Di Tella en los medios
La Nación
17/12/22

¿Ecología vs. arte? Los polémicos métodos de los activistas por el clima

Por Inés Beato Vassolo

Carlos Huffmann, director del Departamento de Arte, analizó los ataques de activistas por el cambio climático contra obras artísticas icónicas.

Dos manifestantes arrojan sopa enlatada a “Los girasoles”, de Vincent Van Gogh, en la Galería Nacional de Londres en octubre

Dos manifestantes arrojan sopa enlatada a “Los girasoles”, de Vincent Van Gogh, en la Galería Nacional de Londres en octubre. Just Stop Oil - AP.



En mayo, un hombre que fingía estar en silla de ruedas arrojó un pedazo de torta a La Gioconda, en el Museo del Louvre. El hecho no cobró mucha trascendencia, puesto que no era la primera vez en la historia que una obra de arte de ese calibre sufría un atentado. Pero algo similar volvió a ocurrir un mes después, cuando dos militantes se pegaron a un marco de un cuadro de Van Gogh, en la Courtauld Gallery de Londres. Y a menos de una semana de vulnerar la producción del pintor neerlandés, los blancos fueron un paisaje del inglés John Constable y La última cena de Leonardo Da Vinci. Aún más frecuentes se volvieron los ataques a distintos museos durante octubre, en vísperas de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) y después de que la por entonces primera ministra de Reino Unido, Liz Truss –quien duró 44 días en su cargo– extendiera decenas de nuevas licencias para la explotación de petróleo y gas con el fin de promover la producción nacional, a medida que buena parte de Europa se aleja del combustible ruso.

Allí estaban los fundamentos de un accionar que se volvió casi sistemático y que no es impulsado ni por la religión, la economía o una rasgadura social, sino por la crisis climática, un tópico que crece desde hace años en la agenda pública, en particular entre las generaciones más jóvenes. Lo advertía, a los gritos, el hombre que se animó a ir contra la popular Mona Lisa: “Piensen en la Tierra, hay gente que la está destruyendo”.

Desde aquel tortazo, se mimetizó el modus operandi de los militantes. En dupla, los abanderados de causas ambientalistas manchan con comida o con pintura un cuadro emblemático de un museo importante del Viejo Continente, que casualmente está protegido con vidrio (aunque los presentes no lo saben), mientras los espectadores emiten sonidos y onomatopeyas de desencanto. Y filman, claro. Importartísimo asegurarse de que el contenido va a ser viralizado por terceros. Luego se pegan al marco de la obra o a la pared del museo con un superpegamento que los ayuda a demorar su retiro forzado y les da margen, también, para compartir en voz alta sus fundamentos. Si el guardia de turno está distraído, probablemente lleguen a sacarse las camperas y mostrar una remera con el nombre del grupo al cual pertenecen (casi siempre Just Stop Oil, de Reino Unido). Así, es posible identificarlos, trazar las asociaciones correspondientes, y el video cobra aún más impacto.

Según arriesgan a catalogar algunos expertos, en los templos indiscutidos del arte aflora, por estos tiempos, una disciplina artística ya conocida: la performance.

“Es una performance no controlada por el museo, que tiene actores externos y que busca hacer un llamado de atención acerca de cuáles son los temas importantes de la agenda”, advierte la socióloga e investigadora argentina Maristella Svampa, en diálogo con LA NACION. “Es un acto de desesperación de sectores de la juventud que ven que la clase política y económica nos conduce al suicidio o al colapso sistémico, no solo ecológico”.

Svampa señala el abandono de algunos países europeos del plan de transición verde con el cual se habían comprometido en instancias como el Acuerdo de París de 2016, en el que casi 200 firmantes asumieron la responsabilidad de limitar el aumento de la temperatura global a 1.5°C para sosegar los efectos del calentamiento. Un objetivo vulnerado por la apertura de nuevos pozos de exploración y producción de hidrocarburos.

“No es casual, entonces, que los jóvenes busquen interpelar a la sociedad con acciones de alto impacto como entrar a un museo y confundir a la población simulando que van a destruir una obra de arte, sin que nadie sepa que está protegida con vidrio y todos crean que el daño es irreversible”, dice Svampa.

La elección de salsa de tomate, puré de papas o harina para algunas de las intervenciones también tiene su lectura. “Arrojar comida responde, por un lado, a un gesto mimético –destaca–. Los primeros lo hicieron y los siguientes lo replican. Por el otro, pone de relieve el hecho de que el hambre va a ser uno de los problemas que se va a acentuar con el cambio climático”.


Estilo propio

Fueran de comida o de pintura, las manchas que chorrean en las salas de los museos remiten, para el artista y académico Carlos Huffmann, a los gestos del expresionismo abstracto. “¿Estamos frente a una especie de ecoexpresionismo?”, se pregunta, un poco en tono de parodia y otro poco en serio.

“Creo que hay un pensamiento bastante inteligente y artístico dentro de esta iniciativa. Es muy potente el planteo visual, el hecho de ver una obra icónica intervenida con un gesto que también es pictórico”, dice Huffmann, director del Departamento de Arte de la Universidad Torcuato Di Tella. Y avala hipótesis de la performance de Svampa: “Los activistas entendieron que había una imagen que iba a dar la vuelta al mundo y ser imitada. Como buenos artistas, reconocieron la importancia de la puesta en escena, del nivel performático. Cualquiera de estas fotos podría ser una foto de una performance”.



Manifestantes del grupo “Just Stop Oil” pegan sus manos en el marco de una copia de “La última cena” de Leonardo da Vinci, el 5 de julio en la Real Academia de Londres. James Manning - AP.

Sin manifestarse en respaldo de las arremetidas, Huffmann intenta sondear en el plan de acción de los manifestantes: “Los museos han sido siempre criticados por considerarse mausoleos de obras que mueren al colgarse. Yo no lo creo, ya que todo el tiempo redefinen su práctica. Pero sí es cierto que, como instituciones, tienen la capacidad de crear un núcleo de cultura hegemónica y cristalizar ciertas imágenes y valores. Estas intervenciones podrían estar criticando esa construcción; puede que los jóvenes se paren en estas plataformas de sentido para construir visibilidad y nuevas significaciones”.

Huffmann arriesga una hipótesis: “Para haber elegido este camino, a los activistas les tienen que importar las artes visuales. Hay un claro interés y reconocimiento del patrimonio que los lleva a accionar contra su propia cultura”.

Bruno Rodríguez, uno de los principales referentes de la agrupación Jóvenes por el Clima en la Argentina, quien el último noviembre viajó a Egipto para participar de la COP27, toma distancia de este tipo de acciones. “Si bien respaldamos la causa, nosotros no creemos en la espectacularización de la política y de la militancia. Este tipo de forma directa de intervención viene de la mano de una tradición de protesta muy europea, a la cual creo que se suma un componente de clase. No es que cayeron en esto por haber agotado las variantes de protesta. Es un método de manifestación clasemediera joven, de nicho, difícil de que se replique en zonas como América Latina”, dice Rodríguez, de 22 años, que empezó a militar como ambientalista a los 13 y desde los 18 forma parte de la pata argentina de Fridays for Future, la asociación que encabeza Greta Thunberg.


Mensaje opacado

Preocupado por encontrar estrategias efectivas para instalar con mayor fuerza la agenda ambiental en estas latitudes , Rodríguez considera que los atentados contra obras de arte son “contraestratégicos”.

“Alejan más a la gente de la causa. No generan un método accesible para que la población empatice con nuestros reclamos, en tanto se termina hablando mucho más del sinsentido de la acción que de aquello que la motiva, a lo cual sí adhiero por completo”, afirma, tomando distancia del llamado de la sueca Thunberg a “abrazar la desobediencia civil” y de algunas aprobaciones que se difundieron en redes y que celebraron un activismo “valiente” y “corajudo”.

La crítica del joven ambientalista tiene respaldo empírico: asistió a la cumbre anual de las Naciones Unidas a principios del mes pasado, en pleno apogeo de manifestaciones, cuando la seguidilla de perfomances y cortes de ruta dejaba un saldo de más de 600 detenidos –según constató el diario español El Mundo–, pero nadie habló del tema.

La puesta en escena parece haber trascendido con mayor ímpetu en los medios de comunicación y las plataformas sociales que entre los grandes responsables de la crisis.

“La propia mecánica de la comunicación hizo que esta travesura infantil se convirtiera en un hecho relevante. Pero la protesta no tiene un marco explicativo, como lo tuvo por ejemplo la iconoclasia cristiana del siglo XVII, que destruía imágenes y objetos de oro para despotricar contra los abusos del clero, ni ataca directamente a los agentes del deterioro ambiental, las petroleras y los Estados, que son quienes no ponen límites al calentamiento global”, dice el historiador del arte José Emilio Burucúa.

Ensayista, galardonado con cuatro premios Konex, Burucúa retoma el concepto de militancia de nicho y suma adjetivaciones a lo que también considera una puesta en escena por parte de los activistas europeos. “Esto parecería ser una campaña de publicidad imaginada y llevada a cabo por gente inmadura, grupos que uno podría vincular a cierta clase media en decadencia, que no encuentra otra forma de protesta más lúcida. Me atrevería a compararlos con la banda de ‘los copitos’, quienes protagonizaron el disparatado atentado contra la vicepresidenta para llamar la atención política”, sentencia.

Burucúa confiesa que no es de su interés intentar comprender las motivaciones de los militantes ambientales, dados los inconvenientes que sus acciones han provocado en la dinámica de los museos, pese a no haber causado daños irreparables sobre el patrimonio, sino perjuicios en los marcos, en las salas de exposiciones y en los sistemas de seguridad. “No hay nada que entender. El acto es desmedido. No hay compensaciones para esto”, afirma el intelectual, y convoca a las galerías a extremar las medidas de control: “Es difícil, pero hay que chequear mejor cómo entran los visitantes, qué llevan en la mano y prohibir las mochilas”.

No considera, sin embargo, que los atentados al arte puedan replicarse en nuestro país, pese a que se conservan aquí “verdaderos tesoros” de firmas nacionales e internacionales y crecen las movilizaciones en pos de causas ambientales. “La sociedad argentina se contagia muchas veces de cuanto exceso y extravagancia aflora por ahí, pero hoy estamos envueltos en otros problemas más acuciantes”, dice.

También Huffmann cree que aquí la realidad es otra. “Aquí no está consolidado el interés general por los museos. No son centros que manejen amplios presupuestos ni traccionen mucho turismo e ingresos afines, como ocurre en Europa. Además, considerando que el patrimonio no nos sobra, tengo la sensación de que somos reacios a destruirlo; es difícil que sea blanco de ataque”.

Del otro lado del Atlántico, sin embargo, los activistas climáticos advirtieron que sus acciones no cesarán. “Las alarmas que hacemos saltar no están hechas para gustar, pero estamos obligados a actuar. Ya recogimos firmas, hicimos campañas de concienciación, manifestaciones, y no han cambiado las cosas. No queda otro remedio que escalar la radicalidad de las acciones; esto solo es el comienzo de una lucha masiva enfocada desde la no violencia, aunque no sabemos si eso será así cuando la gente vea peligrar su vida por la crisis climática”, declaró el científico español Víctor de Santos al medio Climática, días después de haber irrumpido junto a otros jóvenes colegas en el museo de BMW en Múnich, para pegar sus manos a uno de los autos de alta gama que se encontraba en exhibición.