Di Tella en los medios
La Nación
13/04/8

¿La autodisolución del kirchnerismo?

El autor de este artículo, sociólogo y cientista político, preanuncia el agotamiento del modelo de gestión adoptado por los Kirchner desde 2003, que combina la maximización del crecimiento económico con la centralización del federalismo. El conflicto con el campo desnudó esta crisis, que sólo podría revertirse si el Gobierno abandonara posturas a las que se sigue aferrando.

Por Alejandro Bonvecchi, Licenciado en Sociología (UBA) y doctor en Ciencia Política (Universidad de Essex). Profesor de Finanzas Públicas y de Política Latinoamericana Contemporánea en la Universidad Torcuato Di Tella.

La historia está plagada de ejemplos de coaliciones que se autodisolvieron por insistir en sus estrategias iniciales cuando las condiciones de su eficacia ya habían perimido. En ese cementerio yacen, por ejemplo, el Partido Laborista británico de los años 70 y 80, la socialdemocracia alemana de la misma época, los partidos socialista y democristiano italianos y, más cercanamente, el peronismo setentista en todas sus vertientes, que fuera liquidado por la derrota electoral de 1983, y la UCR desde 1987. A ese destino parece encaminarse, sin pausa y quizás con prisa, el kirchnerismo tal como se lo conoció desde 2003.

Como aquellos ilustres predecesores, el kirchnerismo supo articular, inicialmente, una estrategia exitosa para gobernar. La estrategia consistía en combinar la maximización del crecimiento económico con la centralización del federalismo. Maximizar el crecimiento económico permitía, simultáneamente, reducir la pobreza y la desocupación, recuperar el consumo y el nivel de vida de las clases medias, reactivar las economías regionales y, decisivamente, rellenar las arcas fiscales depredadas por el colapso de la convertibilidad.

Pero la maximización del crecimiento no producía por sí misma algo que el kirchnerismo necesitaba con urgencia: una coalición política que reconociera su liderazgo. Ello al menos por dos razones. Una, que estaba claro desde el principio para los actores económicos más influyentes que el esquema macroeconómico de tipo de cambio real competitivo no podría sostenerse sin intervención estatal que contuviera, moderara o encauzara algunas de sus consecuencias, y esa intervención requería asignar costos y beneficios de maneras no necesariamente consistentes con su distribución inicial. La otra, que una vez satisfechas las demandas iniciales de reactivación económica y mejora del nivel de vida que la maximización del crecimiento podría proveer, algunos de los sectores beneficiados podrían generar demandas cuya satisfacción escaparía al dispositivo económico.

Para responder a estos desafíos resultaba instrumental la centralización del federalismo. Concentrando la recaudación y el manejo de los recursos fiscales en la Presidencia –a través de las retenciones, los poderes presupuestarios delegados por el Congreso y los decretos de necesidad y urgencia–, el kirchnerismo tendría recursos y atribuciones como para subsidiar las distorsiones generadas por la maximización del crecimiento, reciclar esa maximización por medio del incentivo al consumo y, especialmente, disciplinar a gobernadores e intendentes de modo de obtener margen para introducir en la agenda nuevos tópicos que le permitieran ampliar y solidificar sus bases de sustentación. Esos tópicos fueron, fundamentalmente, la reforma de la Corte Suprema de Justicia, los juicios por violaciones a los derechos humanos en la última dictadura, y el declive de la cultura política peronista.

Con esta estrategia, el kirchnerismo se propuso conservar una base de apoyo en el electorado peronista clásico y, a la vez, ampliarla y contrapesarla con la incorporación de sectores de clase media. Bajo el nombre de transversalidad primero y de concertación plural después, la estrategia fue exitosa en ampliar el caudal electoral del 22% de 2003 al 38% de 2005 y el 45% de 2007, así como también en fracturar a los partidos cuyo electorado residía precisamente en esas capas medias: la UCR, el Partido Socialista y el ARI.

Pero a partir de 2006, esa estrategia inicialmente exitosa comenzó a mostrar, como fantasmas ancestrales que insistían en acechar, las limitaciones que portaba de origen. Del lado económico, la maximización del crecimiento –a través del sostenimiento del tipo de cambio real competitivo, los subsidios, los congelamientos de tarifas y los aumentos de salarios y jubilaciones– comenzó a generar presiones inflacionarias cuya persistencia ensombreció el horizonte del esquema macroeconómico. Del costado político, las demandas no representadas, especialmente en las clases medias urbanas, sorprendieron al kirchnerismo sin inventiva política ni capacidad de adaptación y resultaron en las victorias locales de Mauricio Macri y Hermes Binner, así como de algunos dirigentes peronistas manifiestamente no preferidos por el elenco gobernante.

Ante estos desafíos, el kirchnerismo optó por replicar su estrategia inicial: mantener a toda máquina la maximización del crecimiento, continuar la centralización del federalismo para seguir disciplinando a dirigentes locales y definir su propio lugar simbólico como el de un “gobierno nacional, popular y progresista”, enfrentado a una derecha más o menos difusa pero claramente identificada con el neoliberalismo y la dictadura militar.

Pero ocurrió que los procedimientos empleados para replicar la estrategia inicial resultaron contraproducentes. El fuerte incremento del gasto público en el año electoral 2007, destinado a conservar la red de subsidios, congelamientos y compensaciones en que se sostiene el esquema macroeconómico, contribuyó no sólo a deteriorar la posición fiscal del Tesoro nacional sino también a incrementar las presiones inflacionarias. La táctica de destruir el sistema estadístico del país para dificultar la formación de expectativas de inflación sirvió para galvanizar esas expectativas. Y el manejo del conflicto con el sector agrario terminó por alienar apoyos clave de clase media, soliviantar a los líderes locales antes disciplinados y poner en riesgo el corazón mismo de la estrategia kirchnerista: la fuente del superávit fiscal.

Al imponer retenciones móviles a la exportación de los cultivos más rentables y expandidos de la actualidad, el Gobierno logró empujar a la rebelión a buena parte de los votantes de clase media rural que, tanto por medio del peronismo como del radicalismo K, habían nutrido su coalición electoral de octubre pasado.

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Al insistir en enmarcar la protesta agraria en la matriz discursiva de oposición entre el “gobierno popular” y la “oligarquía”, entre el “pueblo” y la “derecha golpista”, el kirchnerismo consiguió activar cacerolazos y movilizaciones opositoras tanto en la Capital como en los principales centros urbanos de las provincias más afectadas por las retenciones móviles, que son, para peor, las más populosas y poderosas electoralmente.

Al empeñarse en utilizar las retenciones como instrumento para mejorar su posición fiscal luego del rally de gasto electoral de 2007, del fracaso de su política de control de la inflación y en previsión de posibles contagios de la crisis financiera internacional, el oficialismo cargó el peso del ajuste fiscal sobre el sector productivo más dinámico del momento y reactivó así el poder y la influencia de los gobernadores e intendentes que había mantenido disciplinados. Todos estos actores, hasta ahora neutralizados o contenidos por la estrategia kirchnerista, parecen haberse desentumecido con el conflicto, y ensayan rumbos distintos de, y conflictivos con, los del oficialismo.

Los líderes locales, que como todo político desean ganar elecciones, enfrentarán de ahora en adelante la presión firme de sus bases electorales para, si no desmontar las retenciones móviles, al menos obtener el retorno de una parte de ellas bajo reglas formalmente establecidas y de cumplimiento obligatorio para el Gobierno nacional, recursos que permitan mejorar la infraestructura, la educación, la salud; todas asignaturas pendientes en el país en general y, particularmente, en las zonas rurales.

Los productores agrarios, que tienen sus inversiones y sus ganancias futuras en riesgo, estarán alertas al despliegue de la batería de compensaciones ofrecida por el Gobierno para terminar el conflicto, compensaciones en las que, razonablemente, no creen, ya que cuando se dispusieron para el sector lechero quedaron, por la naturaleza administrativa y fiscal de su trámite burocrático, mayoritariamente en manos de las grandes empresas lácteas.

Las clases medias urbanas previamente reacias al kirchnerismo, que han visto confirmados sus peores temores con los últimos gestos gubernamentales, se encontrarán prestas a manifestar su descontento ante cada intento oficialista de continuar con las fracasadas políticas de control de precios, así como de caracterizarlas como el monstruo derechista y golpista que, en su mayoría, distan de ser.

Las clases medias rurales, que supieron adherir a la propuesta electoral del Gobierno que manteniendo el tipo de cambio real competitivo había posibilitado sus extraordinarias ganancias de estos años, se hallarán crecientemente dispuestas a impugnar a ese mismo gobierno que ahora les incrementa la presión tributaria a niveles también extraordinarios, les compensa de manera tardía e ineficiente parte de sus costos por lo demás en aumento, y los califica de enemigos del pueblo.

Así las cosas, de seguir insistiendo en su estrategia inicial, el kirchnerismo probablemente termine uniéndose al cementerio de las coaliciones políticas fracasadas. Podría, no obstante, escapar de este camino de autodisolución. Bastaría, para ello, la virtud política de reconocer las limitaciones de sus propios cursos de acción, los errores de su ejecución, las fallas constitutivas de los diagnósticos con que se encaró la repetición de la estrategia inicial ante la acumulación de signos de su agotamiento.

Esa virtud no es, precisamente, lo que ha podido detectarse en los discursos presidenciales ni en las movilizaciones oficialistas de los días pasados. Los discursos parecieron menos orientados a persuadir a sus ostensibles destinatarios que a convencer a sus enunciadores. Las movilizaciones parecieron menos dirigidas a reparar y galvanizar la coalición deseada por el kirchnerismo que a encuadrarla a fuerza de retos y de palos.

Por mucho que se haya deseado e intentado inscribirlos en una épica de época que por cierto parece vigente y rescatable en sus categorías sólo para un núcleo duro de nostálgicos apoyos, ni esos discursos ni esas movilizaciones se asemejan a ninguna fiesta popular de liberación de la patria colonizada o amenazada por la derecha golpista, sino más bien a la confusión rabiosa de quienes se obstinan en reprobar a la realidad cuando ésta no se ajusta a sus deseos.

El problema es que para desplegar la virtud política que hace falta, el kirchnerismo necesitaría balancear la firmeza y la precaución de modo de no perder autoridad, como un equilibrista sobre un alambre de púas. Sólo cabe esperar que el equilibrista tenga el buen sentido de no saltar ante cada pinchazo, y que sus compañeros no hayan quitado la red de abajo.

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