En los medios

La Nación
11/12/16

La privacidad ha muerto. ¿Podemos seguir siendo libres?

Para Roberto Gargarella, profesor de la Escuela de Derecho, "los actos dejan de ser privados cuando afectan a terceros y no cuando son invisibles"

Es casi imposible pasar una semana sin leer a alguien que declara la muerte de la privacidad. Junto con la importancia de los medios tradicionales y la confiabilidad de las encuestas de opinión, la privacidad es uno de los fallecidos preferidos tanto por los apocalípticos que la lamentan como por los integrados que, si no la celebran, al menos la toman como una verdad inevitable sobre la que solamente vale la pena ironizar.

Estos dos diagnósticos polares conviven con un amplio abanico de reacciones intermedias, especialmente visible ante los casos particulares. Ante la filtración de imágenes que algún famoso (o, mucho más frecuentemente, alguna famosa) no planeaba publicar, los retuits que viralizan las fotos aparecen en la misma columna que mensajes que te invitan a no contribuir con la difusión de un contenido que viola la privacidad de una persona. ¿Ha muerto la privacidad? Sin pronunciarnos sobre su pulso, en esta nota estudiamos su anatomía.

De este lado, los modernos

La idea de la división entre un ámbito público y uno privado es muy antigua; sin embargo, el modo en que la entendíamos hasta hace muy poco data de la modernidad. "En la Política de Aristóteles ya se encuentra una diferencia entre el espacio del hogar (que está cubierto, que no permite el ingreso de la mirada del otro y que es el espacio de la desigualdad) y el de lo público (que es, por el contrario, abierto, luminoso e igualitario)", explica Facundo García Valverde, doctor en Filosofía e investigador del Conicet. "Esta idea se traslada a la Modernidad pero con una diferencia fundamental. Para el liberalismo clásico ese espacio de no aparición es, por definición, el espacio de la libertad, donde los individuos deberían ser libres de la interferencia de poderosos y terceros, en especial, del Estado. Cuando el Estado deja ese espacio para que yo decida a quién quiero rezar o qué sexualidad practicar, soy libre".

Esta relación entre privacidad y libertad sigue vigente en debates jurídico-políticos. El caso de nuestro país es interesante: la alusión explícita de la Constitución Nacional a un derecho a la privacidad en el artículo 19 ha sido utilizada por el constitucionalismo progresista con mayor o menor éxito para ampliar libertades, como la despenalización del consumo de drogas o incluso la del aborto. Es por eso que los constitucionalistas han hecho un gran esfuerzo de reelaboración conceptual para salvar a la distinción público/privado de la crítica feminista que en los años 70 proclamó "lo privado es político". "La privacidad no debe confundirse con lo que ocurre al interior del hogar. La privacidad protege nuestra libertad para escoger nuestros planes de vida, el modo en que queremos vivir. Los actos dejan de ser privados cuando afectan a terceros y no cuando son invisibles", precisa Roberto Gargarella, constitucionalista y profesor de la UBA. "Por eso, la violencia de género nunca es un acto privado. La protección de la privacidad parte de la idea, entonces, de que somos dueños de nuestras vidas, y que nadie, ni el Estado ni otros particulares, pueden interferir con nuestra decisión de vivir como querramos, en tanto no causemos daños a los demás".

No es entonces una obsesión nostálgica o tecnofóbica preguntarnos por el futuro de la privacidad y de aquellas libertades que la privacidad solía proteger. El fin de la privacidad, ¿significa el fin de la libertad de hablarle mal a un amigo sobre nuestro jefe sin temer perder el trabajo? ¿Implica abandonar el derecho a la intimidad sexual libre si alguna vez se aspira a ocupar un cargo público? De todo esto es necesario conversar cuando se escriben los obituarios de la privacidad moderna.

Cuestión de prioridades

Uno de los procesos actuales más interesantes es el cambio en la valoración social de la privacidad. Somos capaces de darles nuestro nombre completo, DNI, dirección de mail y hasta número de tarjeta de crédito a cualquier aplicación sin pensarlo dos veces. "Yo no diría que la privacidad ha dejado de importar", responde Paula Sibilia, antropóloga y autora de La intimidad como espectáculo. "Creo que otras cosas pueden llegar a ser más importantes o tentadoras; y, en su nombre, se opta por correr ciertos riesgos con mayor o menor consciencia de lo que se está haciendo. Lo que suele ocurrir en esos gestos exhibicionistas no es 'mostrar todo', sino una suerte de curaduría de uno mismo, una performance más o menos calculada. Todos saben que lo que sucede en las redes sociales no es 'toda la verdad y nada más que la verdad'", dice Sibilia, y sus palabras resuenan para cualquiera que alguna vez haya entrado a Instagram y se haya preguntado cuándo fue que todos sus amigos se volvieron tan hermosos, lozanos y sonrientes como modelos publicitarios.

Esto se integra a lo que los teóricos Jeremy Rifkin y Slavoj Zizek llamaron la comoditización de la experiencia, la transformación de la experiencia en la mercancía por excelencia. Ya no queremos el auto del vecino, queremos su viaje a la India y su estilo de vida saludable, sus almuerzos de domingo y salidas al cine, incluso su matrimonio feliz y su familia de publicidad: esa vida perfecta que nos venden sus fotos de Instagram. Se ha dicho que hay algo positivo en el pasaje del capitalismo de objetos al capitalismo de experiencias, pero el problema se complejiza con las redes sociales. Hace 20 años conocíamos vecinos que tenían autos mejores que el nuestro pero también autos peores: hoy en día, por esta "curaduría", todas las vidas en Internet parecen mejores que las nuestras. Sibilia ilumina una paradoja de estos tiempos espectaculares: que los riesgos de exponernos nos parezcan menos importantes no significa que nos importe menos el "qué dirán".

El tristemente célebre caso de Justine Sacco es un buen ejemplo para analizar. Corría el año 2013, Twitter estaba en la cresta de la ola y Sacco, una joven ejecutiva de relaciones públicas, viajaba desde su hogar en Nueva York para visitar familia en África. Desde el aeropuerto, antes de subirse a un vuelo que la dejaría desconectada por varias horas, tuiteó: "Yendo a África. Espero que no me dé SIDA. ¡Es un chiste! Soy blanca". Para cuando aterrizó, miles de usuarios la habían amenazado y convertido en tendencia mundial. Y no terminó ahí: Sacco perdió su trabajo y los empleados de los hoteles que había reservado dieron aviso en las redes de que se negarían a atenderla. Sacco no previó la reacción desproporcionada que su chiste podía provocar, pero sería inexacto decir que tuiteó sin pensar en la opinión de los demás; si no hubiera querido sumar ese contenido a su imagen pública podría haber enviado ese chiste a algún amigo. Lo que hizo fue un mal cálculo respecto de lo que ese chiste decía de ella: en lugar de proyectarla como una chica irreverente y divertida, fuera de contexto y para la gente que no la conocía la hizo quedar como una racista.

La sobreexposición hoy nos parece un costo menor, pero muchas veces nos damos cuenta a posteriori de que sopesamos mal los riesgos. Episodios como el de Justine Sacco terminan funcionando como advertencia y hasta mecanismo de autocensura, aunque tal vez más a partir del miedo que de la prudencia. "Esa posibilidad muy real de la humillación pública funciona como un operador moral bastante poderoso, y en ese sentido es un moderador de los excesos en la autoexposición. La vergüenza ahora es más eficaz que la culpa como mecanismo de control social. Pierden fuerzas los conflictos internos provocados por el choque entre los propios impulsos y la ley, ese drama tan burgués de la culpa; en compensación, cuando se vive en permanente visibilidad y conexión, las condenas más severas pueden emanar de la mirada ajena con el rostro amenazante de la vergüenza", dice Sibilia. Aunque la mayor parte de las veces la exposición de nuestra intimidad es voluntaria y por eso no opresiva, la "sociedad del espectáculo" podría estar produciendo subjetividades demasiado dependientes y vulnerables a la mirada ajena.

Me debo a mi público

Esta reconversión de los conceptos de lo privado y lo público se hizo evidente en el terreno crucial de las campañas presidenciales. El matrimonio de Hillary, las relaciones de Trump y el rol de las "esposas" en la última campaña en nuestro país nos conducen a una pregunta: ¿se parecen las campañas posmodernas demasiado al mundo premoderno? Sibilia piensa que sí: "con respecto a las esposas de los políticos, con ese renovado énfasis en las parejas estables y la 'familia feliz' más o menos tradicional, creo que se está dando una curiosa combinación entre esa supuesta 'permisividad' del mundo contemporáneo y una onda conservadora bastante evidente", explica. Es interesante vincular este revival de la "familia feliz", que en términos culturales había retrocedido tanto con la revolución sexual de los años 70 como con el énfasis en el éxito profesional de los años 80, con la mencionada comoditización de la experiencia: la monogamia y la familia vuelven ya no como imperativos religiosos o morales sino como objetos aspiracionales, parte de ese ideal de una "vida plena".

Pero tal vez la pregunta sea: ¿cómo afectan estas transformaciones a los resultados de las elecciones? No es claro. En Estados Unidos los escándalos protagonizados por Bill Clinton tuvieron un efecto particular en el corto plazo, analizado por el "presidenciólogo" Steven E. Schier en su libro The Post-Modern Presidency: Bill Clinton's Influence in U.S. Politics. Muchos especialistas supusieron que en la siguiente elección habría un énfasis en los valores y en la exposición de una vida privada ejemplar; otros dijeron que los ciudadanos preferirían un menor énfasis en la vida privada de los candidatos y, de acuerdo con Schier, la razón la tuvieron estos últimos. En una encuesta de 1998 hecha por el Pew Research Center casi dos tercios de la población creía que para evitar otro caso Lewinsky lo mejor era que la vida privada de los candidatos se mantuviera privada, mientras que solo el 34% contestó que la mejor estrategia sería optar por "candidatos morales". Hay evidencia de que varias campañas en las elecciones de 2000 estuvieron en línea con estos resultados e intentaron correr a la vida privada del foco de la elección, como la negativa de Bush a discutir excesos del pasado o la del precandidato demócrata Bill Bradley a contestar preguntas sobre su religión e incluso los libros que leía. Parecería que esta tendencia a no dar importancia a la vida privada de los candidatos se revirtió con las transformaciones de los últimos años, pero tampoco es obvio. Los comentarios sexistas de Trump, ofensivos para las feministas pero también para que ellos que buscaban al candidato de los valores familiares, no le hicieron perder un número significativo de votos entre las mujeres blancas (con o sin educación universitaria) ni entre los conservadores. "La gente tiene actitudes respecto de estas cuestiones de género", le explicó al New York Times la politóloga Kathleen Dolan, especialista en mujeres y política, "pero rara vez esas actitudes terminan siendo importantes en sus cálculos. No hay mejor prueba que esta elección".

No disponemos de datos sobre la importancia que los votantes argentinos le asignan a la vida privada de los candidatos. No obstante, el hecho de que el ex presidente Menem haya protagonizado un mediático divorcio en 1991 que no le costó la elección de 1994 podría insinuar que este énfasis en la imagen familiar evidente en las elecciones de 2015 sería una tendencia novedosa. "Estoy de acuerdo en que la vida privada de los candidatos es cada vez más importante", dice Eugenia Mitchelstein, especialista en comunicación y política, doctora por la Northwestern University y profesora adjunta en la Universidad de San Andrés. "Los candidatos, en mayor o menor medida, han intentado aprovechar esta pérdida de las distinciones (las fotos de la familia perfecta Obama, las constantes menciones de Hillary a que es madre y abuela, Macri con Juliana y Antonia). Eso no significa que no se les pueda volver en contra". En efecto, la sobreexposición, así como puede ser peligrosa para ciudadanos comunes haciendo chistes de mal gusto, puede perjudicar a funcionarios o candidatos con costos que los exceden como individuos. ¿Es legítimo que esto suceda? Y más importante: ¿se puede evitar? "En principio la habilidad para gobernar debería estar separada de características personales, como el caso de Churchill y su borrachera", piensa Mitchelstein. "Pero una vez que ya sabés, ¿es posible separarlas? Tiendo a creer que no, pero las mujeres que votaron a Donald Trump sabían de sus declaraciones y no les dieron tanta importancia, así que puede que dependa de qué prioriza cada votante". Parecería que la política no es un caso especial en relación con los límites entre lo público y lo privado, aunque sea uno especialmente importante. Esta nueva intimidad pública plantea tantas preguntas para políticos y oficiales de campañas como para el resto de las personas.

Lo que se viene

La cuestión que queda por resolver en, en palabras de Sibilia, "el conflicto entre espectáculo y control": el balance entre nuestro deseo de exponernos y nuestra posibilidad de evitar que eso que mostramos se nos vuelva en contra, en la forma del chantaje, de la humillación o de la ansiedad y la compulsión. Las nuevas redes sociales que están eligiendo los más jóvenes, SnapChat e Instagram Stories, pueden pensarse como un intento de resolver este problema: sus contenidos desaparecen en 24 horas y no permiten el "me gusta" ni el comentario más que por vía privada. De este modo, aquello que se postea en estas redes no queda en el archivo permanente de nuestra imagen (aunque se pueda tomar capturas) y tampoco es posible cuantificar la aprobación que reciben nuestras fotos y videos: los adolescentes no quieren renunciar a sus vidrieras pero están buscando formas de protegerse tanto de la violencia como de la memoria eterna de la web.

El furor de estas redes no es el único signo de que quizás las nuevas generaciones estén mejor equipadas para repensar sus modos de mostrarse. Entre 2015 y 2016 varias de las celebridades más influyentes entre los sub-25 (Justin Bieber, Kendall Jenner y más) decidieron bajarse de las redes para evitar la adicción y las constantes agresiones; muchos recomiendan a sus fans el experimento de "desintoxicarse" de las redes para recuperar la perspectiva y bajar la ansiedad en relación con el hambre de reconocimiento constante y el bullying. En esta línea, un estudio hecho por la empresa de servicios VPN HMA mostró diferencias sustanciales entre los millennials mayores, que hoy tienen entre 25 y 34 años, y los menores, de 18 a 24 años. Los millennials menores están menos enamorados de las redes sociales que los mayores, valoran menos las interacciones y formas de reconocimiento que tienen lugar allí y son más desconfiados en cuanto a la seguridad y privacidad de los contenidos que contienen. También son más cautos en lo que respecta a la información que comparten: el 75% de los millennials menores dijo que no compartiría su número de seguridad social en las redes sociales, contra solamente el 53% de los mayores.

Pero no hay que defenestrar a los treintañeros: el periodista de tecnología Kevin Murnane, que analizó estos resultados para Forbes, concluye que las precauciones de los millennials más chicos pueden deberse a aprendizajes basados en la experiencia de los mayores, los primeros nativos digitales. La información parece ser un mejor camino que la paranoia, y el que, muy lentamente, están eligiendo los más jóvenes. "No tengo datos concretos, pero creería, por mi experiencia como periodista que informa sobre los riesgos de internet, que la gente se cuida más cuando se informa", dice Natalia Zuazo, periodista, politóloga y autora de Guerras de Internet. "A los millennials o los más informados nos parece normal entender los riesgos, pero no es así para todos. Falta mucho, justamente, porque también las empresas se encargar de no informar o de ocultar los riesgos". Fue el impulso ciudadano el que permitió vivir vidas más libres sin esconderse, defendiendo el derecho de todas las personas a conducir sus privacidades sin acatar reglas ajenas. Dependerá de nosotros hoy también, de la sociedad civil y de la capacidad de adaptación del Estado, seguir protegiendo esas libertades en el mundo en el que vivimos, sin nostalgias ni intentos de volver al pasado.