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13/03/18

“El juego de la mancha”: una novela sobre el fin del trabajo

Por Eduardo Levy Yeyati

El decano de la Escuela de Gobierno de la UTDT plantea en su nueva novela una Buenos Aires espectral, en la que la mayoría de las personas vive de un seguro de subsistencia y mata el tiempo en los bares.


Esta novela tiene una historia larga. Nace a principios de 1998, como un ejercicio de reconciliación personal con la literatura, que había sido desalojada por la economía. Largas noches en el altillo de una casa de Washington primero, en un departamento de Barrancas después, entrenando la mano, ensayando una novela de estructura clásica en base a una premisa simple: un mundo sin trabajo en el que la mayoría vive de un seguro de subsistencia y mata el tiempo en los bares, un vacío largo que se expresa en los cuerpos y en el deterioro de una Buenos Aires espectral.

Curiosamente, la novela (su premisa) nace antes de la crisis del 2001, y mucho antes del debate sobre la inteligencia artificial, el desempleo tecnológico y la sociedad del ocio. Si bien, en su versión final, tiene rasgos que la emparentan con un debate actual (las redes como instrumentos de minería de datos personales y control social, el desplazamiento laboral, la segregación urbana), el contexto es un disparador para explorar la respuesta individual y colectiva a la falta de ocupación, a la suspensión del trabajo que, más allá de su finalidad y utilidad, llena y justifica una parte esencial de nuestras vidas.

Las referencias de la realidad con las que contaba eran distantes, extremas: larguísimas filas de haitianos esperando la changa de algún turista en Port-au-Prince, la soledad del jubilado en la plaza, el bar-paraíso de Heaven, la canción de Talking Heads ("un lugar donde nunca, nunca pasa nada"), la inanidad del excluido.

Naturalmente, la ficción no imita a la realidad; de hecho, se aleja deliberadamente de ella, y ahí es donde, en la distopía del desempleo, aparecen los elementos mágicos (la ciudad como protagonista vivo, las fronteras difusas entre vigilia y alucinación) y retro futuristas (sin avances científicos aparentes, la novela pinta, a lo sumo, un presente paralelo).

Siguiendo una lógica freudiana, la angustia de la pérdida del trabajo, del guión cotidiano, devuelve a los personajes a un estadio anterior, el de la comunicación offline, la añoranza de la juventud, la idealización del tiempo. La novela del futuro sin trabajo es fundamentalmente una escenificación nostálgica del duelo del presente.

Contra este marco se despliega la trama, una parodia de la paranoia conspirativa (una metáfora de la descomposición), que es la excusa para poner en acción a los personajes, para darles la oportunidad de salir de la pausa en la que los encuentra el comienzo de la historia y de completar sus tramas. Profesores, políticos, trabajadores, marginales, activistas, informantes. Después de 20 años de convivir con ellos, de acompañarlos en secreto, ya no puedo verlos como un lector. ¿Habré logrado que el lector los veo un poco como yo los veo?


El resto de la cocina de esta novela fue más trivial. En 2004, después de entradas y salidas y lecturas ajenas y alguna evolución estilística, envié el fruto de este larguísimo trabajo práctico al premio Sudamericana con un nombre alternativo (La Ronda, pensando en la circularidad de las relaciones, en Ophuls y en Schnitzler), y allí se quedó en la última vuelta. Finalista de concurso no implica edición sino regreso al cajón. Para entonces ya estaba terminando y buscándole destino a mi segunda novela, Gallo, y me costaba dejar de escribir algo nuevo para editar lo viejo.

Los tiempos del novelista intersticial son limitados; el registro de la ficción no es el del ensayo o el de la investigación académica, no es cuestión de cortar la rutina por un rato y agregar unas líneas. Fue esta restricción la que le dio nueva vida al juego de la mancha.

La falta de tiempo para emprender una novela de cero me devolvió a esta asignatura pendiente: como le sucede a uno de sus personajes, decidí que ya era tiempo de publicarla o enterrarla.

Pero también influyó el hecho de que aquella premisa del fin del trabajo se ha vuelto más urgente y palpable, al punto que hoy me ocupa desde otros ángulos, complementarios. Y allí donde el ensayo tiene que suscribirse a la evidencia y las fuentes, esta fantasía, que antecede todos mis estudios "serios" del tema, me permite regodearme en la pesadilla hiperbólica del post empleo con libertad lisérgica. Los extremos, como los sueños, iluminan los límites de nuestras convenciones.

La reversión acortó el material, eliminó adjetivos y adverbios y capítulos y personajes enteros (incluyendo historias auto contenidas, un recurso que me contagié de John Irving y que, me dicen, debería abandonar) y la arraigó a la ciudad junto al río inmóvil apenas lo necesario para no perder la ambigüedad. Espero la nueva lectura de sus primeros lectores para saber si, después de dos décadas de transformaciones, este proceso fue evolución o variación. Pero, sobre todo, espero la primera lectura de sus nuevos lectores.