En los medios
El rugby: el libro que recorre la historia del deporte en nuestro país
El Economista publicó un fragmento "El rugby, historia, rituales y controversias desde sus orígenes hasta hoy", el libro que Andrés Reggiani, director del Departamento de Estudios Históricos y Sociales, escribió junto al historiador Alan Costa.
"El Rugby" viene a llenar un vacío.
En "El Rugby" (Siglo XXI Editores), Andrés Reggiani y Alan Costa recorren los más de ciento cincuenta años de vida que tiene este deporte en el país, pasando por la tradición de sus clubes en casi todas las provincias y la popularidad creciente en las últimas décadas.
A lo largo del libro, se narran algunos de los momentos más destacados del deporte: desde su llegada al país a fines del siglo XIX de la mano de los empleados de empresas inglesas, su arraigo entre los sectores acomodados locales después de la Primera Guerra Mundial y el surgimiento de los clubes, hasta llegar a la actualidad, con las polémicas por la persistencia del amateurismo, las iniciativas para llevar este deporte a barrios carenciados y cárceles como instrumento de inclusión social, y también las acusaciones de elitismo, machismo y violencia que en ocasiones recibe.
Los Pumas, 1979.
Además, explora la incorporación del rugby a los Campeonatos Evita bajo el primer peronismo, las controversias por los viajes de jugadores argentinos a Sudáfrica durante el apartheid, y las poco contadas historias de los rugbiers desaparecidos durante la última dictadura militar.
A continuación, un fragmento de la introducción del libro:
El 18 de enero de 2020 un grupo de jóvenes asesinó a Fernando Báez Sosa a la salida de un club nocturno de Villa Gesell, una pequeña ciudad costera en la provincia de Buenos Aires.
La conmoción causada por la noticia fue aún mayor cuando se supo que los victimarios, pertenecientes a un club de rugby de la ciudad de Zárate, profirieron insultos racistas mientras golpeaban al joven de origen migrante.
A fines de ese mismo año, cuando todo parecía indicar que el crimen de Báez Sosa había quedado acotado a un episodio repudiable pero excepcional, el "tibio homenaje" que Los Pumas rindieron a la memoria del recientemente fallecido Diego Maradona, antes de comenzar el segundo partido del Rugby Championship contra los All Blacks, volvió a poner al rugby en el centro de la polémica.
La falta de sensibilidad hacia la memoria de un ídolo popular, una sensación que los neozelandeses magnificaron cuando su capitán depositó sobre el césped una camiseta negra con el número 10 y el nombre de Maradona, mutó en escándalo días después luego de que salieran a la luz los tuits racistas de tres jugadores del equipo nacional, incluido su capitán.
En pocas horas, las repercusiones del episodio marchitaron los laureles que los rugbiers argentinos habían obtenido dos semanas antes en su histórico triunfo sobre los neozelandeses.
El homenaje de Sam Cane, capitán de los All Blacks, a Diego Maradona luego de su fallecimiento. Fuente: AP Photo/Rick Rycroft.
Nunca antes se habló tanto y tan mal del rugby. Estos episodios dieron lugar a una catarata de intervenciones de periodistas, personas vinculadas a este deporte e investigadores de diversas disciplinas académicas, desde la sociología y la antropología hasta la filosofía y la psicología.
Aunque las posturas de especialistas y blogueros mostraron más matices de lo que cabría suponer, la imagen del rugby se vio sensiblemente deteriorada. La mayoría de las opiniones reproducían lugares comunes de lo que, sin riesgo de exageración, cabría llamar la "leyenda negra" del rugby nacional. Esta podría resumirse, simplificando un poco, de la siguiente manera: un deporte de élite que promueve valores machistas, violentos y racistas.
Traducido en términos algo más académicos: un campo donde se construyen y reproducen hábitos propios de una sociabilidad hipermasculina en la cual se ponen en juego usos y sentidos del cuerpo, que a su vez se articulan con identidades sociales y étnicas.
Sin ser totalmente falsa, esta caracterización es problemática, ya que postula una imagen del rugby como conjunto de prácticas inmunes al paso del tiempo, que no reflejan la realidad de un deporte atravesado por tensiones y experiencias socioculturales muy diversas.
Hablar de manera genérica de "el rugby" o, como suelen hacerlo sus autoridades, de "la gran familia del rugby", conlleva el riesgo de simplificar un panorama más complejo.
"El Rugby"
De todas las voces que se hicieron escuchar durante esas polémicas, la historia fue la gran ausente. El rugby argentino carece aún de un relato ordenado de sus orígenes y evolución basado en el examen crítico de las fuentes y que vaya más allá de la celebración de algunos hitos históricos. Este libro, que busca dar sentido a la evolución histórica del rugby en la Argentina en sus diferentes contextos socio-políticos, intenta saldar esa deuda. Territorio dominado por la pluma de exjugadores y periodistas especializados, al rugby nacional le cuesta pensarse históricamente.
Este déficit no se condice con la realidad de un deporte que reúne entre 70.000 y más de 100 000 jugadores, federados y no federados de todas las categorías, que lo practican en más de 400 instituciones, y cuyo seleccionado nacional interviene en varias competencias internacionales. Además de su larga presencia en el país, el rugby es el segundo deporte que más jugadores exporta al exterior, después del fútbol.
Aunque afianzado a nivel competitivo en el plano local e internacional, al rugby argentino no le ha resultado sencillo situarse en relación con el mundo social que lo rodea, una consecuencia, entre otras, del histórico apego de sus instituciones representativas a la filosofía del amateurismo, del deporte por el deporte mismo. Uno de los corresponsales que acompañó a los jugadores argentinos que en los años ochenta viajaron a Sudáfrica violando el boicot contra el apartheid advirtió que la tendencia a distanciarse de la realidad política y social del país hacía del rugby "una isla dentro del deporte argentino".
Las escasas investigaciones locales que buscan desentrañar el significado de lo que una antropóloga llamó "ser rugby" (Saouter, 2000), como ciertas nociones de masculinidad y pertenencias de clase, tienden a reforzar un sentido común muy extendido, según el cual a través de este deporte de alto contacto físico se pone en juego o articula la identidad masculina de jóvenes acomodados, unidos en una hermandad viril de la cual quedan excluidos "flojos" y mujeres.
Sin embargo, como mostraremos en estas páginas, la asociación entre rugby, clase y masculinidad es problemática por varias razones.
En primer lugar, porque, como en el estudio de otros procesos sociales, es necesario distinguir entre prácticas y discursos, y dentro de estos últimos, entre las enunciaciones no siempre coincidentes ni de igual peso o visibilidad de jugadores, técnicos, autoridades de la Unión Argentina de Rugby (UAR), dirigentes de los clubes, periodistas y simples simpatizantes.
En segundo lugar, porque las identidades más estrechamente vinculadas al rugby, aunque no necesariamente exclusivas de este, están sujetas a tensiones y cambios que interpelan algunos de los supuestos que las fundamentan.
La llegada del rugby a la Argentina a fines del siglo XIX de la mano de los empleados de empresas inglesas, el arraigo entre los sectores acomodados locales después de la Primera Guerra Mundial, su incorporación a los Campeonatos Evita bajo el primer peronismo, los jugadores desaparecidos-asesinados durante la última dictadura militar, el tardío surgimiento del rugby femenino o las iniciativas para hacer de él un instrumento de inclusión social llevándolo a barrios carenciados y la población carcelaria son otros tantos ejemplos de una diversidad de experiencias que han ido corriendo hacia los márgenes las fronteras sociales del rugby.
Pese a ello, no es infrecuente encontrarse con afir-maciones que simplifican al extremo del estereotipo los significados de un panorama por demás complejo.
Así, por ejemplo, en un texto sobre antropología del deporte puede leerse que, en la Argentina, "el rugby se practica sobre todo en clubes privados localizados en barrios exclusivos, cuyos miembros incluyen a jugadores, sus padres y sus abuelos, casi siempre exjugadores, y también a familiares mujeres que juegan hockey sobre césped cuando son jóvenes. Los rugbiers frecuentan los clubes con sus familias desde la primera infancia y forman grupos muy estrechos de coetáneos que pasan una considerable cantidad de tiempo juntos, en especial durante los entrenamientos de rugby que se realizan en la primera juventud. La mayoría de los rugbiers están preparados para dirigir las empresas familiares o heredar sus actividades profesionales una vez finalizados sus estudios universitarios. Suelen encontrar esposa entre las familiares de sus compañeros de equipo, muchachas que probablemente juegan al hockey sobre césped en el mismo club, y cultivan lazos sociales con otros miembros, con quienes más tarde formarán redes profesionales de apoyo mutuo que durarán toda la vida (Besnier, Brownell y Carter, 2018: 146).
Más que una caracterización realista de los y las miles de rugbiers aficionados y aficionadas que lo practican en clubes, empresas e instituciones educativas, el fragmento citado es una generalización de toda la población deportiva de características socioculturales específicas de determinados sectores sociales.
Se reproduce un estereotipo, el de los jugadores de los clubes tradicionales de la Capital y de la zona norte del Conurbano, que el imaginario popular asocia con el barrio de San Isidro -declarado "capital del rugby" por una ordenanza municipal de 1972- y con dos instituciones consideradas sinónimos de rugby: los clubes Atlético de San Isidro (CASI, "la catedral") y San Isidro Club (SIC, "la zanja").
En estas páginas veremos cómo, en sus ciento cincuenta años de presencia en nuestro país, tan antigua como el fútbol, el rugby ha pasado por fases de desarrollo que han sido producto, por un lado, de la evolución del juego bajo la influencia de diferentes estilos extranjeros y su adaptación a la "idiosincrasia" criolla; por otro, de su filtración hacia sectores más amplios de la sociedad, fenómeno que a su vez se reflejó en prácticas de sociabilidad no siempre congruentes con el espíritu y los valores enunciados por las instituciones guardianas del rugby amateur.
Un ejemplo ilustrativo de este fenómeno es el rugby practicado por jóvenes "pobres y reos", como el primer Beromama de los años cuarenta, o los poco conocidos clubes que luchan por sobrevivir en la frontera porosa que separa el rugby "con clase" del "otro rugby".
La persistencia de un acentuado espíritu amateur en la retórica de la Unión Argentina de Rugby y de muchos clubes hizo difícil percibir en la cultura deportiva cambios importantes que no pasaban necesariamente por su monetización o profesionalización.
Introducido por la comunidad británica en las últimas décadas del siglo XIX, el rugby se difundió a los sectores medios de la mano de la movilidad social, la expansión de la sociedad civil y el crecimiento del bienestar. En los equipos, los apellidos españoles e italianos reemplazaron a los ingleses, la extracción social de los jugadores se diversificó y el surgimiento de las uniones provinciales llevó el rugby a todos los rincones del país.
Durante las décadas del veinte y el cincuenta, el rugby experimentó un proceso de "criollización" cultural y "nacionalización" territorial.
Hablar sobre los sentidos y usos del cuerpo en un deporte de alto contacto físico e incluso violento nos pone ante el riesgo de decir lo obvio o de caer en clichés, olvidando por momentos que, como en todo deporte, la elección por el rugby involucra, en primer lugar, la atracción que ejerce su dimensión lúdica, el placer de jugar con otros, la posibilidad de descargar tensiones a través de una "guerra simulada" y regulada, en la cual treinta cuerpos sincronizan sus capacidades para doblegar a un adversario.
El universo de la masculinidad deportiva, nos recuerda Georges Vigarello, está constituido por una "nebulosa de goces diversos" provocados por "el placer físico, el sentimiento de plenitud, la voluntad de superación". Uno de los pioneros del rugby evocaba ese imaginario de deleite al recordar el momento en que "una pelota ovalada de cuero engrasado penetró como un pequeño dios obeso y esquivo que se impondría a sus fascinados discípulos" (Vigarello, 2011: 231-255). No es necesario recalcar que, con sus reglas y rituales, el rugby mantiene un vínculo profundo con nociones de masculinidad e identidades de clase forjadas en un período histórico en el que la burguesía impuso un modelo de sociabilidad y una estética corporal que encontraron en ese y otros deportes ejemplos consumados del sportsman amateur.
Sin embargo, caracterizarlo como un deporte creado por hombres y para hombres, con rituales y reglas concebidos para resguardar las virtudes masculinas, un habitus viril de "distinción" de una clase privilegiada, conlleva no solamente el problema de pasar por alto su dimensión lúdica; también corre el riesgo de fijar ciertas nociones de clase y masculinidad como permanentes e inalteradas, ajenas al entorno social en el que está inserto el rugby.
Un ejemplo de esto último lo encontramos en el análisis de Pierre Bourdieu sobre la transformación del rugby francés luego de que su centro histórico migró desde la costa noratlántica a las comarcas rurales del sudoeste, tema que ampliaremos en otros capítulos.
"La exaltación de la proeza viril y el culto al espíritu de equipo, que los adolescentes de origen burgués o aristocrático de las public schools inglesas o sus émulos franceses de principios de siglo asociaban a la práctica del rugby", afirma, se perpetuó entre las clases medias y medias bajas del Mediodía (Midi) "a costa de una profunda reinterpretación" del juego.
En ese nuevo escenario geográfico y sociocultural, marcado por las consecuencias de la Primera Guerra Mundial y el declive de la agricultura, la exaltación de la manliness y el culto al team spirit del rugby universitario dieron paso al "gusto por la violencia (el castañazo) y la exaltación del sacrificio oscuro y típicamente plebeyo hasta en sus metáforas (ir al tajo)", un estilo que los propios franceses denominaron "rugby de muerte [sic]" (Bourdieu, 2013: 187-188).
Simplificando un cuadro más complejo, podríamos decir que el rugby ha dado lugar a dos maneras de practicarlo y sentirlo, cada una con sus propias nociones, asumidas o no, de masculinidad: el sportsman amateur y el jugador profesional.
Cada una remite a lo que podría calificarse como la esencia de lo que significa para qué y cómo jugar; simplificando una vez más: jugar para distinguirse o competir para ganar. Se trata de modelos ideales que permiten apreciar mejor los rasgos constitutivos de una y otra forma de concebir la identidad de rugbier y la relación que esta guarda con su entorno social.
En esta cuestión también hemos seguido el camino trazado por dos autores que influyeron notablemente en Bourdieu. Se trata de Eric Dunning y Kenneth Sheard, cuyo libro Barbarians, Gentlemen, Players [Bárbaros, caballeros, jugadores] (2005), expre9sa, ya desde el título mismo, la doble transformación del sentido del juego y de la identidad del jugador, desde sus oscuros orígenes en los anárquicos y violentos pasatiempos premodernos, pasando por su incorporación como variante más "civilizada" en las escuelas de élite de la Inglaterra victoriana, hasta su transformación en el actual deporte globalizado y profesional.