Los fundamentalistas del mercado asedian la democracia
El profesor de las Licenciaturas en Estudios Internacionales y en Ciencia Política y Gobierno escribió sobre las bases económicas de la nueva derecha radical en EEUU.
Gastón González
Como nunca desde hace casi cien años, la extrema derecha con base popular asedia a la democracia. El primer gran llamado de atención en Europa fue en Francia cuando, en 2002, Jean Marie Le Pen, del ultraderechista Frente Nacional, obtuvo el 18 por ciento en el ballotage frente a Jaques Chirac. Hoy, por ejemplo, partidos como Alternativa para Alemania y Vox en España, con grados variables de apelaciones racistas y xenófobas, son jugadores clave en la política, con importante representación parlamentaria, algo impensado hace 15 años en ambos países. En Europa del Este, en la Hungría de Orbán o en Polonia, el discurso de extrema derecha es moneda corriente. Como se sabe, el fenómeno se expandió hasta tomar centralidad política en los dos países más grandes de América, Estados Unidos y Brasil, e incluso en Chile, con presidentes o candidatos competitivos cercanos a la ultraderecha como Trump, Bolsonaro y Kast. El mundo político estuvo en vilo hace poco por el ballotage en Francia entre Emmanuel Macron y Marine Le Pen. Si bien el ex tecnócrata y banquero pudo frenar a la extrema derecha una vez más, la sucesora nada menos que duplicó los votos de su padre 20 años atrás.
¿Cuáles son las bases económicas de la nueva derecha radical? La extrema derecha del siglo XXI parece tener una diferencia central con las del siglo anterior: tiende a ser mucho más pro-mercado. El fascismo de la primera parte del siglo XX era, en general, intervencionista en lo económico y a veces, como en la Alemania nazi, marcadamente keynesiano. En la actualidad, en cambio, especialmente en EEUU, Brasil o Chile, y en grados variables en Europa (en particular Vox en España o Alternativa para Alemania, menos en el caso del Frente Nacional francés) la derecha ultra combina el usual racismo, xenofobia y autoritarismo político con anti-estatismo rampante y una suerte de fundamentalismo de mercado utópico e ingenuo—quizás con la excepción parcial de cierto proteccionismo comercial. En otras palabras, si el fascismo tradicional era marcadamente estatista, pro-expansión de la demanda (promoviendo por ejemplo la industria de armamentos) y hasta (con límites claros) redistributivo hacia las clases populares donde buscaba apoyo, el discurso económico de la extrema derecha contemporánea vive su mundo de contracciones. Por un lado, se adjudica el voto masivo por Trump, LePen o el Brexit a la caída del empleo industrial y los recortes al Estado de Bienestar. Por otro lado, la nueva reacción de ultraderecha suele fustigar el intervencionismo estatal, los impuestos y las políticas de bienestar, justamente instrumentos clave para contrarrestar los procesos de desindustrialización y achicamiento de las prestaciones sociales. En suma, si la economía política del fascismo clásico parece bastante nítida, las bases económicas de la nueva derecha ultra del siglo XXI son más complejas y menos evidentes.
Estados Unidos quizás sea el país desarrollado donde la extrema derecha o “fascismo contemporáneo”, es decir, la combinación de racismo, etno-nacionalismo, autoritarismo político y ultra-liberalismo económico tuvo más impacto, y de hecho encarnó el gobierno de Donald Trump (2016-20). Las recientes matanzas en Buffalo y Uvalde (Texas) donde el supremacismo blanco y el lobby pro-armas cobran un protagonismo central, no hacen más que recordar la actualidad del fenómeno. A diferencia de sus homólogos de Europa donde casi siempre vienen de los márgenes, en EEUU es el principal e histórico partido de centro-derecha, el Partido Republicano, o GOP (por Grand Old Party), el que se vuelca en contra de la democracia liberal y las elecciones limpias (no ya simplemente rechazando concepciones democráticas más inclusivas), y toma un marcado tinte etno-nacionalista. A la vez, abraza un fundamentalismo de mercado extremo, alejado incluso de sus posiciones tradicionales de centro-derecha. El intento de autogolpe vía toma del Congreso y anulación de las elecciones protagonizado por los seguidores de Donald Trump en enero de 2021 fue el momento culmine de una deriva que lleva años. ¿Cómo terminó el partido de Abraham Lincoln fraguando golpes de Estado y consolidando posturas racistas? Existe una economía política de la expansión de la ultraderecha en EEUU que excede largamente la personalidad de Donald Trump.
La ironía de James Madison: los peligros del gobierno de minoría
Estados Unidos parece alumbrar en este siglo la novedad de un bipartidismo con un componente central anti-sistema que, crecientemente, combina en dosis parecidas antiliberalismo político, etno-nacionalismo y fundamentalismo de mercado. En el libro fundante de la organización política estadounidense, El Federalista, James Madison veía en la “tiranía de las mayorías” el principal desafío a la república. De allí el elogio a la fragmentación institucional en el sistema que nacía: la separación de poderes con un Congreso bicameral, una Corte Suprema fuerte, un sistema de Colegio Electoral por estados (y no de mayoría nacional) para elegir el Ejecutivo y un federalismo estricto dificultaban el control del poder político por un mismo grupo.
Paradójicamente, es ese carácter contra-mayoritario de las instituciones de gobierno el que facilitó el ataque a la república liberal, no la “mayoría” que tanto temían Madison y los federalistas. Para empezar, Donald Trump no logró la mayoría del voto popular en 2016, que fue para Hillary Clinton. Solo ganó a partir de su victoria en los estados menos poblados del centro y sur que le dieron más representantes en el Colegio Electoral. Más en general, la fragmentación institucional da una oportunidad de incidencia y veto a la minoría antidemocrática desconocida en el resto de las democracias occidentales. Una nueva legislación en Estados Unidos no solo tiene que pasar dos cámaras legislativas y el veto de una Corte Suprema con amplias facultades, sino que, por la regla del filibuster en el Senado, la mayoría de los proyectos necesitan 60 por ciento de los votos. Dada la distribución desigual de población en estados que eligen dos senadores, en la práctica, según algunos autores, esto le da el veto legislativo al 10 por ciento de la población. Si al peso del poder judicial, las súper mayorías del Senado y el colegio electoral, le sumamos un federalismo muy descentralizado (sin mecanismo automático de compensación impositiva entre estados, como la coparticipación en Argentina), se configura un escenario donde es mucho más fácil defender un status quo desigual que poner en marcha políticas económicas nacionales de bienestar o distribucionistas. Además, este diseño otorga gran poder político a los estados menos urbanos, mayoritariamente blancos y con más población rural, bastiones de la nueva derecha radical. Los conservadores poseen hoy la mayoría de la Corte Suprema a pesar de perder el voto popular en todas las elecciones presidenciales menos una, desde 1988. En definitiva, un sistema donde la minoría veta y muchas veces manda.
Sin embargo, la nueva economía política norteamericana apunta a fenómenos más estructurales, que hunden sus raíces en la historia y que generaron las condiciones para el ascenso de la extrema derecha. Señalo tres: el cambio en la coalición regional conservadora en el siglo XXI, el poder político extremo del capital concentrado y la debilidad, igualmente extrema y paralela, de los sindicatos. Los dos últimos puntos -fortaleza del rol político de los millonarios y debilidad sindical- son especialmente patentes en Estados Unidos en comparación con otras democracias desarrolladas. Veamos cómo estos factores abonaron la radicalización del Partido Republicano.
Vieja y nueva coalición conservadora
Hace casi 30 años, en un artículo clásico I. Katznelson, K. Geiger y D. Kryder identificaban los rasgos esenciales de la coalición conservadora en el sur de los Estados Unidos, que se moldeó bajo el New Deal y en la posguerra, y de su política “seccional” (es decir regionalista) que le permitía alternar alianzas tanto con los demócratas como con los republicanos en Washington. Los Dixie States (Luisiana, Georgia, Alabama, Misisipi, las Carolinas etc), históricamente demócratas pero segregacionistas, apoyaron en el Congreso la coalición nacional del New Deal de Roosevelt en los años 30. Impulsaron un sistema jubilatorio nacional, la expansión de prestaciones sociales y el aumento del gasto federal en infraestructuras, que el sur más atrasado necesitaba como el agua. No obstante, el pacto tácito fue que el New Deal no tocaba los mecanismos de segregación y exclusión política de la minoría negra, aun ante la presión de los demócratas progresistas del norte en contrario. Al mismo tiempo, los estados del sur se alineaban con los republicamos del norte para votar regulaciones que impedían la expansión de un movimiento sindical nacional que hubiera socavado el control del mercado de trabajo por parte de las elites sureñas (y abierto la puerta para una alianza de clase trabajadora interracial), tanto en el sector urbano como en el rural. Así, la coalición conservadora del sur obtenía sus frutos “seccionales”: segregación racial, salarios bajos para competir con el Norte industrial y gasto federal para ampliar infraestructura y sostener los precios de la agricultura.
Esta coalición conservadora se terminó por deshacer en el último cuarto del siglo XX, tanto por razones políticas como económicas. Primero, el giro decidido pro-derechos civiles de los demócratas que tomó el sur desde los años sesenta provocó la gradual migración de los conservadores blancos en esa región al Partido Republicano, hasta ese momento claramente minoritario en el sur. Segundo, la internacionalización económica y las importaciones de China socavaron la estrategia competitiva basada en salarios bajos en el sur, al tiempo que la economía digital y del conocimiento que se consolidaba al inicio del siglo XXI potenció aún más a los centros urbanos y los estados del Pacífico y nueva Inglaterra en el norte. Así, siguiendo a J. Grumbach, J. Hacker y P. Pierson, nace una nueva configuración conservadora, los red states republicanos que, significativamente, toma no solo el sur, sino también el centro del país (Wyoming, Oklahoma, Kansas etc.) y crecientemente, los estados industriales del medio Oeste (el Rust Belt) como Indiana, Wisconsin, Pennsylvania y Ohio (muy golpeados por la desindustrialización y claves en la victoria de Trump). O sea, a diferencia de la anterior, la nueva coalición conservadora está conformadas por estados que a) son perdedores netos de la globalización y en la economía del conocimiento b) pasan consistentemente al bando republicano c) deja de ser “seccional” o regionalista, es decir excede a los estados del sur, conformando un sistema de partidos más estable, nacionalizado y polarizado, sin una región que opere de pívot alternativo entre demócratas y republicanos, como antaño el “sur profundo”.
La pregunta clave es ¿que tienen los republicanos actuales para ofrecer económicamente a los estados que conforman la nueva coalición conservadora? J. Grumbach, J. Hacker y P. Pierson no dudan: muy poco. El GOP, el Grand Old Party republicano contemporáneo, con su fundamentalismo de mercado como marca, su vocación por la baja de impuestos y celo ideológico contra cualquier intervención del gobierno federal no brinda demasiadas respuestas. Los republicanos actuales, a diferencia de la vieja coalición conservadora demócrata-sureña, rechazan el estado nacional fuerte y las inversiones federales en infraestructura y bienestar. No demandan políticas públicas que disminuyan la pobreza, que a la vez es mayor en esos estados (y de hecho las rechazan, como hicieron con la ampliación del programa de salud federal Medicaid en el gobierno de Obama), no obtienen programas federales de capacitación y fomento en la economía del conocimiento. El resultado económico que estos autores muestran es terminante: los estados republicanos del sur y centro, los red states, han ampliado desde el 2000 la brecha económica que los separa con los estados demócratas de las costas pacífica y atlántica. En suma, si la economía industrial del siglo XX achicó la brecha entre los estado pobres y ricos de la unión, la post-industrial la agranda.
Pero entonces, si la nueva coalición conservadora, los red states republicanos, no proveen progreso económico ni bienestar a sus habitantes, ¿qué ofrecen? La respuesta de la nueva economía política en EEUU es clara: etno-nacionalismo. Grumbach et.al. muestran que las apelaciones racistas y nacionalistas han crecido en los estados republicanos a la par de su retraso económico y achicamiento del Estado de Bienestar. El aislamiento geográfico en estados muy rurales potencia emisores ultras como Fox, una de las pocas cadenas de cobertura nacional que llega a esas zonas. A su vez, facilita el rol político de grupos “subsidiarios” del nacionalismo blanco con una base territorial muy extendida, como algunas iglesias evangélicas o la NRA (Asociación Nacional del Rifle), que operan en esta política de la identidad que “mata” al interés económico “racional”.
El GOP nacional y el activismo político del capitalismo concentrado
Desde el vamos, la economía política norteamericana presenta un cuadro ideal para el despliegue del lobby empresario poderoso. En un escenario de fragmentación institucional, con un federalismo muy descentralizado, donde las cortes tienen un peso central en la regulación de la economía, gana el actor que tiene más recursos para operar simultáneamente en todos esos niveles (nacional, subnacional, judicial), y en batallas (muchas veces judiciales) largas. De hecho, la alianza del GOP con la elite del capital es de larga data. Se trata de uno de los pocos casos en las democracias contemporáneas donde la fuerza política que protagoniza el giro a la derecha ultra es, a la vez, el partido de la elite empresarial. Sin embargo, diversos autores señalan como el rol político del empresariado ha crecido exponencialmente en Estados Unidos desde los 2000, afianzando la mezcla de etno-nacionalismo con ultraliberalismo económico.
Primero, sendos fallos de la Corte Suprema, bajo el argumento de la “libertad de expresión”, derogaron límites a las contribuciones monetarias a las campañas electorales tanto de empresas como individuos, dejando virtualmente libre el campo para que corporaciones y billonarios influyan en los candidatos. Segundo, la concentración del capital se acrecentó en varios rubros, especialmente el financiero y tecnológico. En el plano de las finanzas surgieron nuevos jugadores con características distintivas: los asset management funds. Estos fondos administran en forma centralizada activos que operan en diversas carteras de instrumentos financieros. A diferencia de los tradicionales fondos de inversión institucionales, de pensión o los hedge funds más clásicos, los asset management funds a) actúan en un mercado cada vez más concentrado b) suelen adquirir porcentajes de acciones más altos que les dan control sobre la gerencia en una variedad grande de empresas. En 2020, Black Rock, Vanguard y State Street Global, los tres grandes del rubro, concentran más del 20 por ciento de las acciones en promedio de las 500 compañías más grandes de la bolsa. El sector no bancario de Wall Street dejó de ser hace rato el paraíso de accionistas atomizados y minoritarios. El rol político de grandes jugadores como Black Rock, con una agenda ultraliberal de desregulación financiera e interés primordial en la privatización de fondos jubilatorios en el mundo, es cada vez más central. Para dar una muestra, en la crisis del COVID-19 la Reserva Federal contrató directamente a Black Rock para organizar una compra de bonos y activos financieros deprimidos. Además, Black Rock ha incorporado ya, en un caso extremo de puerta giratoria, a tres ex presidentes o vice de Bancos Centrales del mundo, incluido Stanley Fischer de la Reserva Federal. Incluso en el sector las grandes tecnológicas, inicialmente dominados por CEOs “progresistas” hoy tallan empresarios como Jeff Bezos (Amazon) o Elon Musk ( quien está cerca de comprar nada menos que Twitter), que si bien no forman parte de la ultraderecha, son claramente anti-sindicales y pro desregulación radical de mercado.
Finalmente, los años 2000 fueron testigos la explosión de redes de activismo político de empresarios billonarios que, formalmente fuera del Partido Republicano, operan sobre él en diversos niveles. El modelo de este nuevo lobby empresario es la organización de los hermanos Koch, dueños de un gran conglomerado industrial. Precoces impulsores del movimiento libertario en los años 70 (y fundadores del ultraliberal Cato Institute), dejaron los márgenes partidarios para armar una vasta red de think tanks y organizaciones de lobby inter-estadual que orbita en torno al GOP. La más prominente es Americans for Prospertity (AFP), que posee una organización centralizada a nivel nacional pero, a la vez, capítulos en varios estados. Significativamente, AFP no pertenece al partido Republicano. Sin embargo, funciona con plata de los Koch movilizando tanto a nivel de la base (grupos juveniles, granjeros, trabajadores etc), como montando seminarios periódicos con dirigentes del GOP afines y prominentes, y financiando candidaturas ultra-mercado en las primarias republicanas. La campaña de AFP coordinada a nivel inter-estadual contra la ampliación del sistema de salud de Obama (a la que debían adherir los estados) o apoyando a gobernadores y legisladores estaduales republicanos en su cruzada para derogar la negociación colectiva y sindicalización de los trabajadores públicos, fueron muy notorias. Ciertamente, los Koch-AFP no tienen un interés principal en la agenda etno-nacionalista. Sin embargo, como muestran Skocpol y Hertel-Fernández, no vacilan en alimentar alianzas con grupos evangélicos, pro-armas o anti-inmigración extremos en candidaturas electorales en el terreno, si con ello avanzan la agenda ultra-mercado.
El ataque sistemático a una tradición sindical débil
El tercer nodo esencial para entender el avance ultraderechista desde la economía política es el renovado ataque a los sindicatos. EEUU mantiene desde sus orígenes una tradición sindical más débil que en el resto de los países desarrollados. En este marco, la nueva derecha del GOP lanzó en los 2000 una ofensiva impiadosa contra el sindicalismo, especialmente público, ya que el privado venía en retirada desde la presidencia de Reagan—la afiliación en gremios no estatales en EEUU bajó del 35 por ciento en el pico de posguerra al 6 por ciento en 2019. Atizados por redes vinculadas tanto al GOP como la AFP de los billonarios Koch recién mencionada que montaron ambiciosas campañas antisindicales multi-estado, gobernadores republicanos de Wisconsin, Ohio, Indiana y otros impulsaron la derogación del derecho a la negociación colectiva en el sector público, a la vez que dificultaron administrativamente el cobro de cuotas y contribuciones para afiliarse a los sindicatos estatales. Crucialmente, el sindicalismo norteamericano actuó desde los años 30 como un puente vital de integración en las clases populares, construyendo coaliciones multirraciales que respaldaron las luchas por los derechos civiles de los afro-americanos en los años 60, y a la vez contribuyeron a mayores niveles de igualdad social tanto entre clases, como entre grupos raciales. Su caída inevitablemente abre paso y facilita el discurso chauvinista y racista como respuesta al retroceso económico de las clase trabajadora blanca en el post-industrialismo, especialmente en los red states más pobres mencionados arriba. De hecho, estudios empíricos recientes muestran que el peso de los sindicatos reduce el “resentimiento” entre los trabajadores blancos y ayuda a organizar sus demandas en torno beneficios materiales y no “psicológicos” relacionados con el status y la jerarquía, cuestiones que obviamente tiende a explotar la extrema derecha.
La invasión rusa a Ucrania: ¿cambio de tendencia?
El cambio de las coaliciones económicas regionales, el aumento del poder y el intervencionismo político del empresariado cada vez más concentrado y ultraliberal, y la debilidad extrema de los sindicatos (el agente integrador inter-clases populares alrededor de cuestiones materiales, y no culturales, por excelencia del siglo XX) son elementos clave de la economía política para entender el ascenso de la extrema derecha en EEUU y, probablemente, en otros lugares del mundo. De hecho, el apoyo a Marine Le Pen o el Brexit también se da en un contexto de cambio de la matriz de alineamientos regionales, consolidación política del capital financiero y aumento de la fragilidad sindical. La principal diferencia estriba en que, por ahora, las elites económicas europeas no se alinearon con los partidos de extrema derecha como buena parte de sus homólogos con el GOP en Estados Unidos.
De todos modos, la invasión rusa, y la guerra en Ucrania que le siguió, significan, al menos en el corto plazo, un freno a la ultraderecha y aire interno para los partidos centristas y progresistas en Occidente (más allá del pasado y presente colonial de muchas de esas mismas fuerzas democráticas en los países centrales). Efectivamente, Trump, el Frente Nacional francés, o Bolsonaro, por ejemplo, tenían antes de la guerra varias convergencias ideológicas y político-prácticas con Putin: el ataque a la cultura liberal de Occidente, la inquina o desconfianza hacia la OTAN y la Unión Europea, el desprecio por las políticas de género o el mundo LGTB. Trump elogió repetidas veces a Putin, incluso en vísperas de la invasión. De hecho, grupos del entorno del GOP siguen respaldando más o menos abiertamente a Rusia. El columnista ultra de Fox Tucker Carlson, la congresista republicana de extrema derecha de Georgia, Majorie Taylor, o el senador ultra Rand Paul (entre otros) cuestionan más o menos veladamente el apoyo de Biden a Ucrania. El conglomerado económico de los Koch, nuevo actor clave en la política republicana ultra según vimos más arriba, se negó a suspender los negocios en Rusia, y sus voceros ponen en duda que el interés primordial de EEUU sea respaldar a Ucrania. De todos modos, figuras clave del GOP, que se negaron a romper con Trump después del intento de autogolpe de enero de 2021, como los líderes del Senado, Mitch McConnell, y de la Cámara de Representantes, Kevin McCarthy, condenaron la invasión y al mismo Putin. En el caso de Marine Le Pen, su cercanía con el autócrata ruso quizás le costó la elección. Lo cierto es que, a partir de la guerra en Ucrania, la cuestión Putin se convirtió claramente en un obstáculo para parte de la ultraderecha moderna en Occidente. Resta ver si se trata de un fenómeno pasajero, o marca un cambio de tendencia que signifique el fortalecimiento de las fuerzas democráticas.