En los medios

Clarín
9/04/17

El crepúsculo de las hegemonías

El profesor emérito de la UTDT afirma que "la tradición republicana está agraviada en nuestro continente por las desigualdades y la corrupción"

Por Natalio Botana

En América del Sur —no solo en Argentina—coexisten dos legitimidades en pugna. El lenguaje habitual alude al populismo para exponer una tendencia que impugna los contenidos republicanos de la democracia. Acaso el problema sea más profundo porque tocaría de lleno en las tradiciones hegemónicas de los gobiernos, en la fragilidad de las economías y en la decrepitud de la moral cívica. El asunto es, pues, histórico y se remonta al siglo XIX.

Salvo excepciones, la tradición republicana está agraviada en nuestro continente por las desigualdades y la corrupción. Los ejemplos abundan de una corrupción empresarial y política que se desenvuelve a escala regional y que, para durar, reclama la adhesión engañosa de amplias franjas de la sociedad. Lo que Maquiavelo llamaba la corrupción del pueblo.

Este es uno des resortes de las democracias hegemónicas que desde Venezuela abarcaron las experiencias dispares de Ecuador, Bolivia, Brasil y Argentina. A todas las unió el objetivo de instaurar presidencias perpetuas o, en su defecto, de controlar la sucesión presidencial. Pasó en Venezuela y Brasil, acaba de ratificarse en Ecuador, fracasó en Argentina, se ensaya en Bolivia y se intenta en estos días en Paraguay.

¿Qué hacer para quedarse o, al menos, como decía Francisco Franco, para dejar las cosas bien atadas? No es sencillo, porque este propósito suele chocar con la capacidad residual que conservan ciertas instituciones republicanas para vetar esas arremetidas. En Brasil, por ejemplo, el sistema judicial ha puesto en vilo a una clase política aquejada por graves presunciones de corrupción.

Estas acciones han quebrado el esquema de control de la sucesión que habían puesto en marcha las dos presidencias de Lula da Silva y el período incompleto de su sucesora Dilma Roussef. Hoy Brasil es un páramo de liderazgos sujeto a un angustiante retroceso de su economía. En consecuencia, el control de la sucesión no siempre responde a la intención de quien lo establece. El ejemplo de Venezuela es, al respecto, el más lacerante.

La figura de Chávez, su fisonomía carismática de jefe militar y petrolero, rozó muy pronto el apogeo. Le fallaron su salud, el sucesor designado y, tal vez, en vista de los últimos acontecimientos, un omnipresente aparato militar. Más allá de la torpeza de Maduro y su séquito, la erosión de la trama autoritaria y represiva que lo sostiene no sólo obedece a una oposición fragmentada que ha ganado elecciones, a las movilizaciones populares o a la pavorosa decadencia de la economía; también deriva de las divisiones internas del régimen y de algunas garantías constitucionales que no han desaparecido del todo. En esta curiosa mezcla de tradiciones se advierte el carácter híbrido de estas experiencias sudamericanas. Los líderes hegemónicos no pueden prescindir de la ratificación popular por medio de elecciones. Dado que dicen representar la voluntad auténtica del pueblo están por tanto obligados a ganar, pero si fracasan, o perciben como Maduro un fracaso inminente en las urnas, atraviesan el umbral que separa la hegemonía electoral de la dictadura: no pueden permitir que el pueblo vote porque pueden perder. Bloqueada la válvula electoral, la violencia reina o, en una versión más benigna, el gobierno derrotado no acepta el triunfo de su oponente.

Al nivel de transgresión constitucional y humanitaria de Venezuela no se ha llegado en Ecuador ni en Argentina. En ambos países, luego de tres períodos constitucionales, tanto Rafael Correa como antes Cristina Kirchner buscaron controlar la sucesión. En Ecuador, la apuesta resultó exitosa en los comicios presidenciales del domingo pasado: por estrecho margen, aunque impugnado por presunción de fraude, el candidato oficialista Lenin Moreno se impuso sobre el opositor Guillermo Lasso. No obstante, esta victoria no parece que vaya a funcionar como una réplica del estilo antagónico y reformista de Correa.

Más bien, esas elecciones delimitan, como antes en Argentina, el escenario polarizante de una sociedad escindida por esta pugna de legitimidades. Es obvio, por consiguiente, que el estilo del sucesor de Correa no debería ser el de un presidente subordinado a su antecesor sino el de un magistrado capaz de sortear el desafío de la polarización en un contexto económico que se ha modificado sustancialmente. Ya no hay más dinero para distribuir.

Este melancólico final de una aventura distribucionista sin bases sustentables —patético por lo trágico en Venezuela— conforma quizás el último acto del argumento hegemónico: estos líderes crecieron y atrajeron a marginales y excluidos en tiempos de abundancia. Ahora ese cuadro se oscurece sin que se borre el recuerdo de aquel momento de bonanza en los que nada o poco tienen: para ellos ese período fue tan real como las penurias pasadas.

Algo de este clima se refleja en la Argentina posterior a la derrota del kirchnerismo. Si bien se puede entender el triunfo de Macri desde diferentes ángulos, la raíz de la cuestión que atormenta a la ex presidenta y a sus seguidores es haber perdido el control de la sucesión. El fracaso de un hipotético sucesor aparentemente maleable, Daniel Scioli, en compañía de un candidato a Vicepresidente que haría de comisario ideológico, produjo una lección muy dura acerca de las consecuencias no queridas de las decisiones políticas.

Hasta nuevo aviso, la hegemonía argentina es pues la única que sucumbió en la arena electoral sin aceptar tal resultado. No aconteció en Brasil donde cayó por acción del Congreso, en Venezuela que resiste mientras agoniza, en Ecuador que apenas doblegó al candidato opositor o aún en Bolivia donde las cartas no han sido echadas todavía.

Estas experiencias ponen de relieve el efecto que tienen los legados hegemónicos: la frustración que nace de los logros perdidos y la polarización que, por esa dinámica que alimenta los extremos, socava la posibilidad de acordar un imprescindible núcleo de políticas de Estado. Enorme desafío para superar ambas herencias con una visión constructiva.

Natalio Botana es politólogo e historiador