Sombras del pasado, hoy
Álvaro Bretal escribe sobre los cortometrajes realizados por Julieta Amalric, Humberto Gonzalez Bustillo, Marilina Giménez y Malen Otaño a partir de películas argentinas conservadas por el Museo del Cine Pablo Ducrós Hicken - Jornadas de cine-ensayo 2022
El found footage, práctica basada en la intervención sobre material filmado previamente, es una de las actividades impulsadas desde hace varios años por el Museo del Cine “Pablo Ducrós Hicken”. La posibilidad de establecer un diálogo creativo con películas argentinas de distintas épocas permite renovar el interés por la historia del cine nacional, a partir de la práctica y la actividad cinematográfica. En esta oportunidad, se exhibieron cuatro cortometrajes realizados por ex alumnos del Programa de Cine del Departamento de Arte de la Universidad Torcuato Di Tella a partir de material disponible en el Museo. Las películas trabajadas abarcan un período de veinticinco años, desde mediados de la década del 10, cuando se realizaron los primeros largometrajes de ficción en Argentina, hasta fines de la década del 30, años particularmente fértiles del período de los grandes estudios.
Los cuatro cortos se construyen a partir de recortes, zooms, ralentizaciones, desvíos de las imágenes originales que permiten imaginar otras películas posibles. En cada caso, una búsqueda estética y una preocupación política impulsan la ruptura con el film original; distanciamientos arraigados en el presente que, en sus momentos más notables, potencian la riqueza del material de base. Resulta clave, para descubrir lo que tienen de común y disímil, abordar cada trabajo en su particularidad.
Amalia, dirigida por Julieta Amalric, parte de la película del mismo nombre dirigida por Enrique García Velloso (1914) y basada en la novela de José Mármol. Considerada el primer largometraje de ficción de la historia del cine argentino, Amalia contó en su equipo de realización con algunos de los pioneros del cine local: Eugenio Py fue el encargado de la fotografía, la producción fue responsabilidad de Max Glücksmann. Como señala Fernando Martín Peña en Cien años de cine argentino, el film de García Velloso se estrenó originalmente en una copia virada a diversos colores. Se trata, de hecho, de la única película del conjunto que cuenta con esta particularidad. Uno de los aspectos más notables del corto de Amalric es su aprovechamiento de la multiplicidad de colores: la primera imagen que vemos, verde intensa, es de un hombre acercándose en caballo hacia la cámara. En pocos segundos nos movemos del verde al lila; el rostro de una mujer sonriente se descubre poco a poco superpuesto al plano del hombre cabalgando. Más adelante, a partir de un par de planos generales del film de García Velloso, la realizadora reconstruye un relato de misterio que tiene su origen en un texto de César Aira, también llamado “Amalia”. En el relato de Aira, un joven Mármol conoce en una fiesta a una muchacha llamada Amalia; fascinado, la observa, y en el análisis detallado de su comportamiento logra descubrir que ella es parte de un complot político. Amalric, imaginación y zooms mediante, imbrica acciones llevadas a cabo por los personajes del film de 1914 con el relato ficcional de Aira, reconfigurando al personaje de Amalia e introduciendo a Mármol, narrativamente, en las imágenes de la película basada en su novela. Amalia es, también, el único de los cuatro cortometrajes que introduce música externa: una composición ambient de Astor Madrid que añade otra capa de misterio y, en sus pasajes más rítmicos, remite ligeramente a Vangelis.
Así como el corto de Amalric explota el uso del color y juega con diversos niveles narrativos, Vísperas de la memoria de Humberto González Bustillo introduce colores exógenos mediante el diálogo entre la película reelaborada e imágenes tomadas del programa Street View. La base del corto es El último malón (1918), largometraje santafesino —una excepcionalidad en el contexto del cine de la década del 10— dirigido por Alcides Greca. El recorte es, podríamos decir, espacial: a partir de planos filmados en exteriores, en las vastas llanuras de Santa Fe, Bustillo investiga el aspecto actual de los posibles territorios del film de Greca. Imagen actual e imagen antigua se mezclan en el mismo plano; los cien años que hay entre ambas películas impactan, no solo en diferencias del terreno, sino también en todo aquello que se le agrega a cada captura en un sentido idealmente puro (si es que tal cosa existe): el grano de la película de 1918 estalla contra la nitidez de las imágenes digitales de Google, coloreadas y repletas de íconos que contextualizan y permiten comprender su origen. Las decisiones se vuelven cada vez más insólitas (en particular aquellos planos en los que el film de Greca y el Street View aparecen separados, delante de un fondo digital rojo con falso ruido de fílmico), hasta culminar en un plano de El último malón consistente en una mano que escribe un texto y lo firma como “Alcides Greca”. Tras algunos segundos, el plano se congela, la escala de grises comienza a alterarse y un cursor de mouse aparece en pantalla, moviéndose sin criterio aparente. Un gesto que despliega un interrogante. Pluma y cursor, analógico y digital: distintas maneras de vincularse con lo escrito a través del tiempo. Bustillo descubre, por otra parte, la particularidad de la escena de El último malón que introduce a Greca como personaje de su propio film. El recurso explicitado por Bustillo tiene su eco en la introducción ficcional de Mármol en Amalia desplegada por Amalric en su cortometraje.
La distancia de veinte años entre El último malón y La vuelta al nido (Leopoldo Torres Ríos, 1938) no se aprecia, necesariamente, en la calidad del material fílmico que llega hasta nuestros días. Décadas de desidia y algunos eventos desafortunados han resultado en la supervivencia de pésimas copias durante toda la historia del cine argentino (dejando de lado, claro, aquellos casos en los cuales directamente no sobrevivió ninguna). Yo fui, de Marilina Giménez, parte precisamente de una comparación entre la versión “original” de La vuelta al nido y la restauración realizada por el Museo del Cine: el plano desgastado y amarillento de una olla hirviendo de pronto muta a un blanco y negro rotundo, definido. Sin embargo, tras algunos segundos, descubrimos que la clave del corto de Giménez no será exclusivamente la comparación entre ambas versiones del film de Torres Ríos: una vez superada l a escena de créditos nos quedamos mayormente en la versión restaurada, asistiendo a una alteración del metraje que tiene raíces ideológicas y consecuencias narrativas. En la película de 1938, el protagonista recibe una carta anónima que afirma que su esposa le es infiel; destrozado, imagina lo que hasta hace algunos años se denominaba
un “crimen pasional”. Luego de la extensa pesadilla, y sin haber concretado el crimen, descubre que la autora de la carta es su propia esposa, quien solo pretendía que él le prestara más atención. Tras la confesión, la reconciliación: La vuelta al nido termina en una nota optimista. Giménez, por su parte, elige invertir las secuencias: en su remontaje sintetizado, el protagonista comete efectivamente el crimen, para luego descubrir el origen de la carta, arrepintiéndose e imaginando cómo podría ser su vida si no hubiera asesinado a su esposa. Lo que en la película original es un abrazo alegre, en el corto es pura fantasmagoría: un posible recuerdo o una fantasía que ya nunca se concretará. El origen de esta idea, según contó la realizadora en una charla coordinada por la investigadora Daniela Kozak en la Universidad, es el horror ante la naturalidad con que se recibió, en la época de la realización del film de Torres Ríos, un relato sobre un femicidio.
La preocupación por la construcción de la figura de la mujer en algunos clásicos del cine argentino continúa en el cuarto corto del corpus: China muerta, dirigido por Malen Otaño a partir de Prisioneros de la tierra (1939) de Mario Soffici. El desplazamiento es efectivo: el personaje de la china, que no tiene un lugar preponderante en el film de Soffici —al menos en relación a la trama principal, vinculada a la opresión laboral y estructurada en torno a personajes masculinos—, pasa ahora a un primer plano, dándole visibilidad y volumen a su opresión. Otaño opta por organizar este nuevo relato, construido con elementos presentes en la película original, a partir de fragmentos de dos de los cuentos de Horacio Quiroga que se utilizaron como base para escribir el guion del film (“Los desterrados” y “Los destiladores de naranja”). Se podría plantear, entonces, que China muerta dialoga con los otros tres cortometrajes exhibidos: a la relectura del material original desde una perspectiva de género y la presencia de texto como complemento de las imágenes (intertítulos en el caso de Amalia, subtítulos en el de China muerta) se suma la presencia del color: mientras huye por la selva, el vestido de la china (María) pasa de gris a rosado. Este cambio inesperado, al margen de posibles simbolismos, tiene la particularidad de funcionar como concreción de la visibilidad antes enunciada: ahora la china no es solo quien organiza el drama, también brilla con luz propia; es lo único que resalta en el universo asfixiante que propone Soffici.
Concebidos desde miradas contemporáneas, no solo en el sentido más llano y evidente, sino como un punto de vista pleno asumido con satisfacción, los cuatro cortometrajes funcionan como exponentes de aquello que señala Emilio Bernini en su texto “Found footage. Lo experimental y lo documental”: “En todo found footage hay algo de crítica o de rebelión iconoclasta (...) respecto de un estado de la imagen”. Podríamos agregar, a esta idea, la presencia de rebeliones respecto de otros estados, ligados al de la imagen pero no agotados en ella: las modulaciones alrededor de la figura femenina en algunos de los cortos constatan esta certeza, vinculándolos, al margen de logros y lecturas particulares, con los trabajos de la pareja Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi. En ambos casos, el trabajo sobre el metraje funciona simultáneamente como evidencia de un estado del mundo y como torcedura de dicho estado. En esa torcedura, lejos de ocultarse un gesto pasajero, nace un estado nuevo, concreto, contemporáneo y abierto a la discusión.
-Álvaro Bretal