En los medios

La Nación
3/12/16

Expectativas y resultados, un divorcio argentino

Para Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti, "la contradicción que atraviesa nuestra historia es que el dólar bajo favorece la armonía social, pero descompensa la macroeconomía, mientras que el dólar alto destruye los salarios pero preserva el equilibrio de las cuentas"

Desde que el realismo político mostró que la legitimación de la democracia se cifra principalmente en la economía, la marcha de ésta y las expectativas que suscita se convirtieron en la clave de la gobernabilidad. Las democracias de esta época lo están experimentando con crudeza: se debilitan porque sus resultados económicos no satisfacen a las mayorías, que buscan con desesperación alternativas en las fronteras del sistema. Pareciera que la democracia capitalista, por años una máquina eficiente de crear ilusiones y satisfacerlas, agota su capacidad de seducción, obligando a las masas a repensar sus opciones. Delegar la autoridad se ha vuelto problemático para ellas, que se despreocuparon de la política para disfrutar del consumo y el confort en serie de los años dorados. La incógnita es cómo se cerrará la brecha de las expectativas, cuando el capitalismo luce desorientado y exhausto.

Esta dificultad actual y generalizada es, en realidad, un problema histórico y estructural de la Argentina. Al menos así lo sostienen algunos historiadores económicos sobre cuyas ideas acaso sea interesante reflexionar. La cuestión adquiere relevancia porque como pocas veces en los últimos tiempos existe en la sociedad argentina una expectativa de bienestar y una actitud de espera que no se sabe si el sistema económico, en su actual estado, podrá satisfacer. Los economistas políticos argentinos denominaron "conflicto distributivo" a la tensión entre las expectativas sociales y la capacidad de la economía para atenderlas. Esta pugna, que en lo sustancial no ha variado, está descrita en la bibliografía desde la década del 60. Podría resumírsela así, en una extrema simplificación: satisfacer las demandas salariales implica mantener bajo el tipo de cambio, resintiendo de ese modo la capacidad exportadora de donde provienen los recursos.

Dos lógicas colisionan en este drama. Una es la de las familias, que buscan elevar el ingreso para acceder a condiciones de vida mejores a través del consumo de bienes y servicios. La otra es la del sistema económico, cuya ganancia principal procede de la exportación de productos primarios, pero que requiere crecientes importaciones de bienes de capital para desarrollarse. Se trata, como lo sostuvo Marcelo Diamand a principios de los 70, de una estructura productiva desequilibrada, donde la industria no puede competir, por poco eficiente y diversificada, y el agro no alcanza a cubrir la necesidad de divisas. En esas condiciones, el bienestar no es sustentable. Se obtiene esporádicamente, al costo de generar un déficit insostenible para el sistema. La Argentina exporta o consume, pareciera ser su dilema insuperable.

Los economistas Pablo Gerchunoff y Martín Rapetti han historiado y formalizado estas encrucijadas en un paper titulado "La economía argentina y su conflicto distributivo estructural (1930-2015)". Describen la disputa a través de dos magnitudes disociadas. A una le llaman "el tipo de cambio real de equilibrio macroeconómico"; a la otra, "el tipo de cambio real de equilibrio social". La contradicción, que atraviesa nuestra historia, es que el dólar bajo favorece la armonía social, pero descompensa la macroeconomía, mientras que el dólar alto destruye los salarios pero preserva el equilibrio de las cuentas. Los autores ven reaparecer con crudeza el conflicto a partir de 2010, cuando en condiciones de pleno empleo la presión salarial contribuyó a socavar el equilibrio fiscal y condujo al estancamiento. El kirchnerismo no quiso resignar sus logros sociales y entonces recurrió al control de cambios e importaciones. Gerchunoff y Rapetti recuerdan que Perón hizo más o menos lo mismo a principios de los 50.

En este punto, una evidencia de la sociología política contribuye a entender el cuadro. Es la siguiente: las altas expectativas de bienestar de los argentinos provienen de una inusual conciencia de sus derechos, impulsada por sus dos partidos históricos, el peronismo y el radicalismo. El poder sindical y la legislación laboral, junto con los derechos civiles garantizados por la Constitución son la expresión institucional de esta orientación. A eso debe sumarse un dato de la historia reciente que, aunque volátil, contribuyó a reforzar la conciencia de bienestar: entre 2004 y 2007 se alinearon todos los planetas. La Argentina tuvo un dólar compatible con salarios en alza sin que eso trabara un excepcional desempeño exportador. La soja suprimió por un tiempo el divorcio entre las expectativas y los resultados.

Los problemas históricos y estructurales no absuelven a los gobiernos del presente, pero muestran las limitaciones que enfrentan. Ellas superan largamente sus capacidades y buenas intenciones. En el caso de este gobierno la justificación es aún más válida: escaso de fuerza política, en un sistema signado por el peronismo, no termina de encarar los problemas estructurales, absorbido por una coyuntura que le cuesta liderar. La salida es difícil de prever, pero tal vez pase por forjar acuerdos políticos y electorales de fondo, antes que seguir estimulando en soledad ilusiones que el sistema, funcionando sin transformaciones sustanciales, podría volver a frustrar.