En los medios
El extremismo de los representantes no expresa la sensatez de la sociedad
Roberto Gargarella, profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal, analizó el escenario político argentino.
En lo que sigue, procuraré explicar la preocupante situación política que atravesamos hoy, en la Argentina, sin dar mayor relevancia a algunos de los factores que habitualmente se mencionan para eso. En tal sentido, eludiré las explicaciones que apelan, por ejemplo, a un cambio ideológico generalizado (“el país ha girado a la derecha”), o que refieren a una súbita modificación de actitudes y preferencias (“la gente ahora es más individualista”), o que refieren al impacto que estarían ejerciendo las tecnologías modernas en la producción de nuevas formas de comportamiento (“la culpa es de las redes sociales”). Sin descartar la influencia de factores tales (cambios culturales y tecnológicos), procuraré mostrar que este preocupante momento que vivimos en el país se debe (no solamente, pero también) a unas reglas de juego establecidas, muy cuestionables, que favorecen una polarización que impulsan los representantes (“es todo o nada”), a la vez que dificultan o invisibilizan que emerjan y se conozcan los cuidadosos matices que está dispuesta a reconocer la ciudadanía (“que se haga de esto, bastante, pero nunca aquello”).
Conforme a lo anticipado, tomaré como supuesto que la Argentina atraviesa una etapa políticamente “trágica”. Permítanme respaldar muy brevemente este aserto, antes de concentrarme en el objeto principal de mi trabajo. Hablo de una “tragedia política nacional”, porque en un momento de crisis radical como el que vivimos (crisis económica, con tensión social, inseguridad, niveles de desigualdad crecientes, situaciones todas que demandan enormes esfuerzos de comprensión y ayuda mutuas) tenemos a la principal dirigencia caminando exactamente hacia el lado contrario al que necesitamos.
Desde el poder no se busca y posibilita la conversación política, sino que se la sabotea; no se ayuda a la conciliación, sino al enfrentamiento; no se trata de sanar las heridas sociales, sino que se las atiza con fuego. Ninguno de nosotros se merece esto: ni ahora, ni antes, ni nunca. No es este el trato que nos debemos. Por humanidad; por respeto al otro; por la legitimidad de las decisiones que se toman; por el hecho básico e irremovible de que vivimos en sociedades marcadas por el desacuerdo. Insisto: cualesquiera sean las broncas o las necesidades políticas del momento, nadie se merece vivir rodeado de insultos y de maltrato. Y no porque seamos “almas sensibles” o “bellas”, sino porque compartimos la igual dignidad moral de ser humanos.
Pero entonces –yendo a la pregunta central de este trabajo– ¿por qué nos encontramos con dirigentes que juegan con fuego, que persisten en presentar a la política pública en una clave más propia de los videojuegos violentos? Sugeriré aquí que una causa (no la única y tal vez no la principal) reside en las “reglas del juego”. Se trata de reglas que, a pesar de sus muchos méritos, encierran problemas de origen; se han deteriorado con el paso de los años, y en los últimos tiempos han quedado bajo el control de quienes abusan de ellas (el fenómeno de la llamada “erosión democrática”).
Para comenzar con un punto que reúne bastante acuerdo, señalaré que, desde hace décadas, en la ciencia política se estudia de qué modo algunas reglas constitucionales han ayudado a socavar o limitar a los gobiernos democráticos. Ejemplos relativamente claros de esas imperfectas reglas son los siguientes: la institución del Colegio Electoral (que, afortunadamente, la nueva Constitución argentina dejó de lado), que permite la elección como presidente de candidatos que, en los números, resultaron derrotados (hasta por algún millón de votos, como en el caso de Trump en los Estados Unidos); el Senado, que es una institución cuyos miembros tampoco tienen un origen directamente mayoritario; los miembros del Poder Judicial (el poder “contramayoritario” por excelencia), que se compone de personas elegidas por representantes de los otros dos poderes “minoritarios” (la presidencia y el Senado). Esto le ha permitido a Steven Levitsky (autor del principal best seller político de nuestro tiempo, Cómo mueren las democracias) hablar, en su último libro, de la “tiranía de la minoría”. De este modo, autores como Levitsky simplemente retoman, profundizan y expanden lo que ya señaló, décadas atrás, el “decano” de la ciencia política contemporánea, el notable Robert Dahl, quien críticamente se preguntó, en uno de sus últimos libros, “cuán democrática era” la Constitución de su país.
Suscribo plenamente objeciones como las de Dahl o Levitsky, pero también quiero ir bastante más allá de ellas; no solamente por el afán de profundizar en sus críticas, sino también por convencimiento: la certeza de que la idea de democracia debe leerse de un modo más exigente. En efecto, Dahl o Levitsky, entre tantos, parten de una idea “mayoritaria” (“estadística”, al decir de Borges) de la democracia (básicamente: “democracia como regla de la mayoría”), y a partir de allí, y con acierto, muestran de qué modo las propias “reglas del juego” pueden impedir hasta lo más obvio, esto es, que el poder se distribuya con prioridad hacia los más votados (así, puede ocurrir, como en Estados Unidos, que el Ejecutivo, el Senado y la Corte queden en manos del partido menos votado: el Republicano). Hasta tales extremos llegamos. Sin embargo, muchos pensamos que la democracia requiere ir más allá de la “regla de la mayoría”. Ella exige también, y por caso, que las decisiones sean el producto de un debate inclusivo, abierto, inacabado. Me anticipo: definir a la democracia de este modo no implica una mera sofisticación abstracta (“jactancia de los intelectuales”), sino afirmar algo clave. Permítanme ilustrar lo que digo con un caso, relacionado con el actual gobierno.
Apenas un mes después de haber llegado al poder, algunas encuestas llamaron la atención sobre algo finalmente obvio, esto es, que el gobierno que gracias al balotaje había alcanzado el 56% de los votos, no recogía –en absoluto– porcentajes de apoyo similares, en relación con la mayoría de medidas que proponía. De hecho, preguntados sobre los detalles de tales medidas, una mayoría de los encuestados manifestaban diferencias con ellas o se pronunciaban en contra. La cuestión es esta: las personas pueden (todos nosotros podemos) discernir bastante bien entre medidas diferentes. Podemos respaldar algunas medidas ampliamente (i.e., modificación de la ley de alquileres), mientras otras las rechazamos de plano (i.e., ajuste sobre los jubilados). Sin embargo, nuestras reglas institucionales no ayudan a que emerjan tales lúcidas distinciones, y ni siquiera favorecen que las conozcamos. Todo lo contrario: ellas alientan las respuestas contundentes, espectaculares (las del “todo o nada”), mientras que invisibilizan los cuidadosos matices que mostramos. A resultas de ello, puede ocurrir que el Presidente actúe como si todavía contara con un respaldo mayoritario y sin fisuras, como si la sociedad siguiera acordando en todo con el Presidente (en la versión más exagerada de su motosierra).
En definitiva, lejos de ocurrir simplemente –y como sugieren algunos– que “la sociedad se derechizó”, “se corrió a los extremos” o “quedó a merced de las redes sociales”, lo que vemos es que –de un modo decisivo– el insoportable extremismo de los representantes no expresa la sensatez de una sociedad que puede discernir y matizar muy bien, si es que las reglas institucionales la ayudan a hacerlo, si es que la política le permite demostrarlo.