al Departamento de Defensa en el mayor terrateniente del planeta. Cabe agregar que, según The Economist del 12 de septiembre de 2011, el Departamento de Defensa es el mayor contratante del mundo con 3.200.000 empleados. De acuerdo con un trabajo de investigación periodística realizado por Dana Priest y William Arkin y publicado por The Washington Post el 20 de julio de 2010, unas 1.271 organizaciones gubernamentales y 1.931 compañías privadas se dedican a programas de inteligencia, anti-terrorismo y seguridad nacional en unos 10.000 sitios alrededor de EE.UU.; con lo que 854.000 civiles, militares y contratistas tienen acceso a secretos del mayor nivel de sensibilidad. Esto ha llevado a que varios analistas se refieran a la existencia de una verdadera industria de la (in)seguridad o, en palabras de Tom Engelhardt, autor de The American Way of War: How Bush’s Wars Became Obama’s , a un "complejo de seguridad nacional" basado en el temor extendido de la sociedad y asentado en presupuestos y contratos multimillonarios en el área de inteligencia y defensa.
En breve, la centralidad (presupuestaria, burocrática, corporativa, económica) alcanzada por las fuerzas armadas en EE.UU. es de enormes proporciones. Esto no significa, sin embargo, que Washington pueda alcanzar, mediante la amenaza persistente y el uso recurrente de la fuerza, sus objetivos políticos y militares. De hecho, el récord político-militar de EE.UU. en las guerras prolongadas es bastante mediocre. La sobre-reacción y la imprudencia impulsaron aventuras externas desacertadas y fallidas. En tiempos más próximos, la segunda guerra a Irak (2003-2011) resultó un fracaso y ya se divisa el fiasco de Afganistán.
Estos reveses, que ya parecían pre-anunciarse al final de la administración de George W. Bush, fueron generando de modo hermético una interesante polémica.
Después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 EE.UU. lanzó una estrategia contra-terrorista global. El contra-terrorismo se caracterizó por atacar militarmente a un oponente que se consideraba criminal y letal (por lo tanto, no sujeto a reconocimiento político) y por desplegar acciones coercitivas de distinto tipo sobre determinados grupos (preferentemente islámicos), sus eventuales aliados estatales, sus redes de sostén material y sus refugios. Ello condujo a una planetaria confrontación contra Al Qaeda y organizaciones afines. La ocupación de Afganistán e Irak fue el corolario de un enfoque que, entre otras, confiaba en victorias expeditivas; una mezcla de guerra convencional y guerra irregular iba a derrotar a los "enemycombatants" que habían atacado a EE.UU.. Pero Washington terminó en dos pantanos en los que las diversas formas de violencia, por un lado, y de combate asimétrico, por el otro, lo obligaron a reconfigurar su comportamiento en el terreno.
Entre el final de Bush y el comienzo de Obama se ensayó la contrainsurgencia entendida como una modalidad de conflicto de baja intensidad destinada a socavar la legitimidad del oponente, interrumpir el acceso a recursos para librar su lucha, debilitar las oportunidades políticas del adversario y lograr adhesión en el territorio ocupado.
A pesar de las voces triunfalistas, los resultados han sido magros: EE.UU. dejó un descalabro en Irak y nada distinto parece ser el legado próximo en Afganistán. Cabe, sin embargo, aclarar que la contra-insurgencia no se abandona completamente. En el caso específico de América Latina y el Caribe habrá que observar el enfoque que caracterizará el desempeño del recientemente (el 27 de enero de 2012) designado comandante del Comando Sur, el general John F. Kelly; quien tuvo su mayor experiencia de combate en Irak.
Ahora bien, durante el gobierno de Obama se produjo un nuevo ajuste de la estrategia que, de hecho, retomó elementos del contra-terrorismo típico de Bush y los adaptó. Esta adaptación ha tenido varios pilares. En términos operativos, corresponde subrayar dos aspectos particulares. Por un lado, han ganado preeminencia las denominadas Fuerzas de Operaciones Especiales (Special Operations Forces, SOF) creadas en 1987 y encargadas de asesinatos selectivos, secuestros extra-territoriales y ataques por sorpresa.
Desde 2001 hasta 2011 las SOF se han duplicado en hombres (de 37.000 a 66.000) y triplicado en presupuesto (de US$ 2.3 billones de dólares a US$ 6.3 billones de dólares). De un despliegue inicial en 60 naciones, se expandió a 75 y procura cubrir próximamente 120 países. En los dos últimos años han realizado ejercicios de entrenamiento conjunto en muchos países: en la región cabe destacar los casos de Belice, Brasil, Panamá y República Dominicana. Más recientemente (ver The New York Times del 12 de febrero de 2012) y a pesar de que desde el 11-S América Latina es la única región del mundo que no conoció atentados de grupos terroristas transnacionales de alcance global, el almirante William H. McRaven, responsable del Special Operations Command, anunció su intención de que las SOF se desplegaran en áreas en las que no habían operado con grandes contingentes: Latinoamérica.
Por el otro, ha crecido el uso de drones en Asia (Irak, Afganistán y Pakistán) y África (Libia, Somalia y Yemen). Se ha tornado tan usual y masivo el recurso a vehículos aéreos no tripulados que se ha naturalizado en EE.UU. la expresión "guerra de los drones". Esta nueva guerra se caracteriza por desarrollarse sin frentes de combate directo, por resultar supuestamente de más alta precisión, por ser mucho menos onerosa que el envío de tropas, por llevar a cabo ataques sin bajas propias, y por practicarse sin que el país padezca, al menos inicialmente, ninguna retaliación.
Aunque el informe de 2009 del Relator Especial de la ONU para Ejecuciones Extra-Judiciales, Philip Alston, advirtió que los drones podrían violar el derecho humanitario, nada ha alterado la conducta de Washington. Al fin y al cabo lo que cuenta, para la Casa Blanca, es la sociedad estadounidense y no la comunidad internacional.
En efecto, según una encuesta de The Washington Post/ABC News del 7 de febrero de 2012 el 83% de la opinión pública (y 77% de los que se consideran demócratas liberales) respalda la política de utilizar drones.
En términos jurídicos, la nueva fase y modalidad de contra-terrorismo ha implicado cambios notables que han llevado a una condición de poslegalidad: es decir, una situación en la que el derecho interno e internacional se manipula, se desconoce o se quiebra a expensas de un bifronte Estado gendarme que opera con escasa rendición de cuentas hacia adentro y excesivo despliegue militar hacia afuera. La poslegalidad tiene símbolos: Guantánamo, Abu Grahib y Haditha.
Tiene centros claves de construcción conceptual: las oficinas del Legal Advisor del Departamento de Estado, del General Counsel del Departamento de Defensa y del Special Counsel de la Casa Blanca. Y tiene continuidad política bipartidista: desde George W. Bush a Barack Obama.
Sin embargo, Obama ha dado los pasos más abismales. Con su autorización se produjo, en mayo de 2011, la ejecución extra-judicial de la cabeza visible y simbólica de Al Qaeda, Osama bin Laden, en territorio pakistaní por medio de un meticuloso operativo de fuerzas especiales. A través de un "panel secreto", y con el aval presidencial, se decidió en septiembre de ese año dar de baja en Yemen a dos estadounidenses, Anwar alAwlaqi y Samir Khan, mediante misiles disparados desde un drone y sin tener en cuenta los derechos constitucionales que se estaban violando con esa acción. A fines de 2011 Obama sancionó la Ley de Autorización de Defensa Nacional de 2012 mediante la cual cualquier estadounidense sospechoso de terrorismo puede ser detenido indefinidamente por autoridades militares. En EE.UU. lo pos-legal se consolida gradualmente.
De la mencionada secuencia contra-terrorismo I (Bush), contra-insurgencia (Bush-Obama) y contra-terrorismo II (Obama), solo puede derivarse la idea de guerras perpetuas, por una parte, y el resentimiento de los afectados y la implementación de métodos aleves de todos los bandos en el contexto de conflictos asimétricos persistentes, por otra parte.
Mientras Barack Obama va asumiendo un perfil más guerrero que pacifista, la pregunta esencial debería dejar de girar en torno a él, su personalidad, su estilo, su temple o su futuro. El interrogante principal bien podría centrarse en la sociedad estadounidense: ¿qué hace que un país se haya acostumbrado tanto a las guerras y cada vez las cuestione menos? ¿qué explica la poca sensibilidad, en general, de la ciudadanía frente a las muertes y destrucción que produce EE.UU. más allá de sus fronteras? La habituación a los conflictos armados y la indiferencia frente a las víctimas no estadounidenses exigen un análisis sociológico, antropológico, psicológico e histórico profundo y ponderado.
Sin embargo, lo cierto es, como indica el director del Centro de Estudios Internacionales de MIT, John Tirman, en un reciente texto (The Death of Others: The Fate of Civilians in America’s Wars) que esa combinación de desdén, ignorancia y pasividad conduce a una suerte de "permiso" para que las fuerzas armadas y civiles militaristas emprendan más aventuras bélicas alrededor del mundo; lo que no revela la potencia de EE.UU. sino su prepotencia.