Alejandro Bonvecchi. Sociólogo. Investigador del Conicet y profesor en la Universidad Torcuato Di Tella.
El proyecto oficial de reforma del Consejo de la Magistratura coloca al país ante la opción de un cambio de régimen político. Una de las condiciones necesarias para la existencia de un régimen democrático es contar con un poder judicial independiente. Para garantizar su independencia es, por su parte, necesario cumplir al menos dos requisitos: que los jueces tengan el control de constitucionalidad de las decisiones de los poderes electos y que su designación y destitución por los poderes electos se realice con mayorías agravadas.
Ambos requisitos deben verificarse en simultáneo: jueces designados por consenso sin control de constitucionalidad serían impotentes ante abusos de mayorías absolutas o pluralidades; jueces cuyo nombramiento y destitución se encuentre a tiro de estas mayorías no agravadas serían sus sirvientes aun cuando contaran con control de constitucionalidad. La reforma judicial en discusión elimina a la mayoría agravada como regla de decisión para el nombramiento y destitución de jueces en el Consejo de la Magistratura. De ese modo remueve el obstáculo central para que las mayorías circunstanciales existentes en los poderes electos determinen el sentido de la Constitución y, por consiguiente, el alcance de los derechos que corresponderían a los habitantes del suelo argentino. Un régimen político donde las mayorías circunstanciales o sus líderes deciden cuáles son los derechos de los habitantes no es una democracia. Podrá haber autoridades elegidas por sufragio popular, pero si los derechos de los individuos y las minorías no están efectivamente protegidos de la voluntad de los líderes de las mayorías circunstanciales, Argentina habrá dejado atrás el régimen democrático que empezó a construir en 1983. Los poderes electos podrán no utilizar de manera cotidiana su poder absoluto sobre la Constitución para destruir los derechos individuales, pero tendrán la posibilidad de hacerlo, con lo cual las libertades de que hoy se goza en Argentina se volverían contingentes a la voluntad de los líderes de las mayorías circunstanciales.
Las fuerzas políticas de oposición cuentan todavía con algunas oportunidades para frenar la implementación de la reforma propuesta por el oficialismo. La primera, inminente, es la discusión y votación en la Cámara de Diputados, pero dado el tamaño de la mayoría oficialista en votaciones recientes el éxito de la oposición en esta arena luce improbable. La segunda oportunidad consistiría en solicitar, tras la sanción de la ley por el oficialismo, su declaración de inconstitucionalidad por los tribunales. De prosperar una demanda de inconstitucionalidad antes de la elección de consejeros, la amenaza que se cierne sobre el régimen democrático quedaría neutralizada. Sin embargo, esa posibilidad está sometida a la contingencia de los tiempos procesales y a los incentivos de los propios jueces. Bajo las nuevas reglas propuestas por el oficialismo, la decisión de los magistrados sobre la constitucionalidad de esta reforma sería riesgosa: si jueces de primera o segunda instancia dictan la inconstitucionalidad pero la Corte Suprema revierte sus fallos, aquellos jueces quedarían luego a merced de las represalias potenciales de las mayorías circunstanciales de los poderes electos. La decisión de la Corte también sería riesgosa: si opta por la inconstitucionalidad, las actuales mayorías en el Congreso y el Ejecutivo podrían tratar de poner en marcha su juicio político. Este requiere mayorías agravadas que hoy no parecen disponibles para el oficialismo, pero podrían estarlo de alcanzar un triunfo suficientemente holgado en las próximas elecciones legislativas. Así las cosas, los opositores no podrían contar con la acción del poder judicial y estarían forzados a considerar la posibilidad de que la reforma quede firme y la elección de consejeros se realice este año.
Este escenario plantearía a los opositores un dilema de coordinación. De un lado, conformar una lista única de consejeros les permitiría minimizar la fragmentación del voto y maximizar las chances de ganarle al oficialismo la mayoría del Consejo. Del otro lado, integrar esa misma lista única complicaría la tarea de mantener diversificada la oferta para cargos legislativos diversificación a la cual ninguna fuerza opositora tendría incentivos para renunciar pues dificultaría comunicar al electorado por qué las fuerzas opositoras se unen para pelear por los cargos de consejeros y a la vez se dividen para competir por las bancas en el Congreso.
Este dilema se asienta en un hecho y en un presupuesto. El hecho es incontrovertible: la elección de consejeros sería la única elección nacional de 2013, y constituiría por ello una inmejorable oportunidad para testear el potencial electoral de quienes aspiren a candidaturas presidenciales en 2015.
El presupuesto es, en cambio, discutible: la única forma de competirle eficazmente al oficialismo es colocar en la lista de consejeros a los aspirantes presidenciales más prometedores. Este presupuesto es una doble trampa. Por un lado, profundiza los problemas de coordinación entre los opositores maximizando los incentivos para presentar listas separadas de candidatos: si todos los aspirantes presidenciales compitieran en la misma lista sería imposible determinar cuál resultó más popular. Por otro lado, implica aceptar el espíritu de la reforma oficialista: la partidización del Consejo de la Magistratura, el sometimiento de los jueces a las mayorías y la liquidación de una condición fundamental de existencia del régimen democrático.
Para escapar a este dilema de coordinación, los opositores necesitarían romper esa trampa.
Ello exigiría diseñar una oferta para la elección de consejeros que excluya a los aspirantes presidenciales y evite la partidización del Consejo de la Magistratura.
Una oferta así consistiría en dos componentes. Uno sería el acuerdo de todas las fuerzas opositoras de votar una lista única de candidatos a consejeros integrada por personalidades notables de amplio conocimiento público y reconocido compromiso con la independencia del poder judicial: jueces y fiscales retirados, académicos, periodistas, dirigentes sociales con trayectoria de oposición a todo abuso del poder estatal. El otro componente sería el compromiso público, tanto de esa lista de candidatos como de los partidos que la apoyen, para frenar el nombramiento o la destitución de cualquier magistrado que no reúna el consenso de una mayoría agravada de los consejeros.
Con la lista única de personalidades notables se escapa a la competencia entre aspirantes presidenciales y se resuelven los problemas de coordinación entre fuerzas políticas; con el compromiso de decidir sólo con mayoría agravada se evita la partidización del Consejo y del poder judicial, y se garantiza efectivamente la preservación del régimen democrático.
De adoptarse esta respuesta, la oposición complicaría además la estrategia de campaña del oficialismo para la elección de consejeros: aún cuando éste presentara también una lista compuesta por notables, sus candidatos no podrían comprometerse creíblemente a respetar la independencia del poder judicial y la protección de los derechos constitucionales.
La elección plantearía, entonces, abiertamente la opción entre tipos de régimen político en un contexto en que la economía difícilmente contribuya a inclinar la balanza por el oficialismo.