Gran hermano corporativo. El karma de las nuevas oficinas
El profesor del MBA y Executive MBA escribió sobre los cambios en las oficinas en las últimas décadas.
¿Alguna vez pensaron que trabajamos en organizaciones que no duermen? O, mejor dicho, ¿que los que no dormimos somos nosotros? Aquellos que tienen más de 40 años pueden recordar cuando sus padres los llevaban de vacaciones mucho más tiempo del que hoy se toma la gente. La conexión con el mundo era el diario que se leía por la mañana. El resto del tiempo... playa.
Oficinas grandes, espaciosas, admiradas. Entre 1860 y 1920 comenzaron a emerger las bestias colosales que admiramos arquitectónicamente. La tecnología, como siempre, ayudó a que aparecieran estos monstruos que nos acomodarían para trabajar. En 1870, los elevadores nos hicieron subir más alto. Las máquinas de escribir entraron en la oficina y nos encerraron a partir de 1874 (las famosas máquinas Remington). Los teléfonos aparecieron dos años después. Ya tenemos todo para el armado de la oficina moderna y a Nueva York y Chicago como ejemplos del desarrollo de esas oficinas.
La oficina también se adaptó a las jerarquías que iban pululando las organizaciones, donde jefes, managers y vicepresidentes inundaron la vida corporativa. La cercanía que tenían los empleados con sus jefes en las oficinas de mediados del siglo XIX desapareció con las súper estructuras de la organización moderna que puso a los jefes en los pisos de arriba y a la plebe administrativa en la planta baja y en el subsuelo.
La oficina que esperaba a los empleados de otras épocas no era especialmente tentadora para los millennials que buscan un lugar relajado y divertido para trabajar: marcar tarjeta, un reloj en la pared, filas de empleados que trabajaban bajo la atenta mirada de un supervisor psicópata ubicado en un lugar estratégico para poder ver todo lo que pasaba a su alrededor. Una oficina donde la confianza era muy valorada (es sarcasmo).
La gran popularidad de la psicología y sociología luego de la Segunda Guerra Mundial, hizo que los directivos se preguntaran cómo los empleados se comportan en la realidad, en vez de reflexionar sobre cómo deberían comportarse. En estas reflexiones, el espacio de trabajo toma un nuevo envión. Aparecen arquitectos, como Le Corbusier, que sugieren que los edificios, tal cual estaban pensados y diseñados en ese momento, no estaban a la altura de las circunstancias de las necesidades de los empleados. Le debemos al Estilo Internacional fachadas con piel de vidrio para dar lugar a la luz natural. Vidrios y cemento, un estilo que se usaría para demostrar el poderío de las corporaciones.
Promediando la década del ‘50, Peter Drucker acuñó el término “knowledge workers”, trabajadores del conocimiento. Esto es un ascenso de la terminología utilizada hasta el momento que designaba a los empleados administrativos y de oficina como white collar workers (trabajadores de cuello blanco); y, a los que estaban en las fábricas, blue collar workers (trabajadores de cuello azul).
Para Drucker, los knowledge workers estaban siendo centrales para la economía. Eran técnicos y profesionales que controlaban un recurso que para el autor era clave: conocimiento. Para Drucker, esto significaba un cambio radical en la forma de trabajar con estas personas, y la organización debía seguir esta necesidad: menos jerarquías, foco en la performance y apertura a dar mayor participación a la gente, eran importantes. Las oficinas tenían que cambiar.
Quien trajo el cambio en la oficina fue el diseñador Robert Propst quien diseñó lo que se llamó la action office que tuvo dos versiones: en 1964 y en 1967. La action office es más conocida como el cubículo, un espacio de trabajo separado de los colegas para que no puedan espiar, ver, ni husmear lo que uno está haciendo. El cubículo otorgaba privacidad del ambiente que había prevalecido anteriormente en las oficinas donde los escritorios estaban alineados en filas dentro de un espacio abierto. Cuán especiales serían los knowledge workers que era mejor dejarlos encerrados en sus cubículos para que no compartan su bien más preciado: el conocimiento. Rarezas de la ilógica organizacional.
Por supuesto que las ideas de los diseñadores cuando son llevadas a la práctica terminan convirtiéndose en un monstruo estilo Frankenstein. Si bien la implementación en muchos lugares fue un éxito, en otros generó espacios partidos donde la posibilidad de interactuar era nula. No solamente la dificultad de colaboración afectó a los trabajadores del conocimiento, el espacio también se vio afectado. Es que los cubículos se fueron reduciendo con el tiempo. El espacio individual con el que contamos para trabajar hoy en las oficinas es un tercio de lo que era en 1970. Quedamos como peces en el agua en una pecera ínfima. El cubículo, que nació para darnos libertad, se terminó convirtiendo en una cárcel
Cultura dinámica
La cultura y dinámica de las empresas tecnológicas en general y de Silicon Valley en particular se ha ido decantando, de a poco y con diferente éxito, a otras industrias. Pensemos en empresas como Intel y Google. Hace décadas, los fundadores de Intel intentaron generar una cultura igualitaria evitando la separación que existía entre la alta dirección y sus empleados, otorgando acciones para que los trabajadores se comprometieran más con los resultados y el futuro de la empresa. Google implementó ideas luego tomadas por empresas de diferentes sectores: hay que cuidar al empleado otorgando confort en el lugar de trabajo y ofreciendo servicios, como lavandería, peluquería, gimnasio y pueden seguir imaginando lo que quieran.
La idea fundamental es que el empleado esté más focalizado en su trabajo sin preocuparse por los “detalles” de la vida diaria. Te ofrezco un trabajo “combo”: todo en el mismo lugar. El límite entre la vida personal y laboral comenzó a dejar de existir. No más balance de la vida personal y profesional, ahora todo es lo mismo. La idea no es mala. En vez de estar fragmentados en nuestras vidas personales y profesionales, Google quería integrar todos los aspectos en un solo lugar: la oficina. El problema es si no terminamos saliendo de la oficina a un hospital psiquiátrico porque lo que se nos fragmentó es la psiquis.
Entre las ideas modernas que algunas empresas implementaron, están los “encuentros fortuitos” entre personas que trabajan en la misma organización, pero en diferentes lugares a partir de una manipulación arquitectónica. Esto lo inauguró Bell Labs, a mediados del siglo XX en su sede, donde los diferentes edificios estaban conectados por largos corredores. Como resultado de esto, para volver a una oficina o un laboratorio, los matemáticos, físicos, químicos y desarrolladores tenían que cruzarse entre ellos. Esta feliz coincidencia entre personas permitiría el cruce de ideas y mayor interacción de los equipos, además de hacer un poco de ejercicio físico.
Del mundo tecnológico también aprendimos a que los expertos ganan lugar. Como los proyectos requieren rapidez y la competencia es alta, los especialistas van saltando de proyecto en proyecto para poder generar resultados rápidamente. La profesora Lynda Gratton considera que el trabajo en el futuro estará liderado por expertos. Los serial mastery de los que Gratton habla son como el protagonista de la serie Dr. House: expertos en un tema que tienen que colaborar en equipos multidisciplinarios.
Ahora bien, si las organizaciones están pidiendo o pedirán mayor flexibilidad y expertise al profesional para saltar de un proyecto a otro, ¿qué clase de identidad y sentido de pertenencia va a desarrollar? Probablemente, será un compromiso consigo mismo y su futuro profesional.
En las oficinas mandamos mails, vamos al gimnasio, compramos comida, nos cortan el pelo, dormimos la siesta. En casa trabajamos, escribimos reportes y tenemos ideas. ¿Cuál es el punto de tener una oficina entonces?
La razón por la cual nuestros hogares se convirtieron en oficinas es por culpa de internet (además de la pandemia). Los mails, por otra parte, democratizaron la vida de las oficinas: todos podían mandar correos a cualquiera. Incluso podíamos mandarnos alguna macana reenviando al jefe un mail en el que se hablaba mal de él o ella.
El correo electrónico también cerró el gap entre el hogar y el trabajo. Antes del mail, en la época del fax y de los contestadores automáticos, la vida era más apacible, ya que todo se podía dejar para el día siguiente. Pero el correo nos empezó a enloquecer, teníamos la oficina en el maldito teléfono celular, otro adminículo que hizo de nuestra vida profesional y laboral un infierno. Con el celular y los mails empezamos a llevar el trabajo a todos lados. Y luego vino el WhatsApp. La vida ya nunca fue igual.
Conceptos como casual fridays o after office empezaron a cambiar la forma de vestirnos y de socializar. El horario de oficina empezó a estirarse incluso en el horario en el que tendríamos que estar con nuestros amigos. Ahora nuestros “amigos” son los colegas de la oficina, muchos de ellos enemigos acérrimos por la lucha por el poder. Pero nada que tres pintas de cerveza no arreglen.
En definitiva, nos vamos a dormir y al levantarnos vemos el celular, donde encontramos qué proyectos vamos a tener que encarar esta semana y con qué nuevo equipo trabajaremos. Además, habremos visto varios feedbacks de colegas y colaboradores que están pendientes de qué hacemos y cómo lo hacemos. Te levantás y te das cuenta de que te quedaste a dormir en la oficina. Pero a no preocuparse, ahora tienen habitaciones muy cómodas para que no tengas que ir a tu casa. Un gran hermano corporativo.
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