Di Tella en los medios
Clarín
9/04/8

Todo muro daña a la vez a los que excluye y a los que incluye

Nuestra sociedad vive cada vez más fragmentada. La selectividad que se da en las escuelas no implica mayor calidad de enseñanza sino dificultad para aprender a vivir con los demás.


* Por Roberto Gargarella, profesor de Derecho Constitucional (UBA, Di Tella)

El aumento de la desigualdad registrado en nuestro país en las últimas décadas no es sólo un dato que nos arruina estadísticas que quisiéramos ver de otro modo. Las desigualdades han comenzado a permear por cada rendija de nuestras paredes, y hoy vemos esa fractura social reproducida en los ámbitos más diversos.

Resulta cada vez más claro que las distintas secciones de la sociedad se juntan cada vez menos, se mezclan menos, ya no comparten proyectos de vida comunes, ya no dialogan –y lo que es peor, ya casi no tienen oportunidad de dialogar entre sí.

El politólogo Guillermo O’ Donnell propuso alguna vez un modo original de acercarse al impacto de estas desigualdades crecientes. Prestó atención, entonces, al modo en que las personas se vinculaban con la administración pública, a partir de su relación con las "colas" necesarias para hacer trámites frente al Estado: estaban los que padecían esas "colas" (y pasaban horas, entonces, haciendo trámites); estaban los que enviaban a otros para llevar a cabo la gestión del caso; y estaban los que directamente ya no necesitaban hacer una fila para nada, porque habían quedado al margen de la sociedad formal.

Uno podría encontrar categorías similares, por caso, mirando los vínculos entre los distintos grupos sociales y el derecho. De modo más grave, si examináramos la composición social de nuestros tribunales, comprobaríamos fácilmente que las leyes son aplicadas e interpretadas por individuos provenientes de ciertos sectores de la sociedad, con exclusión de otros (obviamente, las clases sociales más desfavorecidas). Este hecho no resultaría en absoluto preocupante si no viniese acompañado por la certeza de que los sectores más alejados del derecho

son, casualmente o no, quienes más lo padecen. Estos son, finalmente, los problemas de la desigualdad: los tratos injustos que se generan, basados en "cercanías" y "distancias" indeseables.

Quisiera mirar, por lo mismo, el impacto de esa fragmentación social en la escuela, teniendo en cuenta el hecho común de que los niños tienden a socializar cada vez más –y de modo exclusivo– con otros de su misma condición social (por caso, en el country, en la escuela privada o en el club).

Resulta relevante, en tal sentido, recuperar una lúcida opinión de Will Kymlicka, tal vez el más importante analista contemporáneo de las nuevas sociedades multiculturales y fragmentadas. En un crucial párrafo de uno de sus últimos libros, Kymlicka se refería a la educación, y sobre todo a los aspectos relacionales de la misma, aludiendo a la importancia de la "mezcla" de estudiantes en el aula.

Decía Kymlicka: "Los colegios públicos no enseñan civilidad diciendo únicamente a los estudiantes que sean buenos, sino insistiendo también en que los estudiantes se sienten junto a otros estudiantes de razas y religiones diferentes y cooperen con ellos en los trabajos escolares o en los equipos deportivos".

Y luego se refería a los riesgos propios del escenario contrario, que ejemplificaba con el caso de la religión en la escuela: "Basta con que uno se vea rodeado de personas que comparten el credo propio, para que pueda sucumbir a la tentación de pensar que todo aquel que rechace la religión que uno ha abrazado es en cierto modo ilógico o depravado".

Lo que Kymlicka dice sobre la religión en las aulas puede aplicarse de modo idéntico al caso de personas con pautas de consumo, vestimentas o rasgos raciales similares: no basta con que un maestro hable de igualdad a sus alumnos, si ellos sólo viven en y de la segregación.

Sin dudas, quienes eligen segregar a sus

hijos para enviarlos a lugares selectos donde sólo se encuentran e interactúan con otros jóvenes de idéntica extracción social, lo hacen convencidos de que de ese modo les ofrecen lo mejor que está a su alcance, como buenos padres de familia que son.

Sin embargo, convendría reconocer el modo en que tales elecciones son capaces de causar (también) daños graves sobre sus hijos, deteriorando su capacidad de socialización y corroyendo su salud cívica.

Por supuesto, es imposible pretender que "todos se vinculen con todos". Pero el problema no es ése: el problema es el modo en que ayudamos a erigir nuevos muros que provocan que, en los hechos, algunos grupos –en este caso, los niños– directamente dejen de relacionarse con algunos otros que no son de su condición, a los que finalmente dejan de ver como iguales.

Una de las decisiones judiciales más influyentes y admiradas en la historia del derecho moderno, la sentencia "Brown v. Board of Education". vino a enfrentar un dilema, finalmente, de naturaleza similar: la segregación racial en las escuelas. Por supuesto, en dicho caso las dificultades eran mucho más serias, porque la segregación estaba respaldada activamente por el derecho. Sin embargo, el problema sustantivo no varía demasiado.

Entonces, la Justicia tomó medidas para permitir que, por primera vez, niños de distintas razas entraran juntos en las mismas aulas y compartieran sus bancos y sus juegos. El tribunal identificó bien que la cuestión a enfrentar no era sólo una vergonzosa segregación legal sino, ante todo, el impacto de la "separación" sobre la humanidad de los niños. Para los magistrados, la falta de contactos entre estudiantes de distintas razas generaba "sentimientos de superioridad" respecto del "estatus de cada uno (de los niños) en su comunidad, afectando a sus mentes y sus corazones de modos que difícilmente pueden revertirse".

¿No será la hora de recuperar estos principios y aspiraciones tan universalmente venerados, para empezar a andar un camino que nos permita terminar con décadas de una segregación social en los hechos –una segregación que hoy, tal vez con la mejor buena fe, muchos padres promueven?

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