Di Tella en los medios
La Nación
20/10/24

Andrés Di Tella: “Me obsesiona rescatar las experiencias humanas que se pierden”

Por Diana Fernández Irusta

Andrés Di Tella, director del Programa de Cine, fue entrevistado por La Nación.



El Café Oriente de Villa Ortúzar tiene algo de rincón detenido en el tiempo. Sillas de madera, revistero, paredes cubiertas de fotos, publicidades antiguas y las ventanas guillotina que son la marca de identidad de todo bar que se diga porteño.

Tras una de esas ventanas asoma el perfil de Andrés Di Tella (Buenos Aires, 1958), coronado por el mismo sombrero Stetson con el que se lo ve aparecer en muchas de sus películas y del que dirá más tarde: “es parte de la máscara” (también dirá, entre risas y admitiendo que recuerda la frase pero no al autor: “dale a un hombre una máscara y te dirá la verdad”).

Nieto del fundador de la empresa Siam-Di Tella, hijo de Torcuato, uno de los impulsores –junto con Gino Germani–de la carrera de Sociología de la UBA, y sobrino de Guido, canciller durante el menemismo (a su vez, Torcuato fue funcionario del kirchnerismo), Andrés porta un apellido que, en sí mismo, es parte de la historia de la Argentina moderna: quien no tenga en la memoria la silueta maciza de una heladera Siam, podrá pensar en los happenings que, realizados en el Instituto Di Tella, marcaron el ritmo cultural de los años sesenta (en Florida al 900, epicentro de la que por aquel tiempo se ganó el apodo de “la manzana loca”). O, más cercana en el tiempo, la Universidad Torcuato Di Tella –en cierto modo, heredera del Instituto–, en cuyo Departamento de Arte Andrés se desempeña como docente.

“Y bueno… de chico no me daba cuenta”, apenas dice, sonriente, cuando se le pregunta por el peso –porque alguna carga debe conllevar– de su apellido.

Sobre la mesa del bar, junto al café que se tomó mientras esperaba a la cronista, hay una lapicera y una libreta tipo Moleskine. Lo saben quienes leyeron su libro Cuadernos (Entropía) o vieron alguno de sus documentales: los cuadernos de notas forman parte de la vida de Andrés Di Tella. Los lleva siempre encima y en ellos apunta experiencias, ideas, observaciones que, tarde o temprano, derivarán en algún film. Alguna vez estudiante de literatura, el nieto del ingeniero italiano que le puso nombre al sueño industrial de toda una época se decantó, finalmente, por el cine. Más exactamente –¿un buen hijo de la aventura cultural modernista?– por el documental de autor, ése donde el pulso poético se hace uno con la imagen y donde la experimentación, la mirada en primera persona y la diversidad de registros tienen permitido abrir el juego.

En 2015, Di Tella filmó a otro gran cultor del diario personal, Ricardo Piglia, en el documental 327 cuadernos. En otras de sus películas, como La televisión y yo (2003) o Ficción privada (2019) entretejió –de manera personalísima– su propia historia, la de su familia y la del país.

Este año estrenó Mixtape La Pampa, documental donde los protagonistas son las rutas argentinas, una singular compilación de rock nacional y un enigma llamado Guillermo Enrique Hudson, el naturalista que a fines del siglo XIX describió como pocos la pampa argentina, desde Londres y en inglés. La película, actualmente disponible en la plataforma Cine.Ar, hizo un importante recorrido por festivales el año pasado (entre otros, San Sebastián), se presentó en junio en la sala Lugones, pasó por el Gaumont, y se proyectó durante julio, agosto y septiembre en el Cultural San Martín, a sala llena. En ese tránsito, obtuvo los premios a la Innovación Artística (Ficba), al mejor Guion (Guionistas de Argentina), al mejor Montaje (EDA) y a la mejor película (Cronistas).

Andrés, que asegura que su mantra cuando filma es “No sé lo que estoy haciendo”, cuenta que le encanta asistir a las funciones de sus documentales, estar con el público, observar sus reacciones. Y que esta vez se impresionó por lo conmovidos que salían muchos espectadores. “En los festivales tuvo muy buena recepción –comenta–. Siempre hay gente que se emociona, viene y me habla. Pero lo que pasó acá fue distinto. No me lo esperaba. Es una película que uno podría pensar que le va a llegar más a alguien grande, alguien que ya vivió algo, que tuvo alguna decepción, alguien que no pudo volver a casa. Y me sorprendió ver que chicos y chicas muy jóvenes se emocionaban mucho”.



Andrés y su padre, Torcuato Di Tella, en La televisión y yo


–¿La razón?
–No me lo termino de explicar.

–Vayamos al comienzo, entonces. ¿Por qué Hudson?
–En realidad, yo tenía ganas de hacer una película de viaje. Quería viajar por la pampa, por toda esa zona. Así que me puse a investigar y en un momento dije “Hudson”. Además, me acordé de algo que tenía medio olvidado, un programa de televisión que había visto de chico, cuando vivía con mi familia en Reino Unido, Wildlife Safari to the Argentine, donde escuché por primera vez mencionar a Hudson. Yo ni sabía que era argentino. De hecho, mucha gente no sabe quién es, o no sabe que era argentino. En general piensan que fue un viajero, como tantos otros. Pero era argentino. Y no solo argentino, era un gaucho. Toda esa transformación de gaucho en escritor me interesó. Hudson como portador medio paradójico de la identidad nacional. Para mí la figura del gaucho siempre fue algo lejano. Entre exótico y cargado de asociaciones un poco nefastas. Yo me crie en tiempos de la dictadura militar, que tomó al gaucho como símbolo del ser nacional, un poco contra un montón de cosas. Contra los cosmopolitas, contra el comunismo, contra los judíos... Creo que Hudson, al ser este gaucho tan raro, este gaucho inglés, me permitió acercarme a esa figura de otra manera. Quise recuperar eso, también. La idea de que la identidad propia que se mezcla con la identidad nacional puede aparecer en un objeto paradójico.

–¿No será que parte de la identidad argentina es, justamente, ser bastante paradójicos?
–Yo creo que una de las maravillas de la Argentina es que su identidad sea tan diversa, tan contradictoria. En parte por esta historia de tantas migraciones. Y me parece interesante encontrar la identidad argentina en alguien como Hudson.

–¿Parte de eso que conmueve en el documental será que sobrevuela cierta pregunta por la idea de qué es la “patria”? ¿La pregunta por lo que se pierde, por lo que se construye sobre lo que se pierde?
–Hay alguna pregunta sobre la idea de irse, sobre la pertenencia. Creo que en los jóvenes existe muy fuerte, como quizás nunca antes, la idea de irse, la sensación de que la Argentina está hecha bolsa. Pero también está la dificultad para irse. Gente que se ha ido y ha vuelto. Yo mismo. Me parece que todo eso se ve en la película y arma algo que emociona. Pero, te lo digo en serio, no es una postura de falsa modestia: a veces la persona que hizo una película o escribió un libro es la que menos sabe lo que hizo.

–También hay algo en relación a la mirada del “excéntrico” –así lo mencionás en una ocasión–, el que siempre está un poco afuera. ¿Cuánto de eso hay en vos?
–Es difícil de contestar. En el caso de Hudson, obviamente al irse es como si hubiera visto todo por primera vez. Hay algo de la distancia, de la añoranza misma, que hizo que él escribiera todo a la distancia, en inglés. Cuando vivía acá, casi no escribía. Escribió en el exilio. Acá era un gaucho excéntrico, en un mundo de ingleses. Es otra cosa que descubrí: no sabía hasta qué punto en la pampa de fines del siglo XIX había tantos escoceses, galeses, irlandeses; él era de origen norteamericano. En mi caso, viví en Inglaterra, primero entre los 7 y los 14 años, y después de los 18 a los 22. Edades muy formativas. Por la historia de mi familia, posiblemente, siempre sentí un gran apego a la Argentina, pero es verdad que cuando volví a los 14 años apenas podía escribir en castellano, tenía que tomar clases para escribir. Hablar, hablaba, pero por ahí me equivocaba en algunas palabras, no conocía nada. Un amigo del que hablo en la película, Javier, me enseñó la historia del rock nacional. Era una forma de aprender algo nuevo que a la vez era propio. La tuve de profesora de castellano a la mamá de Lola Arias; me hacía escribir. Con ella escribí mi primer cuento, un plagio a García Márquez [se ríe].

–¿Cómo fue la segunda partida a Reino Unido, a los 18 años?
–Estudié Lenguas Modernas en Oxford, me concentré en literatura hispana y francesa. Acá estaba la dictadura militar, y mis viejos fomentaron que yo me fuera. En ese momento había sido desaparecido un amigo mío, Pablo, el hijo de Graciela Fernández Meijide, que tenía 17 años y al día de hoy no se sabe bien por qué exactamente fue secuestrado. Volví en el 82; me había ido muy bien allá, pero yo quería volver, estaba como desesperado por volver. Entonces, mi mamá me consigue un trabajo en el Buenos Aires Herald. Empiezo a trabajar ahí y se desata la Guerra de Malvinas. Fue un momento rarísimo. Luego me llamaron de Tiempo Argentino; en ese momento ahí estaba Ernesto Schoo, un escritor y periodista de la época de Primera Plana.

–¿De qué modo hiciste el pasaje de la palabra escrita a la realización cinematográfica?
–Yo tenía las ganas de hacer cine, me puse a filmar cosas con mi amigo Javier, filmábamos sin saber bien qué hacer con eso. Era medio difícil conseguir los rollos, después revelarlos, por eso dejé de filmar e incursioné en el videoarte. Hice un par de documentales dentro de ese formato, era cine por otros caminos. Siempre me interesó mucho el documental, te da el pretexto para conocer gente, es como una especie de licencia, la gente se presta a contarte cualquier cosa. Hice un documental para Amnesty International, y después me contrataron para ir a Estados Unidos, a comienzos de los años 90. Hice documentales sobre América Latina para PBS [la red de televisión pública de los Estados Unidos]. Fue muy divertido; me subí a un avión con Menem, bailé con la mamá de Caetano Veloso, todos te abrían sus puertas. Pero el producto me parecía muy frustrante, algo muy editado, muy convencional. Con mi mujer, Cecilia Szperling, estábamos en Boston, me ofrecieron quedarme un tiempo más, a ella le gustaba la idea de quedarse… Pero a mí me agarró la locura de regresar. Sentía que la Argentina me completaba, que lo que pudiera hacer acá tenía más sentido, que había muchas cosas por contar. Y bueno, la primera película, al volvernos, fue Montoneros, una historia.

–Una película cuya temática este año volvió a estar muy presente, luego del éxito del libro de Leila Guerriero, La llamada, y su modo de recuperar la historia de una sobreviviente de la ESMA.
–Montoneros, una historia se hizo para la televisión y todavía tiene una vigencia increíble. Se emitió por Telefe en un programa que se llamaba Edición Plus y tuvo un rating espectacular. Eran dos partes, pero no pasaron la segunda, la censuraron. Era 1994. Después la armé como una película de 90 minutos y me propusieron pasarla en el Centro Cultural Rojas de la UBA. Ahí estuvo un año y medio y en el primer año se armaban filas de una cuadra y media, dos cuadras, para verla.



“Por la historia de mi familia, posiblemente, siempre sentí un gran apego a la Argentina”


–En general, los primeros documentales sobre los setenta se filmaron desde el punto de vista de la militancia. Creo que Montoneros, una historia es el primero que se filma desde un lugar diferente.
–Mi guía fue Dostoievski. Hablaba con gente que contaba cosas muy distintas de las que aparecían en los libros de esa época. Yo venía de afuera, les planteaba que no sabía nada. Me interesaba la historia humana, qué le pasaba a alguien que podría haber sido yo, en una situación extrema. En ese sentido, el personaje protagónico, Ana Testa, era lo que se decía en esa época una perejila, una militante de base que atravesó toda esa experiencia desde una inocencia total. Sentí con ella mucha afinidad y además hablaba sin pelos en la lengua. Fue una de las experiencias más fuertes de mi vida. Yo estaba leyendo Los demonios, y me servía de referencia sobre lo que pasa con un grupo en una situación extrema. Hice una investigación profunda, hablaba con quienes me daban testimonio, sin grabarlos; luego me iba a un bar y anotaba lo que me acordaba. Después revisaba esas notas y ponía una “D” en lo que me parecía más interesante, paradójico, inesperado. Lo humano en situaciones extremas, la situación turbia, paradójica, de Ana con uno de sus captores. El karma de los que sobrevivieron.

–Ya te lo habrán preguntado muchas veces: ¿cómo se lleva ser un Di Tella?
–Me acuerdo de esto: en ese periodo medio de exilio, en la época de la dictadura, un día estoy en París y descubro que dan La hora de los Hornos, la película de [Fernando “Pino”] Solanas, que estaba prohibida en la Argentina. Voy a verla; había, no sé, unas 10 personas en un sótano de París. Empieza la proyección y llegan al capítulo dedicado a la cultura, a la “penetración cultural del imperialismo”. Primero aparece Mujica Láinez en una especie de cóctel o presentación de libro donde le hacen pisar el palito, y le hacen decir que en Europa todo está tan cerca… el escritor colonizado. A continuación aparece un happening en el Instituto Di Tella donde se hace una especie de homenaje a Los Beatles. Aparecen Marta Minujín, David Lamelas, otros artistas de esa época, también como representantes de la penetración cultural. Yo tenía 18 años, más o menos. En esa época me decía “bueno, los que están en contra de la dictadura o prohibidos por la dictadura son mis amigos”. Y de repente ahí, durante esa proyección, estaba del lado equivocado, ¿entendés? Eso me quedó, esa marca. Luego vinieron las discusiones con amigos que me decían que los Institutos Di Tella eran pura frivolidad… En los 80 todavía se pensaba así. Después hubo una mayor reivindicación, inclusive desde el gobierno de Cristina Kirchner. Y en el Bicentenario hacen un homenaje a Siam.

–Algunas de las intervenciones de Fuerza Bruta en los festejos y en Tecnópolis, ¿no? Los autos, las heladeras y los performers que “volaban” sobre ellos.
–Sí, exactamente, los autos Siam, las heladeras, como símbolo nacional. Y el Instituto Di Tella bastante reivindicado por ese peronismo, o neoperonismo, de Cristina. Pero, bueno, qué sé yo. Después, la relación con la universidad, que se creó en los 90, siempre fue algo incómoda. Mi viejo tenía esa incomodidad. Y yo un poco la heredé.

–¿Otra de nuestras paradojas? El Instituto Di Tella, “imperialista”; Torcuato, uno de sus creadores, a la vez una figura de la sociología local.
–Al Instituto lo crean mi viejo y mi tío Guido, primero porque mi abuelo tenía una colección de cuadros y querían exhibirla, ver qué hacían con eso. Lo llamaron a [Jorge] Romero Brest, lo cual fue una elección bastante conservadora, si querés, porque Romero Brest era el director del Museo Nacional de Bellas Artes. Ellos le dijeron algo así como “vos sabés, nosotros no, hacé lo que te parezca”. Y el tipo se volvió loco e hizo la parte de arte del Instituto, que fue como una locura. Tuvo la idea genial de convocar a gente muy joven, muy joven, muy joven. Marta Minujín tenía 22 años... Me parece que mi viejo y mi tío tuvieron esa virtud, dejaron hacer. Tenían los recursos, se sentían incómodos, porque eran medio progresistas, siendo medio millonarios. Mi viejo siempre decía: “Bueno, así aceleran la revolución socialista” [risas].

–Algo de la trama cultural revolucionaron...
–Hicieron el Instituto, pero el foco para ellos era la parte menos conocida ahora, la parte de ciencias sociales. Mi viejo era sociólogo, Guido era economista. Lo de arte fue una especie de desvío. O sea, mi viejo sentía que ese arte de vanguardia no era lo que le gustaba, pero no se metía. El único momento que fue más incómodo para él, creo que fue cuando Oscar Bony presentó La familia obrera.

–Fue una obra polémica. Un padre, una madre y su hijo, personas de carne y hueso, expuestas, como una obra, en el marco de una muestra.
–Él era sociólogo, todos sus amigos eran sociólogos de izquierda, y exhibir de una forma muy ambigua una familia obrera... Hay un mito, que no sé si es cierto, que decía que el obrero era de Siam. Pero mi viejo no hizo nada, se la fumó. Después, con la universidad, también hubo una incomodidad. Se creó en los 90; Guido en ese momento era canciller del gobierno de Menem, estaba en un mundo muy de empresarios. Durante ese tiempo un poquito se distanciaron con mi viejo, a él no le gustaba demasiado la gestión de Menem. Pero bueno, al principio la universidad se armó con una idea de Guido, que fue una buena idea en realidad: armar una Escuela de negocios, algo que no existía en la Argentina. Eso fue el principio del éxito, y al día de hoy sigue siendo la locomotora de la universidad. Es que se había acabado la plata del Instituto, había que hacer otra cosa. Mi papá creó una fundación para hacer sus cosas más zurdas [sonríe]. Era una fundación muy chiquita, donde se hacían seminarios, sobre todo publicaciones. Mi papá creía mucho en los libros.


En su último documental, Mixtape La Pampa, los protagonistas son las rutas argentinas, el rock y el naturalista Guillermo Enrique Hudson


–Mencionaste una incomodidad heredada de tu papá.
–Yo ahora doy clases en la Torcuato Di Tella, pero al principio, en una época, me sentía incómodo. Hoy, después de una reforma que impulsó el mismo Torcuato, la familia tiene un papel mucho menor en el gobierno de la universidad. También me pasó que empecé a reivindicar al Instituto Di Tella, en todo sentido. O sea, hubo una época en que yo lo puteaba a mi viejo, le decía “quemaste toda tu guita en esas boludeces que ni siquiera te gustaban”. Pero ahora es distinto, para mí es motivo de orgullo que lo hayan hecho, que hayan creado esa institución. Mi viejo y Guido creían mucho en la importancia de las instituciones. Eso, en el marco argentino de debilidad institucional, fue importante. El Instituto Di Tella fue hecho para apoyar, al principio, a la Universidad de Buenos Aires. Se creó como un lugar donde podía haber investigadores que daban clases en la UBA, pero que investigaban gracias al Instituto. Y el área de arte también fue concebida con una idea de renovar el arte argentino. Era ambicioso.

–En relación a Torcuato: filmaste Ficción privada a partir de unas cartas que él te dio luego de la muerte de tu mamá, parte de la correspondencia que había tenido con ella. ¿Qué ocurre cuando uno se asoma a la intimidad de los padres?
–Bueno, una parte muy fuerte de mi identidad es que mi mamá era hindú. Eso siempre me puso en un lugar raro, que no es muy común en la Argentina. Y en Inglaterra me hizo descubrir el racismo. No era bueno ser hindú. Sobre todo cuando era chico, adolescente. Incluso cuando estudié en Oxford, casi no había people of colour, como se dice ahora. Eran prácticamente todos blancos. Eso me permitió, aun desde la posición bastante privilegiada que tuve en la vida, ver la injusticia, la discriminación, la exclusión. De una forma pequeña, pero ocurría: un bar, todos los que estaban eran blancos, vos entrabas y te miraban medio mala onda. ¿Qué es eso? ¿Racismo? Nunca me molieron a golpes, pero se generaban situaciones densas. O subían al tren unos hooligans, que eran muy racistas, o skinheads, y te daba miedo. Pero creo, como dice Borges, que el padecimiento también te enriquece. Entonces, Ficción privada son unas cartas que me dejó mi papá cuando se murió mi mamá. En ese momento no las pude leer, eran cartas que ellos se habían escrito de jóvenes y mi viejo las había conservado. Cuando se murió él, dije “por ahí es el momento”. Aún así me costó un montón leerlas. Mi mamá murió bastante joven, a los 64 años; todavía tenía deseos, planes, ideas. Hice una película de ficción basada en hechos reales. Tomé esas cartas, las edité, las reescribí, inventé algunas, hice que dos actores las leyeran. Y me di el lujo de meterlo a Edgardo Cozarinsky haciendo de mi papá, leyendo las cartas de mi papá.

–¿Y ahora? ¿Estás con algún proyecto?
–Tengo casi terminada una especie de memoria de mis años en Londres, sobre todo del primer año en Oxford. En cine, estoy con dos proyectos. Uno es sobre el Instituto Di Tella. Y hay un proyecto de ficción que estuve escribiendo, siempre con algún elemento documental. Me obsesionan un poco las experiencias humanas que se pierden. La obsesión documentalista tiene que ver con eso: rescatar algo, interpretarlo. Rescatar la experiencia humana.

–¿Tenés algún sistema de trabajo?
–El cuaderno. Tengo la costumbre, casi la religión, del cuaderno. Es método de trabajo, conexión conmigo mismo. Hoy, además, es una especie de resguardo contra los celulares. Son una hora o dos en las que me propongo concentrarme. Respecto de mis películas, trato de que sean siempre una experiencia emocional y asociativa. Que el espectador pueda asociar lo que está viendo, lo que está escuchando, toda esa historia, con algo propio. A veces apunto a la teoría del iceberg. Por ejemplo, en Mixtape La Pampa: la historia de Hudson es mínima; es como una línea de todo lo que podría haber habido en una biografía. Porque no es una biografía; yo busco que unos pocos elementos funcionen como la punta del iceberg. La vida de Hudson sería como el bloque inmenso de hielo, invisible, debajo del agua. Tenés que imaginar el bloque de hielo. ¿Cómo lo hacés? Con tus propias asociaciones. Tu propia vida, tus propios caminos no tomados. Es como si la película fuera un dispositivo hecho para desencadenar todo eso. Y mi propio papel como narrador, que incluye elementos autobiográficos, está en función de ese mecanismo.

–El documental también tiene algo de diario de viaje. Al comienzo de la charla decías que la película un poco nació de las ganas de viajar por la pampa. ¿Qué te seduce de ese paisaje?
–Me gusta mucho esa naturaleza tan pobre, entre comillas. De pronto aparece un árbol y, ¡oh, qué maravilla, un árbol! [risas] El desafío de filmar un territorio donde aparentemente no hay nada, pero que de todos modos ha sido retratado desde el principio de la historia de la fotografía argentina.

–¿Obliga a una mirada más sutil? Y a un oído sutil: las escenas con los ornitólogos son maravillosas.
–Bueno, eso es una cosa que ellos hacen, ¿viste? Invitar a los pájaros, llamarlos. Todos son excéntricos, al igual que Hudson. Ese ornitólogo que anda en bicicleta, que se armó una especie de micrófono rarísimo para grabar los pájaros, que hace una guía de todos los pájaros de la Argentina, todo muy casero, pero a la vez con enorme seriedad y pasión. Todos los personajes de este documental están un poco en la misma. Para mí, son como encarnaciones de Hudson o del espíritu de Hudson hoy. Encarnan otra forma de conocerlo. Y a la vez yo también me siento cerca de ellos.