La lenta agonía de la democracia argentina
La muerte del fiscal Nisman debería sacudir profundamente a la sociedad argentina, puesto que marca un punto de inflexión político-institucional que da cuenta del peligrosísimo avance del deterioro institucional que está experimentando nuestra aún frágil democracia. El deterioro se expresa en un significativo debilitamiento de lo que fue uno de los principales anhelos de la etapa de democratización: la construcción de un Estado de Derecho democrático que establezca un nunca más con respecto a la existencia de comportamientos discrecionales por parte de las autoridades e instituciones del Estado.
A pesar de la presencia que el discurso de derechos humanos tuvo en años recientes, esta agenda ha sido socavada por los comportamientos y decisiones que tuvieron lugar en las administraciones kirchneristas. Luego de un inicial amago por parte de la administración de Néstor Kirchner de promover una agenda de lucha anticorrupción y fortalecimiento institucional, y que afortunadamente nos legó una Corte Suprema independiente, hemos sido testigos de una preocupante cooptación política de los organismos de control y de un notable acotamiento de la ambiciosa agenda de derechos humanos que sirvió de fuente de legitimidad de la actual democracia argentina. De esta manera, esta última quedó confinada a cuestiones que no implicarán un desafío a la discrecionalidad del poder gubernamental. Los avances en la agenda de derechos humanos que indudablemente hubo en esta larga década implicaron ya sea la expansión de derechos civiles y garantías constitucionales que no afectan el núcleo duro de ejercicio del poder político o la reapertura de juicios por crímenes cometidos por parte de funcionarios estatales en el pasado dictatorial.
A diferencia de la política de Estado emprendida por Raúl Alfonsín, que suponía confrontar con un factor del poder como lo eran en ese momento las Fuerzas Armadas, la política de derechos humanos del kirchnerismo simplemente hizo leña del árbol caído, juzgando a personajes que, por más siniestros que fueran, no representaban ya un factor de poder relevante, como sí lo son los servicios de inteligencia, los sectores corruptos dentro de las fuerzas de seguridad o las diversas mafias que lentamente están colonizando importantes sectores del Estado argentino.
No solamente no se emprendió una reestructuración democrática de esas instituciones, sino que fueron utilizadas por parte de las autoridades para realizar, como en la dictadura, espionaje interno, actividad que no está ya apañada por los lineamientos de la doctrina de seguridad nacional, sino por un más prosaico interés de asegurar la lealtad de ciertos funcionarios o de monitorear las actividades de movimientos y políticos opositores.
Es imperativo retomar la senda decidida por la sociedad argentina con el Nunca Más. Las amenazas al Estado de Derecho en la actualidad difieren en parte de aquellas que una naciente democracia enfrentaba en las postrimerías de una feroz dictadura. Pero sus lineamientos deben de ser los mismos: sólo un sólido Estado de Derecho podrá garantizar los derechos humanos de sus habitantes.
Queda por tanto para las futuras autoridades electas y para la sociedad argentina en su conjunto la obligación moral de retomar esas banderas que suponen, antes que nada, la reconstrucción de los organismos de control estatal existentes, así como la creación de nuevas agencias que pueden confrontar efectivamente nuevos desafíos, como los que presenta la actual expansión de diversas formas de criminalidad.
Estos mecanismos son los únicos antídotos con los que cuenta un régimen democrático para fortalecer las instituciones del Estado frente a las amenazas presentes que se ciernen sobre él mismo.
(*) Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador del Conicet
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