Escuela de Gobierno
En los medios
Los maestros de antes no siempre eran mejores
"Mitificar el pasado y estereotipar el presente impide apoyar a los docentes en una tarea cada vez más complicada, frenando todo atisbo de cambio", argumenta el profesor del Área de Educación de la Di Tella
Decían que Clementina no era mala, sino "severa". En sus clases reinaba el silencio, sus alumnos temían y aprendían y para los indisciplinados había cachetazo de ida para las faltas cotidianas, sumando el revés cuando la falta lo ameritaba. Corría mayo del 68 y mientras ardían las barricadas en París y los jóvenes proclamaban el amor libre y la imaginación al poder, aquí, en Buenos Aires, yo cursaba el segundo grado de la escuela primaria con la señorita Clementina.
Aprendí de Clementina que "a la escuela se viene a leer libros" el día que confiscó mi revista Batman y la arrojó, hecha jirones, al cesto de basura que tenía grabado el escudo del Consejo Nacional de Educación.
Con el tiempo registré que Clementina formó parte de la generación dorada: las reconocemos como "aquellas maestras" de la época de oro de la educación argentina. Recibida en la Escuela Normal, se desempeñó más de tres décadas en el turno mañana de una escuela primaria presidida, en su entrada, por un enorme busto de Sarmiento.
Es que la señorita Clementina no hacía cursos de capacitación: sólo existían "conferencias didácticas" a las que la obligaban a asistir una o dos veces por año (fuera del horario de clases, obviamente). Su acceso a la cultura consistía en su biblioteca con dos enciclopedias, el Martín Fierro bellamente encuadernado, El Tesoro de la Juventud y variada literatura romántica. Además, había cinematógrafo una o dos veces por mes, radioteatro -después teleteatro- todos los días y las revistas femeninas. Leía el diario sólo los domingos, y si había pasado algo grave compraba la sexta (el vespertino). A pesar de vivir cerca del Obelisco, descubrió los teatros, los conciertos y los museos cuando -ya jubilada- llevaba a pasear a su nieta menor. Después de la corrección diaria y de las tareas domésticas, visitaba amigas o familiares, tejía o ayudaba a sus hijos con las tareas escolares. Su paupérrimo sueldo se consideraba una ayudita en una economía familiar que dependía de su marido.
La escuela de la generación dorada formaba parte de un orden social jerárquico y muchas veces autoritario que hoy sólo se concibe en dictaduras o teocracias. La autoridad docente estaba para que la ejerciese cualquier muchacho de 17 años en un escenario de alta legitimidad social para figuras como la maestra, el médico, el militar o el policía. Las familias tenían poca experiencia escolar y por lo tanto nula capacidad para evaluar y cuestionar a los educadores en un mundo donde la escuela era la única opción para aprender conocimiento legitimado.
Eso explica por qué ese plantel docente de formación básica y conocimientos ajustados fue tan eficaz para formarnos. Con su pedagogía artesanal, su control estricto y sus lecciones de memoria, a las clementinas les perdonamos sus aristas menos amables y las recordamos por su ejercicio sobresaliente del magisterio. Y las usamos para criticar a los maestros de ahora.
Los nuevos maestros son diferentes. No cursan sólo un secundario, como sus antecesores; se agregan cinco años en la formación docente terciaria o universitaria. Pueden empezar a ejercer desde los 23 años de edad, con más conocimientos generales y didácticos y opciones culturales abiertas. Tienen acceso a recursos infinitos gracias a Internet y son más conscientes de sus derechos y obligaciones y los de sus alumnos. Saben que enseñar de memoria y tomar lección es tan sencillo como inconducente y, al contrario de la jactancia de sus antecesores, relativizan la omnipotencia docente, especialmente cuando sopesan cuánto les importa la educación a la sociedad y a sus clases dirigentes.
Hoy es mucho más difícil ser docente: profesionales aun muy preparados tienen más dificultades para educar y para legitimar socialmente su función. Nuestra sociedad ya no es jerárquica, la escuela no es la única agencia de transmisión del saber, el mundo adulto es cuestionado y la autoridad no se le regala a nadie: el lugar del docente debe ser construido cada día entre enormes conflictos. El saber se multiplica a un clic de distancia y quien hoy pretendiera romper las revistas de sus alumnos ya no causaría miedo, sino pena y una denuncia. Las educadoras no ganan para la ayudita: sus salarios son, muchas veces, el único sostén de la familia.
A pesar de estos cambios sociales y culturales, la dirigencia política parece haber decidido que la organización de las escuelas debe mantenerse intocada. Este congelamiento proyecta su imagen ilusoria y en consecuencia la idea generalizada -incluso en ámbitos supuestamente informados- de que la generación dorada mutó a uno de dos estereotipos docentes: o el maestro (varón) militante, vago y malentretenido o el héroe (casi siempre varón) sacrificado que recorre diariamente veinte leguas a lomo de mula en busca de alumnos.
Mientras tanto, la deslegitimación de los docentes reales (en su gran mayoría mujeres) abunda en los medios y en la política, en el contexto de un sistema escolar que no exhibe mejoras desde tiempos clementinos. Y la deslegitimación no es gratis: la violencia se ha invertido y se ejerce ahora contra los maestros, frente a una sociedad cómplice de la impugnación salvaje de sus educadores.
Mitificar el pasado y estereotipar el presente impide apoyar a los docentes en una tarea cada vez más complicada, frenando todo atisbo de cambio, para así convalidar violencias, reverenciar fantasmas, alabar héroes y exorcizar demonios en un combate en el que la degradación educativa ya no presenta rivales.
Profesor de la Universidad Torcuato Di Tella