Más Universidades no siempre suman
El profesor de las Especializaciones y Maestrías en Educación opinó sobre las condiciones necesarias para la apertura de nuevas universidades en distintas regiones del país.
Ilustración: Daniel Roldán
En la Europa de principios del siglo XII, ciertas de las más prestigiosas “escuelas precursoras”, entre otras cuestiones nacidas como producto de la expansión geográfica y económica de Occidente, se convierten en las denominadas “studium generale”.
En Montpellier, por ejemplo, de manera espontánea algunas de estas últimas se transforman en instituciones de medicina bajo una organización similar a las actuales universidades. Otras, las clasificadas como “fundadas” o no espontáneas, según nos cuenta el medievalista Jacques Verger, tuvieron como origen la necesidad de llevar saber y conocimiento a regiones con poca o ninguna tradición escolar.
Así, en el sur de Italia, la Universidad de Nápoles, fundada en 1224, es resultado de las políticas promovidas por Federico II, Emperador del Sacro Imperio y Rey de Sicilia, con el fin de formar a funcionarios de su reino.
Más contemporáneamente y situándonos en la América Latina poscolonial, se impone una universidad pública de características napoleónicas. Entre sus objetivos, se busca construir y cimentar una verdadera identidad nacional.
Más allá de que en sus orígenes la creación de una institución de educación superior significaba prestigio y ganancia para la ciudad elegida, también una nueva apertura se gestaba a partir de ideas claras y precisas según las necesidades amplias de la región y su época.
Actualmente, existen en el Congreso cuatro proyectos de apertura de nuevas universidades nacionales en el conurbano bonaerense. Puntualmente en Pilar, Cañuelas, Saladillo y en la zona del Delta (San Fernando, Tigre y Escobar), con la idea de que sean aprobados durante el año.
En este punto, la pregunta que como país debería interpelarnos es si sumando universidades a las actuales, se resuelven los problemas que en teoría dichas aperturas vendrían a solucionar. En definitiva, si los beneficios privados y sociales son mayores que los costos de nuevas inauguraciones pero fundamentalmente, si existen alternativas superadoras.
Uno de los principales problemas que mantiene suspendida a la Argentina en el tiempo desde hace más de una década, es que carece de un modelo de desarrollo. Es más, desde que destruimos el aparato científico, producto del quinto golpe de Estado que se convirtió en Dictadura en 1966, sumado a que la especulación financiera -surgida principalmente a mediados de los 1970 y aún viva- le ganó la apuesta a la economía de lo real, el país ingresó en un círculo vicioso y confuso.
Tanto nos hemos desviado del objetivo de ser serios y estables, que Franz Kafka nos “ha ayudado” a reflexionar haciéndonos ver que, “...la confusión (en la que estamos), nos impide saber de qué nos estamos desviando”.
Así, sin políticas que nos den un norte a partir de las ventajas competitivas que ofrecen nuestros recursos humanos y naturales, tomando en cuenta la amplia red de instituciones de educación superior con la que contamos, más el estado actual de la tecnología, la apertura de nuevas universidades será solo un parche para curar heridas que no sanarán.
Dado el contexto tecnológico, si la meta es incluir al mundo universitario a estudiantes de bajos recursos, algo que con razón pregonan quienes impulsan la apertura de más instituciones, la utilización de la educación en-línea, principalmente durante los primeros años de estudio que deriven en títulos intermedios, resulta un vehículo eficiente, principalmente si es utilizada de manera sincrónica.
Muchos de los actuales institutos terciarios no-universitarios, los que se hayan distribuidos de manera homogénea en la totalidad del país y se cuentan de a cientos, podrían, sin perder su condición, convertirse en sedes de las actuales universidades.
Bastaría proveerlos de equipamiento en línea y conectividad acorde. Esta estrategia de expansión podría sumar un mayor número de estudiantes de los sectores más vulnerables que los que promete la simple apertura de una universidad.
El objetivo es desplegar un sistema dinámico, integrado e inclusivo haciendo uso de los recursos que tenemos a mano y que se encuentran subutilizados. Asimismo, se presenta como una alternativa menos onerosa para un Estado que, dados sus recurrentes déficits fiscales, consecuencia de sus delirios de pensar que todo lo puede, ha desfinanciado la educación.
Ahora, un plan de acción no debe quedar solo en lo inclusivo sino asimismo debe pensar al país como un todo estratégico. La apertura de una nueva universidad, como era justificada ya en la antigua Europa medieval, debe regirse por los principios de prestigio y ganancia.
Se debería entonces contemplar la creación de un grupo de instituciones de clase mundial, una en cada una de las ocho regiones en las que en principio se divide el país.
Las mismas deberían ser financiadas fuertemente por el Estado y complementadas con fondos privados que atiendan las necesidades sociales y productivas de la región con mirada público-privada.
El objetivo, transformarse en centros de atracción local y regional donde se forme la élite intelectual, política, empresarial y científica. Necesitamos incrementar el stock de capital humano tanto en lo referente a su calidad ética como a los saberes académicos.
Se trata de dar respuesta, con mirada local e internacional, a las ventajas comparativas de cada una de las regiones que hoy se encuentran sin ser explotadas.
Estas universidades de bandera deberán ser gratuitas y selectivas en el ingreso, tanto en lo relativo al alumnado como en lo concerniente a su cuerpo de profesores e investigadores.
En definitiva, sí necesitamos más universidades, pero no las que se piensan con la sonrisa política que busca el aplauso fácil sino aquellas en las que se delibera con la seriedad profunda que implica planificar, gobernar y administrar un país.
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