En los medios

Revista Ideas de Izquierda
7/11/17

Roberto Gargarella: "El caso Maldonado reedita la ruptura del consenso del Nunca Más"

Revista IdZ entrevistó al abogado constitucionalista, profesor de la Escuela de Derecho de la Universidad Di Tella

Por Paula Varela y Julián Khé


IdZ: Aún sin saber el causal de la muerte de Santiago Maldonado (debido a los tiempos que exigen las pericias), sí tenemos certeza de que la misma ocurrió a partir de la represión de Gendarmería Nacional. ¿Qué responsabilidades se podrían asignar a esta por la muerte de Santiago Maldonado?

Esta pregunta me parece fundamental, y la respuesta que debemos darle es independiente de las novedades que se sucedan en los próximos días, lo que revele la autopsia o lo que den a conocer nuevas investigaciones periodísticas. La cuestión es que el gobierno ya carga sobre sus espaldas con una enorme responsabilidad frente a lo acontecido –frente a lo que ya sabemos que ha acontecido–. Es una responsabilidad que debe pagar, primero, jurídicamente, por haber llevado adelante un operativo ilegal destinado a sobreactuar su capacidad para imponer orden, disciplinando a comunidades indígenas (que sigue intentando estigmatizar), en defensa de una distribución de la propiedad cuestionada (entre otras razones, a partir de fundamentos con base en la Constitución). No leo lo hecho por el gobierno en clave conspirativa: creo que este gobierno tiene, entre sus objetivos de largo plazo, el de sentar las bases para el aprovechamiento económico de los recursos naturales de la región, amenazados en la época por los reclamos y derechos constitucionales propios de las comunidades locales. Se trata de un objetivo a favor del cual el kirchnerismo dio el primer y más grave –imperdonable– paso, al aprobar una ley antiterrorista destinada a dar un nuevo marco legal a acciones represivas del tipo que en Chile o en Ecuador se vienen desarrollando desde hace años, contra comunidades indígenas, en materia extractivista, a partir de la misma base legal.

El gobierno debe pagar sus faltas, además, políticamente. Ello así, por ejemplo, a través de la renuncia o el desplazamiento de algunos de los funcionarios involucrados –incluyendo a la Ministra de Seguridad, que se desempeñó pésimamente desde el primer instante de lo acontecido, buscando encubrir antes que descubrir los trágicos hechos y sus causas–. Así, por haber llevado adelante un procedimiento represivo ilegal, irregular y violento; por no haber contribuido desde un comienzo a la investigación y esclarecimiento del caso (todo lo contrario); por no haber sabido acompañar a la familia de Maldonado en su dolor; y por una cuestión de fondo también central: el gobierno viene demostrando su más seria incapacidad en materia de derechos humanos. Amparado en el –también imperdonable– uso político que hiciera de la misma materia el gobierno anterior, el elenco de gobierno auto-justifica su desdén, su incomodidad, su lejanía y la relativa hostilidad con que se mueve en el área. Esa falencia es particularmente grave en el contexto argentino, en el que –más allá de las divisiones irreparables que existen– el tema de los derechos humanos encuentra un respaldo social extraordinario (notablemente, en vinculación con todo lo que nos retrotraiga directamente a la dictadura, como torturas, desapariciones forzadas, beneficio a los militares, etc.), muy diferente del que puede encontrarse, por ejemplo, en otros países de la región.

IdZ: ¿Cómo ves el uso, en funcionarios como Noceti, de la figura del delito de flagrancia aplicado a situaciones de reclamos sociales?

Se trata de otro de los problemas centrales en todo este caso. La referida responsabilidad del gobierno tiene que ver con una acción que llevó a cabo con el objeto –entre otros, pero decisivo– de poner fin al uso de los protocolos existentes en materia de protesta –una tarea que se comenzó a esbozar en el marco de la Ciudad de Buenos Aires–. Por ello, la presencia de Noceti en el lugar no fue inocente: su objetivo era el de inaugurar un nuevo paradigma de acción para los casos de protesta social –un paradigma de acción basado en la idea de flagrancia, esto es, en la idea de que la fuerza coercitiva del Estado puede actuar sin necesidad de una previa orden judicial–. Según entiendo, la idea era poner en marcha este nuevo mecanismo, en un caso aparentemente más fácil, según dicen, para luego poder usar al mismo en otros casos políticamente más complicados, como podría serlo el de Vaca Muerta. Lo que digo también implica rechazar otra idea en boga, como la que algunos organismos quisieron impulsar en torno a la “desaparición forzada”. Creo que el gobierno –con una lógica que la Corte Suprema ha utilizado también– pensaba instalar frente a un supuesto “caso fácil” (unos pocos mapuches cortando una ruta no transitada) una modalidad represiva nueva, a aplicar luego en los “casos difíciles”. El gobierno no quería la “desaparición forzada” (no le interesa porque no le conviene), sino detener en flagrancia a algunos mapuches, para aleccionar a futuros revoltosos (quizás mapuches) en los “casos difíciles” por venir.

IdZ: Una periodista de un medio oficialista afirmó que la muerte de Maldonado era “una pena”, pero que habría sido evitable si no se hubiera cometido “el delito federal de cortar la ruta”… ¿Qué perspectivas ves respecto al derecho a la protesta luego del caso Maldonado? ¿Esto significa un cambio en la política de Estado? Y si es así, ¿cuáles serían ahora las atribuciones de las fuerzas represivas?

Es lo que decía sobre la respuesta anterior: el intento fue el inaugurar un nuevo paradigma represivo, pero el intento terminó con estas planificaciones oscuras –como suele ocurrir– demasiado mal. ¿Qué va a pasar en el futuro? No es claro, pero sugiero dos ideas. Por un lado, absolutamente todas las señales que ha dado el gobierno en materia de protesta en particular (y derechos humanos en general) son malas. Creo, por tanto, que va a reintentar por otros medios volver al camino procurado, esto es, (sobre)actuar su capacidad para imponer orden; desalentar y combatir la protesta social; recortar las posibilidades de la política en las calles; atemorizar a quienes protestan; etc. Ahora bien, otra vez, contra lo que muchos piensan, yo no creo que el gobierno sea un gobierno de tontos y obstinados, como terminó siéndolo el kirchnerismo. Quiero decir, no se trata de un gobierno que prefiere primero reprimir o desaparecer, como si estuviera en su ADN. La primera preferencia del gobierno, no es reprimir sino preservarse en el poder, y se muestra despierto y lúcido para hacerlo. Por lo tanto, supongo que el gobierno sabrá tomar nota del escándalo acontecido, retrocederá, y buscará por otro camino. Recuerden el caso de las “pistolas taser” en la Ciudad, que para mí es muy gráfico de lo que es macrismo. Se trató de una iniciativa horrenda, vinculada con el modo de pensar habitual e inercial del núcleo duro del gobierno. Sin embargo, y frente al escándalo suscitado, la iniciativa desapareció de las prioridades del gobierno de la Ciudad. Quiero decir: estamos frente a un gobierno que no tiene ningún compromiso serio con los derechos humanos, que está animado por iniciativas muchas veces horrendas, pero que no es tonto, y es capaz de retroceder. Bueno, a eso le llamamos política democrática: por miedo, porque no se lo permiten, porque teme perder la próxima elección, o mascullando bronca, a veces los gobiernos dejan de hacer cosas que están animados a hacer. Es la gran diferencia entre las democracias (cualquiera sea la definición que le demos al término) y las dictaduras, y el gobierno parece lúcido antes que tonto, a la hora de jugar ese juego.

IdZ: Los reclamos mapuche, al igual que los de la mayoría de los pueblos originarios, gravitan particularmente alrededor del problema de la tierra que se basa en una larga disputa territorial y un “conflicto de derechos”. Incluso, uno de los argumentos del gobierno nacional durante los días en que Maldonado estuvo desparecido, fue que la comunidad mapuche dificultaba la investigación “por no dejar ingresar al territorio” a las fuerzas del Estado. ¿Cuál es tu análisis de la relación entre los reclamos de los pueblos originarios, el problema del Estado-territorio y la judicialización de los mismos?

Me parece que muy habitualmente se piensa en la cuestión indígena a través de la idea de concesiones graciosas, o de favores estatales basados en la solidaridad o la pena, perdiendo de vista la cantidad y el peso de los compromisos jurídicos y constitucionales asumidos desde hace décadas por el Estado. Compromisos con las comunidades indígenas, que son extraordinariamente importantes. Empecemos por el art. 75 inc. 17 de la Constitución, que entre otras varias consideraciones sostiene que el Estado nacional se compromete a “reconocer la personería jurídica de sus comunidades, y la posesión y propiedad comunitarias de las tierras que tradicionalmente ocupan; y regular la entrega de otras aptas y suficientes para el desarrollo humano”. Se trata de un compromiso importantísimo, de rango constitucional, que hoy resulta por completo y de punta a punta violado, y que permite a los indígenas de nuestro país considerarse agraviados jurídicamente, del modo más grave, por todos los gobiernos nacionales, al menos desde el ‘94 para acá. Y a eso le tenemos que agregar otros compromisos jurídicos extraordinarios, como los derivados del Convenio 169 de la OIT, que tiene rasgo infraconstitucional y supralegal, y que no solo afirma que los indígenas tienen derecho a participar en la gestión de los recursos naturales que utilizan, sino que además establece un derecho de consulta obligatoria hacia esos pueblos originarios, en relación con las iniciativas que los afecten, que países como el nuestro vienen incumpliendo y burlando sistemáticamente (piénsese, por caso, en el proceso de redacción del Código Civil recién reformado).

IdZ: Más en general el caso Maldonado toca múltiples problemáticas a la vez: los derechos de los pueblos originarios; los intereses en pugna en torno a la tierra; el derecho a la protesta y la criminalización de la misma; la violencia institucional; el rol del gobierno, de la justicia y de los medios de comunicación; entre otros puntos. ¿Qué nos dice el caso Maldonado del momento que estamos viviendo? ¿Se rompe el “consenso sobre los derechos humanos” que parecía haberse instalado en los últimos años en gran parte de la sociedad?

Bueno, a mí me interesó marcar esa idea de la ruptura del “consenso del Nunca Más” en los últimos años. Y me interesa ratificar esa idea, pero para ello tenemos que clarificar también qué es el consenso del Nunca Más. Yo lo entiendo como el consenso en torno a la idea de que el Estado no puede matar, desaparecer, torturar o perseguir ilegalmente y a través de la fuerza a sus opositores. Me parece que ese consenso fue la base común sobre la que se apoyó la democracia del ‘83, pero que con el paso del tiempo se fue diluyendo, en parte por razones obvias (también generacionales): quienes no vivieron y padecieron la dictadura, no tienen el trauma que tenemos todos los que la (sobre)vivimos. Ahora bien, lo más preocupante es que ese consenso en parte resultó socavado por la partidización y el faccionalismo recientes, y el matar, desaparecer, torturar o perseguir se tornó condenable (no por sí e incondicionalmente, sino, por caso) conforme a quién era el que mataba y quién era el muerto. Si se mataba y perseguía a los Qom, entonces, parecía no ser tan grave (porque “algo habrán hecho” –i.e., no apoyar al partido que se supone debían apoyar–); como parecía legítimo matar a Nisman luego de muerto; o no investigar al Ministerio del Interior o encubrir al ministro Carlos Tomada luego de la muerte de Mariano Ferreyra; o acusar al trabajador maquinista por la tragedia de Once. En estos días volvimos a ver del modo más triste esa ruptura, en personas que lloraban por Maldonado mientras callaban a Julio López. En todo caso, no se trata de un problema reducido al binomio kirchnerismo antikirchnerismo. Se trata –creo yo– de una mala noticia más preocupante que la “grieta”: la mala noticia es que ya no están los anticuerpos que estuvieron –los del consenso del Nunca Más– que nos permitían pensar que nunca más la muerte, la desaparición, la tortura o la persecución de opositores volvería a tener apoyatura social –y mucho menos la apoyatura social de sectores progresistas, dispuestos a concebir y calcular la muerte conforme a su rendimiento político–.

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