Roberto Gargarella: “Los ciudadanos del mundo nos sentimos empoderados, con derecho a reclamar”
El profesor de la Escuela de Derecho fue entrevistado sobre las tensiones que en América Latina se registran entre la ciudadanía y el poder político.
Roberto Gargarella dice que las constituciones siempre plantean desafíos en su interpretación. Foto: Constanza Niscovolos
América Latina atraviesa una etapa en la que la democracia y sus instituciones son exigidas y cuestionadas por sus ciudadanos. Las demandas de inclusión, igualdad, distribución, goce de derechos básicos han sido las protagonistas de las protestas de 2019 en varios países de América Latina. Muchas personas sienten que el poder político está en manos de unas pocas personas y que los mecanismos de control y queja democráticos no son suficientes para elevar sus protestas y producir cambios en la sociedad. Roberto Gargarella acaba de publicar La derrota del derecho en América Latina (Siglo XXI) un libro que interroga el papel de las constituciones en las sociedades latinoamericanas y que analiza las posibilidades que deja el juego democrático para el ejercicio pleno de los derechos. Estas cuestiones analizó en esta entrevista.
–¿Qué te llevó a la conclusión de que el derecho en América Latina ha sido derrotado?
–Creo que en el corazón del constitucionalismo -y del constitucionalismo latinoamericano- hay dos grandes promesas. Una es lo que yo llamaría el autogobierno colectivo, presente desde la independencia, y, la otra, una autonomía individual en términos de libertades. Las dictaduras, o los gobiernos conservadores del siglo XIX eran gobiernos de imposición religiosa, en términos individuales, y de proscripción política, de elitismo político, en términos colectivos. La Constitución Argentina de 1853, es la que surge de ese pacto liberal-conservador de entonces. Expresa esas ambigüedades: el artículo 14 habla de libertad religiosa y el artículo 2 de un estado alineado con un culto religioso. El artículo 19 dice que las acciones privadas de las personas van a respetarse, es el sueño de John Stuart Mill: mientras yo no dañe a otros, me van a respetar siempre. Es el sistema liberal de los checks and balances (control y equilibrios), y su negación que es un presidente fuerte: la concentración del poder. El constitucionalismo latinoamericano, como otros, acompañó esas frustraciones y en buena medida merece ser leído como un producto finalmente de las fuertes desigualdades que tenemos desde el momento de la independencia, la concentración de poder que nuestras constituciones instituyen es expresión constitucional de las desigualdades que se dan en términos económicos, sociales, y también en términos constitucionales. ¿Las constituciones son el eje del mal? Han ayudado en muchos sentidos, pero también han generado expectativas, a través de promesas muy importantes que han contribuido a frustrar.
"La Constitución no puede ser más enfática en cuanto que no quiere ni legislación delegada ni decretos de necesidad y urgencia", sostiene Roberto Gargarella. Foto: Constanza Niscovolos
–¿Cómo evaluás esta “derrota del derecho” en el contexto de Covid que estamos todavía viviendo aquí y en gran parte del mundo?
–El Covid expresó de un modo muy llamativo, el viejo tipo de problemas. Yo me enojé jurídicamente desde el comienzo porque sentí que se tramitaba un problema enorme de los peores modos. Primero, las urgencias no requieren acciones a tontas y a locas, sino por el contrario. Hay que aferrarse a los procedimientos más estrictos. Es decir, cuando estamos en situaciones de crisis lo que necesitamos es ajustarnos a los viejos procedimientos. Hay una anécdota del profesor Stephen Holmes muy ilustrativa al respecto. Su hija sufrió un tremendo accidente que le permitió reflexionar sobre la concentración de poder en Estados Unidos. Ella se cae de un segundo piso, a continuación fue rodeada de gente desesperadaque le gritaba a los médicos “acción, acción”. Los médicos se aferraron a protocolos super estrictos, que le salvaron la vida a su hija. La urgencia no requiere acción a tontas y locas, sí procedimientos. Y en términos constitucionales eso requiere especialmente de una conversación entre iguales y no de: “como estamos en la excepción, decido yo solo, o decido yo solo y mis cinco amigos epidemiólogos”. Pero no es por una cuestión política, ni por una cuestión de estar en contra de los epidemiólogos, sino porque lo que vemos, con el tiempo, es que esto genera problemas psicológicos, jurídicos: ¿cómo es que vos podés restringir derechos como se te ocurra, bajo la consulta con cinco médicos, si no entienden nada de lo que significa limitar un derecho? Y dicen: “Hay que estar encerrado en la casa y lavarse las manos”. Pero ese consejo a lo mejor tenía sentido en Europa, pero no en América Latina donde un montón de gente vive hacinada, donde no tiene acceso al agua... En la urgencia es cuando más necesitás atenerte a procedimientos, y conversaciones con quienes piensan distinto. Tenés que tener una diversidad de voces. Está muy mal también jurídicamente. La Constitución no puede ser más enfática en cuanto que no quiere ni legislación delegada ni decretos de necesidad y urgencia.
Bandera un edificio de Barrancas Belgrano con el pedido: "Quedate en casa". Foto: Juano Tesone
–¿Y qué pasa con la idea de representación política? Luego de las restauraciones democráticas en todo el continente ese derecho empieza a oxidarse...
–En las democracias representativas tenemos institucionalmente la chance de decir algo y de escoger a gente que tiene más que ver con uno y que si no nos gusta, tenemos alguna herramienta para decirles que algo está mal. Pongo el foco en la existencia de problemas estructurales en la representación, presentes en América Latina como están presentes en buena medida en todo Occidente. Instrumentos que estaban pensados sensatamente, para otro tipo de sociedades, que estaban divididas en pocos grupos, internamente homogéneos. Era para sociedades divididas en dos o tres cuatro grupos. Por ejemplo: mercaderes y agricultores, propietarios grandes y pequeños propietarios, artesanos y comerciantes, ricos y pobres, endeudados y acreedores. Estaban todos representados. Ese sueño se terminó: las sociedades están divididas en infinidad de grupos, que además son heterogéneos. No basta con tener dos representantes indígenas, cuatro mujeres, todas las minorías porque cada uno de esos grupos, además, está dividido internamente. Lo mismo con los obreros, el partido de los obreros, y el partido laborista, pero hoy ¿quién se diría “yo soy obrero”? No, esa persona puede ser obrero, vegano, gay, pacifista o antifascista o fascista, mil cosas al mismo tiempo, entonces no hay una faceta de su personalidad que lo defina. O sea, el viejo sueño de la representación murió.
–¿Y la idea del control ciudadano?
–La línea de los controles se rompió mucho porque ya se sabía desde el minuto uno, que los controles se iban a poner sobre todo en los mecanismos de controles internos. El checks and balances es eso, los controles de una rama a la otra. Y, desde afuera, iba a quedar básicamente un puente, que era el voto. Y entonces es eso, se sabía que eso implicaba un riesgo de que lo que podían hacer los ciudadanos de afuera era muy débil. Entonces estaba ese riesgo de que ese hilo se terminara rompiendo y que la clase dirigente empezara a pactar entre sí.
–¿En este contexto escéptico, qué función cumple el voto?
–Ese único medio de control que es el voto perdió fuerza. Se lo concebía acompañado por otra serie de instrumentos. Es decir, que la ciudadanía tenía que tener muchos puentes con sus representantes, instrucciones obligatorias, mandatos, revocatoria de mandatos, entonces no es que te iba mal con el voto y terminaba todo, tenías otros instrumentos a los que apelar desde afuera. Quedó solamente el voto que, entonces, en la soledad ya empezó a cargar sobre sus espaldas con una tarea que antes era compartida, la práctica ha hecho que perdiera muchísima fuerza. ¿Por qué? Porque con ese solo instrumento que vos usas cada dos años, o cada cuatro años o cada seis años, vos tenés una tarea imposible. Tenés que evaluar todo lo que pasó, predecir lo que va a venir, evaluar las políticas pasadas y los políticos pasados todos. En la última elección en la Argentina, mucha gente decía: “quiero un fuerte cambio de rumbo económico y quiero que no vuelvan a robar”. “Ah no, tenés un sólo voto, qué vas a decir?”. “Quiero las dos cosas, fuerte cambio económico y que no roben más”. “No, tenés una sola cosa”. “Bueno, cambio económico”. Y entonces dicen: “Ah, miren a los argentinos, no les interesa la corrupción, premian a los viejos corruptos”. Eso es lo que yo llamo la extorsión democrática. Te dejan en una situación muy difícil, porque normalmente para defender lo que te interesa tenés que terminar suscribiendo lo que repudiás. Es lo normal, entonces no tenés alternativa, querés votar contra el establishment estadounidense, pero tenés miedo de Trump, bueno, qué querés, ¿contra el establishment o los miedos? “Bueno, qué se yo, contra el establishment”. “Ah, te gusta Trump, ustedes los norteamericanos están locos”.
Alberto Fernández, acompañado de su pareja Fabiola Yañez, acude a votar en Puerto Madero el 27 de octubre de 2019. Foto: EFE/Enrique García Medina
–Cuando te referís al poder judicial, hacés referencia a esa concepción elitista que la ha atravesado. ¿Cómo y por qué se mantiene en distintas geografías y a lo largo de tanto tiempo?
–En relación con la cuestión judicial, eso se hace más notable porque hay al menos dos grandes divisiones entre quienes piensan que la escisión justa, imparcial es el resultado de una discusión colectiva, de un proceso colectivo. Habermas piensa que la imparcialidad tiene que existir como un proceso de reflexión colectiva. Y lo que se pensaba en los orígenes era lo opuesto: la imparcialidad no tiene que ver con un proceso colectivo, tiene que ver con un proceso de reflexión individual de los pocos que están mejor informados o educados. El presidente estadounidense James Madison (1751-1836) decía explícitamente sobre el Poder Judicial: “tranquilos porque el poder judicial va a ser imparcial, va a estar tan separado de la ciudadanía que no va a poder participar de sus preferencias, sus demandas, la idea de independencia judicial estaba muy lejos de la ciudadanía. La imparcialidad era eso, lejanía de la ciudadanía. Siempre en Madison hay esas notas de, yo diría, enorme sensatez, pero, también está permanentemente ese rasgo elitista. Cuando él piensa en la representación dice lo mismo, no defendía la representación como un segundo mejor, sino como el mejor sistema, y por qué, y esto lo cito medio de memoria: “el representante escogido en una elección tiene más chances de reconocer cuál es el bien para el pueblo que el pueblo mismo convocado por ese fin”. Entonces es mejor la representación, en términos de conocer lo que debe hacerse. Y en términos judiciales, es mucho más fuerte. Ellos escribieron en un momento elitista y hoy, yo diría, es el momento democrático de la historia. Los ciudadanos del mundo nos sentimos empoderados, con derecho a reclamar. Decimos: “esto es nuestro, soy yo el que manda, usted qué hace, usted quién es, obedézcame”. La ruptura que uno nota en todo el mundo, en España, Estados Unidos, Francia, Hungría, Polonia, acá, Brasil, tiene que ver con eso, con la idea de “somos nosotros los mandantes, ustedes quiénes son?”
–¿Es esperable que la letra de la Constitución sea materia de interpretación o sería mejor para el ciudadano que fuera aplicable en infinidad de casos?
Manifestantes frente al Congreso de la Nación a favor de la despenalización del aborto. La Cámara de Diputados aprobó el proyecto que pasa ahora al Senado. Foto: Juan Manuel Foglia
–Ese es un tema para mí favorito. Como las constituciones no quieren dar una respuesta a todos los problemas, lo que hacen es comprometerse con ciertas ideas básicas, valores, la idea de libertad e igualdad, la libertad de expresión. Entonces muchos preguntan: “¿Qué hacemos con la pornografía, el discurso de odio, las amenazas, los insultos, el discurso racista?”. La Constitución se refiere a grandes principios y está bien que una constitución no se ponga a resolver todos los problemas porque hay infinidad de soluciones. Los problemas interpretativos forman parte de lo normal en la vida constitucional, deben ser resueltos. En el caso del aborto, por ejemplo, hay un montón de colegas que defienden una posición u otra y argumentan como si la Constitución tuviera escondido adentro del texto la respuesta de todo, también sobre el aborto. La Constitución es esencialmente una caja de herramientas que nos da las condiciones, los procedimientos para resolver los problemas sustantivos.
–¿Qué pasa con la “sociedad excluida”? ¿En qué medida sufre esta crisis del derecho o de las instituciones?
–Con el paso del tiempo la clase dirigente pierde capacidad de representación y la ciudadanía pierde capacidad de control. Con lo cual lo que se da es lo que yo llamo una paulatina autonomización de la clase dirigente. Ya no es más controlada. Tenés un poder enorme cuando estás en un sector del gobierno. Te encontrás con que tenés acceso a privilegios, ventajas y las posibilidades de que te controlen son muy bajas. En consecuencia, los ciudadanos quedan como espectadores preguntando qué es esto. Así pasó en Perú, semanas atrás: una ciudadanía espectadora de algo bochornoso. Y están ahí repartiéndose cargos. Y ese espectáculo uno lo puede ver muy de cerca, y decir “qué pena Latinoamérica”. Pero, en todo Occidente vemos un sistema corroído hasta la putrefacción. Y eso, no tiene que ver solamente con falta de virtud personal del gobernante, sino con hechos estructurales que van desde la desigualdad económica a un sistema jurídico constitucional que termina por fracasar como fracasa la economía en asegurar una sociedad igualitaria. El derecho también ha fracasado en esa relación con un mundo más igualitario, con la promesa más igualitaria.
–¿Qué formas toma hoy la figura del Golpe de Estado? Vos citás los conceptos de Guillermo O’Donnell de “muerte lenta” y “muerte a través de mil cortes”...
–Creo que con los casos de Trump, que vino de la mano de lo que pasaba en Brasil y lo que pasaba con Viktor Orbán, en Hungría, empezó a tematizarse esta cuestión de la muerte lenta, que es como el presidente poderoso que empieza a aflojar las tuercas del control desde adentro. Ninguna de esas movidas de tuercas mata al sistema, pero son todos movimientos legales: “ah, hoy no te nombro al procurador, ah, mañana demoro la designación del defensor del pueblo, pasado te cambio el modo de elección”. Entonces vas aflojando los controles desde adentro y un día te encontrás con que mirás para atrás y tenés un monstruo. Entonces la academia anglosajona empezó a tematizar algo que, en verdad en América Latina era un fenómeno muy conocido. Que se expresó en el siglo XX de modos más violentos con golpes de estado y hoy se expresa de otros modos, pero el fenómeno ese que es lo que se llama la erosión democrática, Adam Przeworki habla del backlash (retroceso) democrático y Tom Ginsburg se refiere a una erosión. Ese socavamiento, hoy se da de modos menos notables y menos agresivos: poco a poco. La esencia del fenómeno es la misma, que es una base de desigualdad y una distribución de poder muy desigual en donde el que está en la posición dominante hace todo lo posible para preservarse e impedir que lo remplacen. Y, además, tiene muchas herramientas a su disposición para lograrlo.
Pobladores de Santiago (Chile), protestan por falta de alimentos durante el Estado de Excepción Constitucional de Catástrofe decretado por el Presidente Sebastián Piñera, para prevenir la propagación del Coronavirus en Chile. Foto: EFE/Sebastián Silva
–¿En este contexto, cómo ves la situación institucional argentina?
–Lo que le diría a la dirigencia en general, a la de este gobierno y la del gobierno anterior, es que vayan con cuidado. Pasó y pasa en Chile, pasó y pasa en Colombia, pasó y pasa en Perú: la ciudadanía está cansada y se siente empoderada democráticamente, tiene un enorme disgusto e insatisfacción. Las cosas que ocurren no son gratuitas en términos de legitimidad política y democrática. Hay un hartazgo extraordinario. Pensar que uno puede seguir aprovechando esa situación de desvínculo, de autonomía, de uso de los privilegios discrecionalmente, porque total, quién nos va a agarrar es un error. Se ve en todo el resto de América Latina y no hay ninguna razón para pensar que los enojos sociales, colectivos que se dan en el resto del continente no vayan a darse acá. Porque es eso, esa combinación de un momento democrático muy fuerte, que está llamado a durar, y un sistema institucional más estrecho que nunca. En el libro uso la imagen del sistema institucional como un traje estrecho, que se pensó para una sociedad que desbordó al sistema institucional por todos lados. Hay que ir con cuidado, porque hay una combinación peligrosísima de un sistema institucional incapacitado, estrecho, limitado, y una ciudadanía democráticamente empoderada que desborda.