“Es la economía, estúpido”
Andrés Borenstein, profesor del MBA, publicó en Perfil un fragmento de su libro "Puede fallar".
Alguna vez le preguntaron a Carlos Saúl Menem por qué había dicho en la campaña electoral que se venían el salariazo y la revolución productiva, y en realidad, lo que sobrevino fue una reforma del Estado, privatizaciones y una política promercado que terminó siendo la niña bonita del FMI. El expresidente respondió muy sincero y suelto de cuerpo que si durante la campaña hubiera dicho lo que iba a hacer, nadie lo habría votado.
En el mismo sentido, el exministro de Economía Jorge Remes Lenicov, cuenta que hacia fines de los noventa le dijo al gobernador y futuro candidato a presidente Eduardo Duhalde que la convertibilidad estaba agotada. Duhalde usó este argumento en la campaña electoral y fue derrotado por Fernando de la Rúa en las elecciones de 1999. El radical miraba a cámara y juraba: “Conmigo, un peso un dólar”. El miedo al cambio de régimen fue clave en ese resultado, según la mayoría de los politólogos e historiadores.
De estas dos observaciones surge la premisa: quien dice la verdad, pierde. ¿Es siempre así? ¿Se puede corregir este problema? ¿Los ministros de Economía tienen que vender bienestar de corto plazo o están destinados a fracasar? Si las respuestas a todas estas preguntas son afirmativas, hay un problema muy grande. Porque en estos cuarenta años de democracia la economía argentina vivió relativamente pocos períodos de bonanza y casi siempre estuvo necesitando ajustes que exigían del esfuerzo de corto plazo de la sociedad, con la idea de que quizás, habría dividendos en un futuro no tan cercano. Pero ese mensaje parecería ser tabú porque es piantavotos o “matapasiones”.
A fines de 2023, nos encontramos en la misma situación. Y los periodistas en sus entrevistas a candidatos no preguntan por las oportunidades, sino que quieren saber sobre ajuste y devaluación, incomodando a políticos y equipos técnicos que quisieran “vender esperanza”.
Bill Clinton inmortalizó la frase “es la economía, estúpido”, marcando que la necesidad de un bienestar de corto plazo es algo que entra en la coctelera política, incluso de los países más estables y que siempre hay una dosis de cortoplacismo en la comunicación económica de la política. Pero también esto choca con la cultura del taxpayer típicamente anglosajona, en la que una porción no menor de contribuyentes, y no necesariamente súper ilustrada, tiene una buena noción de que no quiere que los políticos gasten como locos en el corto plazo, porque saben que eso se paga con impuestos futuros (esto es, en cierta forma, lo que los economistas llaman la equivalencia ricardiana, asociada con la ultrarracionalidad de la gente).
¿Dónde está el problema? ¿Estamos acaso en una sociedad “boba” que no puede ver más allá de un par de meses? ¿Acaso los gobiernos, partidos políticos o ministros no encuentran una narra- tiva para que la sociedad avale cierto sufrimiento de corto plazo a cambio de bienestar futuro? Mauricio Macri cree que uno de los problemas que tuvo su gobierno fue que la crisis que le dejó Cristina Kirchner era asintomática. Entonces, la gente no estaba preparada para las malas noticias que vendrían con el ajuste de tarifas o la devaluación que estaba implícita en la salida del cepo. La economía de Cristina estaba totalmente desequilibrada, pero una parte importante de la sociedad estaba aferrada al bienestar que suelen dar el dólar barato y las tarifas de servicios públicos regaladas. Si bien había cepo y algunos problemas eran evidentes incluso para quien no los quería ver, el hecho de que la gente se acostumbró a que la factura de luz mensual fuese más barata que una pizza es algo poderoso, difícil de desactivar.
Esto equivale a decir que solo en momentos de crisis terminales, cuando no queda más que pegarse el palo contra la pared, es que la sociedad avala comenzar un tratamiento que duele y tiene efectos secundarios. Sin ese choque a la vuelta de la esquina, la sociedad no estaría dispuesta a escuchar un diagnóstico certero. Y esto equivale a decir que los políticos escucharán a los economistas que solamente receten a lo sumo un Ibuprofeno. Parafraseando al árbitro ochentoso Francisco Lamolina… “Siga, siga, todo pelota”.
Entonces el siga, siga se convierte en más de lo mismo. La pregunta central que buscamos responder es por qué en cuarenta años de democracia no fuimos capaces de encontrar una narrativa para que, como sociedad, pudiésemos comprender la ecuación básica de la economía, para de alguna manera forzar a los tomadores de decisiones a ir por la dirección que evite catástrofes y construya futuro. ¿Por qué los radicales no cuidaron el austral y la sociedad no reclamó? ¿Por qué no hubo un grupo en la sociedad, que le dijera a Menem que la deuda en la convertibilidad era una pastilla de veneno? Y cuando los Kirchner duplicaron el tamaño de la administración nacional, el relato del Estado presente y toda la cultura Nac & Pop se llevaron puesto cualquier intento por hacer una política económica consistente, que pasó a ser un discurso de economistas aburridos y sobre todo ortodoxos y neoliberales, como si esas dos características fueran ex ante malas palabras. Un economista con mucho predicamento en los medios como Carlos Melconian se pasaba diciendo allá por 2011 que el modelo económico necesitaba un service. Pero ese mensaje nunca pasó del círculo rojo.
No pedimos que la gente entienda las ecuaciones técnicas relacionadas a cantidad de dinero, elasticidades o multiplicadores fiscales, sino el proceso de inversión que hay que hacer en términos de sacrificio presente a cambio de bienestar futuro. No hay que ser especialista ni académico para entender que las expectativas son una pieza central de la política económica. Entonces, ¿por qué nadie pudo “vender bien” la economía? ¿Por qué nadie se cuestionó que aumentar el número de jubilados de tres a siete millones era impagable (por más bienintencionada que fuese la moratoria previsional)? Los políticos no son tan ingenuos con estas cosas. En las conversaciones privadas entre Cristina Kirchner y Oscar Parrilli filtradas a la prensa, la expresidenta menciona que su sucesor no va a poder pagar las jubilaciones. Es decir que la doctora sí entiende la restricción presupuestaria, contra lo que normalmente comunica el kirchnerismo duro.
Hubo relatos, claro. En el alfonsinismo todo giraba alrededor de recuperar la democracia y luego preservarla cuando azotaban las asonadas militares. En la mitad estuvo ese discurso hegemónico de la Segunda República (más conocido como “Parque Norte”), el traslado de la Capital a Viedma y otras iniciativas que se quedaron sin nafta por culpa de la economía. Si bien la economía fue una buena herramienta para ganar una elección (la de 1985, cuando el alfonsinismo arrasó), siempre fue una especie de patito feo dentro del aparato de comunicación del gobierno.
En el menemismo fue todo a partir de la economía. Bunge & Born y luego Cavallo, que era una máquina de comunicar. Obviamente, había contenido. La inmensa mayoría de las reformas tenían sentido económico: privatizaciones, desregulación, apertura, Mercosur. Como señala Cavallo: “La comunicación siempre es muy importante y yo tuve suerte, porque Menem era mejor que yo comunicando”. Menem, además, le sacaba toda la solemnidad que Alfonsín y Juan Vital Sourrouille le ponían. No es que esté mal, pero el riojano interpretó bien el modo más tinellista de comunicar cosas importantes.
El relato fue la obra maestra del kirchnerismo. Lo económico, lo político, el manejo de redes sociales. Una vuelta de rosca sobre el menemismo, pero con uso de Facebook y después Twitter y lo que fuera. El Estado presente, vivir con lo nuestro, lo nacional y popular, amigos y enemigos, la restricción externa. Pero ese relato no estaba basado en una idea económica, sino que se parecía al discurso de campaña de Menem. Era poner mucho en el corto plazo a expensas del bienestar de largo plazo. Agrandar el Estado, duplicar el número de jubilados, pasar de 0 a 4% del PBI en subsidios a energía y transporte. En cierta forma, fueron eficaces en comunicar lo que no había que hacer.
En 2009 Cristina Kirchner tocó el punto mínimo, que señala el índice de confianza del consumidor de la Torcuato Di Tella y dos años después arrasó en las elecciones, obteniendo el 54% de los votos. En el kirchnerismo aparecen hitos comunicacionales que no son económicos, pero apuntalan la confianza. La puesta en escena que hace Javier Grosman para los festejos del Bicentenario el 25 de mayo de 2010 y luego para el velorio de Kirchner el 27 de octubre de ese año, son obras maestras que bien pueden haber empujado la economía tanto como buenos precios de commodities, suba del salario y apreciación cambiaria. Entre junio de 2009 y octubre de 2011, el salario creció 11% y el valor del peso, 29%.
En estos cuarenta años también hubo mucha comunicación de crisis. Corralito, pesificación, Plan Bonex, covid-19, Tequila, cierres de bancos en casi todas las décadas, tarifazos. La gente no se suele preparar para esto. Ni en comunicación ni en economía. Se piensa en la épica del cambio y no en los cuarenta años del desierto. Pero hay algo endógeno. La dificultad de comunicar en el desierto hace cada vez menos probable la llegada a la Tierra Prometida.
Y visto y considerando lo difícil que le resultó a Macri vender sustentabilidad de largo plazo, la pregunta sobre la dificultad de la comunicación cobra especial relevancia. Parece fácil. Hay que encontrar un relato, una narrativa, una historia que explique y movilice esfuerzos. Lo cierto es que pocos gobiernos prestaron tanta atención a la comunicación como el de Cambiemos y, sin embargo, ese mensaje no llegó, o llegó a demasiada poca gente o por demasiado poco tiempo. Parte de la clase media que se había hartado del kirchnerismo lo volvió a votar, con la promesa de moderación y el “volvimos mejores”. La pregunta es si Macri no logró interpretar que se trata de una sociedad cortoplacista incorregible o si el discurso largoplacista no fue bien servido. No hay una solución obvia, pero en este libro exploramos algunas avenidas para dar respuesta a esto. Y no le sorprenderá al lector que el veredicto sea “las dos a la final”.
La economía de la democracia reciente deja mucho que desear en materia de resultados. El ingreso per cápita promedio de los argentinos creció entre 1983 y 2023, solo un 26%, es decir que se incrementó menos de un 0,6% anual. Y claramente con peor distribución del ingreso. La pobreza aumentó, la informalidad laboral también, factores que hoy ya lucen estructurales. La Argentina no tuvo la peor performance del mundo, pero está en el tercio de peor desempeño, pese a que los mercados emergentes tuvieron rendimientos en general muy buenos. El excepcionalismo argentino otra vez.
La inflación promedio de estos cuarenta años es de 205,9%. Una locura total. La mitad de los años tuvimos más de 26% de inflación. Y en once de esos cuarenta, superamos el 80% anual. En el ínterin, el mundo se abrió y abrazó la globalización, tanto en términos de consumo como en términos productivos. Los países hablan de cadenas globales de producción. Y la discusión en la Argentina parece atrasar décadas. Nuestras exportaciones representan menos de 0,4% del total mundial, un número que viene cayendo de manera consistente. Ahora bien, la Argentina no está desconectada del mundo.
Existen muchas empresas exitosas, hay unicornios, miles de Ph. Ds. argentinos de todas las disciplinas, graduados de las mejores universidades, deportistas que se destacan en el exterior y una clase media que en los últimos años conoció el mundo. Hay muchos más ejemplos.
Todos esos líderes intelectuales o populares con exposición global no influyeron para que una parte importante de la sociedad dejara de lado eso de la restricción externa, el vivir con lo nuestro y eslóganes que van en ese registro.
Durante gran parte de estos cuarenta años los medios jugaron un papel clave y, desde un punto de vista comunicacional, en gran medida la premisa fue que si un candidato no estaba en televisión no existía (o casi). La política, la economía y la sociedad pasan por la pantalla chica. Giovanni Sartori lo llama “videopolítica”. Menem se adaptó perfectamente a ese mundo de televisión. Y Cavallo, como su ministro de Economía fuerte, lo siguió y desarrolló una gran habilidad para hablar a las familias a través de la pantalla.
En los últimos años, se ha ido corriendo la discusión a las redes sociales y esto plantea nuevos desafíos para la comunicación. Internet no solo democratiza la comunicación sino también la información. Conseguir datos del Banco Central o el Indec tarda un click y cualquiera con manejo de datos o un estudiante de economía se puede transformar en un influencer en Twitter, cuestionando las políticas, buenas o malas, que implementan los ministros.
Link: https://www.perfil.com/noticias/domingo/es-la-economia-estupido.phtml