La nueva ley de medios puede ser inconstitucional
La norma que propone el Poder Ejecutivo tiene severas irregularidades -en su contenido y en sus procedimientos- que la hacen tan temible como viciada de entrada.
Por: Roberto Gargarella
PROFESOR DE TEORIA CONSTITUCIONAL (UBA, Di Tella)
Para no dar lugar a confusiones: es muy importante dictar una nueva ley de medios, ya que la que existe se encuentra afectada por gravísimos vicios de origen, y ha sido funcional a la creación de un estado de cosas constitucionalmente cuestionable e injusto. El ideal constitucional de la libertad de expresión no se contenta con la no-censura, sino que requiere del establecimiento de las condiciones para un debate público "amplio, robusto y desinhibido."
Pero carecemos del mismo, en tanto que los espacios para el debate son escasos; las voces sistemáticamente ausentes de la escena pública se cuentan de a millones; y la desigualdad de los recursos para expresarse resulta extraordinaria. En definitiva, el cambio es necesario y urgente.
Ante tal panorama, el proyecto de ley de medios presentado por el Gobierno representa un buen punto de partida para la discusión que debe llevarse a cabo en los días que siguen. Sin embargo, los muchos méritos del proyecto son compensados por algunas precisiones que se le han introducido, que son suficientes para convertir a la propuesta gubernamental en temible. Y no hay motivos para aceptar la ya habitual extorsión a las que nos somete el Gobierno: quedarnos con lo muy malo que existe, o aceptar lo inadmisible que él nos propone.
Hay espacio, tiempo, ánimo y voluntad colectiva suficientes para explorar alternativas diferentes a las propuestas. Sustantivamente, la idea de una Autoridad Federal de Comunicación, dependiente de la Secretaría de Medios y encargada de la asignación y revisión de licencias, crea riesgos extraordinarios para la libertad de expresión, contradice las exigencias de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y burla las recomendaciones de la Relatoría de la Libertad de Expresión de la CIDH: dicho órgano debe ser en todos los casos autónomo e independiente del gobierno de turno.
Por otro lado, el lugar que el proyecto reserva para las empresas proveedoras de servicios públicos viene a abrir espacio para la formación de grupos dominantes nuevos y amigos.
Notablemente, ambas propuestas, entre otras, contradicen de modo flagrante las recomendaciones acordadas en los valiosos 21 puntos de consenso firmados por la amplia "Coalición por una Radiodifusión Democrática" (que exige políticas para evitar la concentración de la propiedad de los medios; diferencia bien entre Estado y Gobierno; pide que la renovación de licencias esté sujetas a audiencias públicas vinculantes; exige criterios no arbitrarios en la distribución de la publicidad oficial).
Lo dicho me lleva al punto principal de mi argumento, que no se centra en lo más fácil -las violaciones legales sustantivas propias del proyecto oficial- sino en lo más complejo de defender: las inadecuaciones procedimentales en juego, que amenazan ya la constitucionalidad de la propuesta en trámite.
Todas las leyes, pero especialmente aquellas que tocan los nervios más sensibles de la Constitución, requieren estar precedidas de una discusión amplia y plural, y no de una ficción de discusión. Todas las leyes, pero especialmente aquellas que pueden hacer más difícil la alternancia en el poder, requieren de una justificación pública extraordinaria, a riesgo de ser fatalmente sospechosas de inconstitucionalidad.
Ello les cabe a reformas como éstas, sobre la ley de medios; a las reformas electorales; reformas que limiten los controles sobre aquellos que gobiernan; reformas que puedan socavar la participación política de la ciudadanía; reformas que vengan a limitar decididamente las protestas y quejas frente al poder; reformas que vengan a diluir las posibilidades de la competencia política. Todas las leyes, pero especialmente aquellas frente a las cuales la ciudadanía reclama intervenir, y ante las que la oposición tiene críticas y sugerencias que hacer, deben ser cuidadosamente examinadas en público.
El Gobierno, sin embargo, bastardea cada uno de los criterios señalados: alega a su favor la discusión que antecedió al proyecto, cuando dicha discusión rechazó aspectos esenciales de lo que hoy él proclama; bloquea ilegalmente la discusión parlamentaria del proyecto, en Comisiones que legítimamente se lo reclaman; convoca a audiencias públicas sin aliento, ridiculizando la apertura de la que se jacta; publica aceleradamente sus decisiones en el Boletín Oficial, delatando -como ya lo hiciera con su reforma al Consejo de la Magistratura- su disposición a actuar discrecionalmente, sin prestar atención a los dichos de sus opositores. Convendría avisarle al Gobierno: las picardías de las que se ríe en secreto configuran faltan graves, que dañan la validez jurídica de lo que está haciendo.
Hace muy pocos años, en una maravillosa sentencia, la notable Corte Sudafricana sostuvo, frente a una queja popular por una ley que no había sido discutida suficientemente en audiencias públicas, que "(la intervención legislativa del pueblo)... ayuda a contrapesar el lobby y las influencias avanzadas en secreto... y ayuda de modo especial a los más desapoderados dentro de un país marcado por las disparidades de riqueza y de influencia...."
Convendría avisarle al Gobierno: la Corte no hacía retórica, sino que impugnó la ley y ordenó dar la discusión que el Gobierno había escamoteado. Estamos a un paso de un cambio importante, y no hay razones para aceptar atropellos.