Un país sin constitución económica
"Las democracias se sostienen en dos constituciones: una política, garante de libertades, y una económica, que con un fisco sustentable debe impulsar la primera, para dar mayores niveles de igualdad. En Argentina, esa segunda "carta magna" carece de pactos y gira en el vacío", apunta el profesor emérito de la Di Tella.
Sin desmerecer a Cicerón, cabe preguntarse hasta cuando esta suma de turbulencias económicas seguirá abusando de nuestra paciencia. Se dice con razón que la Argentina carga un pasado inflacionario; no se dice, con énfasis parecido, que ese pasado viene tragándose, desde aproximadamente setenta años, cuanto plan de estabilización se haya ensayado con mayor o menor maestría técnica.
Este proceso es circular. A la inflación sucede la estabilización y ésta, a su turno, sucumbe para sepultarnos de nuevo en el escenario que se pretendía dejar atrás. Esta malsana historia revela una de las dimensiones de la frágil legitimidad, unida a la desconfianza cívica, que nos agobia desde hace tantos años. La misma privación de legitimidad que sufre la Justicia envuelve también el desenvolvimiento de la economía.
El fenómeno de la inflación durante el último siglo es conocido; pero mientras otros países como Bolivia y Perú, que tuvieron hiperinflaciones superiores a la nuestra (1.470% anual contra 11.750% y 3.564%, respectivamente) han logrado superar esas malformaciones, nosotros soportamos una inflación sólo aventajada en la región por el desbarajuste venezolano. Ni hablar de Chile y Uruguay, que habiendo sido inflacionarios, disfrutan asimismo del crecimiento sin ese flagelo.
Estos países entendieron que las democracias descansan sobre dos constituciones: la constitución política y la constitución económica. La primera es la constitución de las libertades públicas, de los derechos y garantías, y de la soberanía del pueblo que se expresa en comicios transparentes. Estos son sus símbolos que, al cabo de más de treinta años, están ahora arraigados entre nosotros.
Otro es el concepto de constitución económica. Si para la primera el derecho a elegir las autoridades es primordial, para la segunda el valor de la moneda y un régimen fiscal sustentable revisten una importancia análoga. Por consiguiente, la constitución económica es el resorte para que nuestra constitución política, que en su normativa pretende alcanzar mayores niveles de igualdad, disponga de los medios necesarios para tales fines.
Cuando comparamos esta aspiración con el paisaje social, el efecto es desolador: una sociedad dominada por conflictos distributivos que ha acentuado la pobreza y la indigencia.
Sobrevivimos sin moneda y sin un régimen fiscal capaz de sustentar un gasto público que, entre 2003 y 2016 aumentó un 72% en las provincias y un 61% en el orden nacional. ¿Por qué esta fractura?
En el plano político, el pueblo es el sujeto de la soberanía; en el plano económico, en cambio, el soberano es la moneda, en tanto único instrumento de valor para adquirir propiedad, firmar contratos y contraer obligaciones, invertir, cobrar retribuciones y salarios, y acceder al crédito y al ahorro.
Los años de inflación —en línea con Hugo Quiroga— han destruido esta soberanía de resultas de lo cual, según Ricardo Arriazu, más del 75% de los activos argentinos están denominados en dólares, a la propiedad no se accede sin esa moneda, y ésta es el refugio preferido del ahorro en el extranjero, en el colchón, en cuentas en dólares y en las cajas de seguridad. Después de los Estados Unidos, la Argentina es el país donde circula la mayor cantidad de dólares físicos.
Al escindir de esta manera la soberanía monetaria, se abre el panorama de un mundo básicamente injusto que divide la sociedad entre quienes tienen acceso al dólar como valor de reserva y los que carecen de esta oportunidad y viven a la intemperie con una moneda nacional permanentemente devaluada.
Estas carencias han dado origen a una ciudadanía también escindida, donde los incorporados a las transacciones y ahorro en dólares coexisten con excluidos y marginales.
La soberanía monetaria es tributaria de la fortaleza fiscal, el otro emblema de la constitución económica. Una cuestión tan relevante como la anterior. ¿Qué se puede esperar de un régimen fiscal que para sostenerse parece condenado a emitir papel moneda o a captar deuda externa? Ambos recursos estallaron durante este largo bienio: uno, en sordina, al momento de la derrota de CFK en 2015; el otro, en estos días de mayo.
En sus tres niveles, nacional, provincial y municipal, el Estado no puede seguir dependiendo de un régimen que atiende mucho más a los impuestos indirectos que a los impuestos directos de carácter personal y progresivo. Estos últimos, inspirados en valores igualitarios, conforman lo que he llamado ciudadanía fiscal y contrastan con esa maraña impositiva que, para colmo, financia el clientelismo y abre paso a la corrupción.
En vista de esta declinación, todos reclaman cambios indispensables, pero éstos no podrán acontecer sin el genio de la legitimidad y la confianza. No hay pues constitución posible sin un pacto que la sostenga. Aunque imperfecto, la constitución política ya lo tiene. La constitución económica, al contrario, gira en el vacío; depende de planes de gobiernos encerrados en su propio círculo que terminan siendo derrotados por el mismo Estado que se quiso reformar.
La oposición contribuye a esta cadena de desaciertos. Bolivia, Uruguay y Chile nos muestran que una constitución económica reclama un consentimiento amplio, tácito o expreso, con respecto a las variables básicas de la macroeconomía: defender la moneda, impedir el descontrol presupuestario, expandir la ciudadanía fiscal.
Este consenso respalda políticas que se dicen populistas, de centro izquierda o de centro derecha. Las tres entienden lo esencial, como escuché de Julio María Sanguinetti y Felipe González: que la macroeconomía no es de derecha o de izquierda; que simplemente es.
Con ella no se juega y se la debe respetar para no coexistir agónicamente por encima de lo que producimos. Es más: este consenso macroeconómico es la condición necesaria para ir resolviendo nuestro acuciante conflicto distributivo.
Tal vez estas cosas deberían ser asumidas por gobiernos y oposiciones proclives a desgarrarse mutuamente.
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