En los medios
Diplomacia, disposiciones y despropósitos
Juan Gabriel Tokatlian, profesor de la Licenciatura en Estudios Internacionales, escribió sobre la diplomacia y la política exterior argentina.
Hemos heredado de nuestros antepasados el programa de supervivencia necesario para construir un mundo: la actitud de alerta general. Sin embargo, la coherencia asociativa es ineludible para no afectar ni impedir la convivencia.
Esto vale tanto para afrontar el azar como para redactar normas. Así, disposiciones generales y abstractas deben ser detalladas con claridad, explicadas con precisión y expuestas con sutileza. De lo contrario, y en especial en política internacional, hay confusión colectiva, al tiempo que se impone la fuerza debilitando los intereses nacionales.
La diplomacia es tanto una rama de la política cuanto un medio de la política exterior, el gajo que se ocupa del quehacer y del estudio de los asuntos internacionales. Talleyrand, uno de los arquitectos del Congreso de Viena de 1815, dijo que la verdadera habilidad política no consiste en ganar, sino en hacer que todos crean que han ganado. En los años cincuenta del siglo XX, Martin Wight recuperó la idea de la antidiplomacia para indicar aquella propensión, más propia de gobiernos autoritarios, de concebir un gran proyecto emancipador y mundial que deriva en la supresión de la diplomacia. El impulso antidiplomático es ajeno a la ponderación prudencial, en la que política, el derecho y la ética se entrelazan; expresa una visión ideológica y una postura dogmática.
La ley argentina vigente en materia del régimen para el Servicio Exterior de la Nación lleva el número 20957. Fue sancionada en mayo de 1975, con el respaldo del arco político y territorial del momento, y promulgada por el Poder Ejecutivo a los pocos días. Legisladores y administradores fueron capaces de aquel consenso, en momentos difíciles para el país.
Allí se lee que son derechos de los funcionarios del Servicio Exterior de la Nación (SEN) no ser separados del cargo sino por las causales establecidas por la Constitución Nacional y aquella ley, de acuerdo con el artículo 22. No se menciona para nada que quienes no se encuentren en condiciones de asumir los desafíos que depara el rumbo adoptado en defensa de las ideas de la libertad, deberán dar un paso al costado. En el artículo 20, se explicita que los integrantes del SEN deben “promover los intereses de la República en la comunidad internacional”, no los gustos y disgustos de un mandatario pasajero y respecto a un conjunto de países de preferencia temporal de una administración. Le corresponde, según el artículo 21, “defender el prestigio, la dignidad y los intereses de la Nación”.
El Código de Ética de la Función Pública de 1999, en su artículo primero, destaca que “el funcionario público tiene el deber primario de lealtad con su país a través de las instituciones democráticas de gobierno, con prioridad a sus vinculaciones con personas, partidos políticos o instituciones de cualquier naturaleza.” Eso rodea a los funcionarios al frente de la diplomacia argentina.
En gran medida, y a contravía de lo que significan el ideal y la práctica de la diplomacia, el presidente Javier Milei ha puesto todo en entredicho. Su tesitura es fijada por una Nota que se difundió pocos días atrás directamente de la Casa Rosada, con los nombres de más de 400 miembros de la Cancillería, con copia a la ministra de Relaciones Exteriores. Pide expresamente que les haga llegar “a la totalidad de los funcionarios y personal de su jurisdicción, así como el personal diplomático y civil del Servicio Exterior de la Nación”, la certeza de “que ningún funcionario de esta administración ni quienes representan a la Argentina en el exterior deben acompañar ninguna iniciativa (que vaya en contra) de valores que son pilares de esta nueva administración”. Determina que lo expresado remite a una “nueva doctrina” en materia de política exterior. Ésta -dice- se inserta en el marco del “protagonismo asumido por nuestro país en el escenario global como defensor de los valores republicanos de las democracias occidentales”. Embiste la llamada “Agenda 2030″, que él como candidato presidencial y su gobierno en estos diez meses, han venido reprochando, pues constituye “un programa de gobierno supranacional de corte socialista”.
Estas afirmaciones, en las que se mezclan aspiraciones de grandeza con narcisismo, implican -de convertirse en políticas concretas- un fenomenal retroceso para el lugar de reputación que la Argentina democrática ha alcanzado en temas como derechos humanos, cuestiones de género, cambio climático, desarrollo sustentable, justicia social, y equidad material. Significa que emulemos a muchos gobiernos no occidentales y no democráticos, que han logrado visibilidad negativa en los asuntos internacionales, por sostener posturas contrarias a aquella agenda.
Tácitamente, se infiere una noción de defensa de la soberanía -término que se menciona en la Nota- en clave retrógrada y aislacionista: la Argentina tendría la potestad de no adherirse a compromisos ambientales, sanitarios, regulatorios de distinto tipo, en materia de derechos humanos, igualdad distributiva, combate contra el racismo y la xenofobia, etc. Esos temas multilaterales, maduraron tras décadas de trabajo como fruto de acuerdos impulsados con la comunidad internacional.
Cabe hacer una precisión. Así como no hay correlato entre las normas vigentes y la Nota presidencial, sí lo hay entre esta nota y una de agosto de 1979, ordenada por el canciller brigadier mayor Carlos Washington Pastor, en la que se pone en funcionamiento un “Plan de Difusión”, dirigido a consolidar en el exterior una imagen de la “gestión normalizadora del gobierno nacional, exaltando los valores más importantes del patrimonio cultural argentino y neutralizando el efecto de las campañas inspiradas por los sectores adversos”. Y pide: “desarrollar acciones tendientes a clarificar y defender nuestra posición de libre determinación frente a toda injerencia extranjera que, so pretexto de los derechos humanos, se permite juzgar la conducta argentina”.