En los medios
29/12/23
"La Constitución no está hecha solo para los 'argentinos de bien', es para todos"
Roberto Gargarella, profesor de la Carrera de Abogacía y de la Maestría y Especialización en Derecho Penal, analizó desde un punto de vista jurídico algunas de las medidas tomadas por Javier Milei.
El abogado y sociólogo Roberto Gargarella reedita por estos días en versión ampliada su libro "Carta abierta sobre la intolerancia", en el que retoma algunos lugares comunes en torno a la protesta para mostrar cómo varían las miradas según el segmento social que se apropia del espacio público para visibilizar un reclamo, tema que por estos días redobla su vigencia a partir del protocolo anunciado por el Gobierno para evitar los cortes de calle.
“Son medidas y políticas que tienen cierto desdén o que entran en disputa con el derecho, como si las garantías constitucionales fueran un problema y no el punto de reposo de la discusión”, sostiene.
"Carta abierta sobre la intolerancia", publicado por primera vez en 2006 y reeditado ahora con una ampliación, parece una de esas novedades que llegan a las mesas de las librerías bajo cierto oportunismo coyuntural. En realidad, la publicación -que lleva como subtítulo "Tus derechos terminan donde empiezan los míos: pensar la protesta social más allá del sentido común"- forma parte de las novedades de diciembre de Siglo XXI y se reeditó, con una nueva portada, antes de que el gobierno de La Libertad Avanza llegara a la Casa Rosada.
Pero ocurre lo mismo que con los clásicos: el libro de Gargarella es referencia en el tema, la protesta social, porque la considera en toda su complejidad, analizando qué alternativas tienen los que protestan, cuál es la gravedad de cada vulneración de derechos y por qué es importante marcar distinciones en las protestas de sectores de ingresos medios contra una reforma tributaria y de despedidos que defienden su fuente de trabajo. El autor plantea que todo eso debe hacerse bajo la idea de que en el estado actual de las cosas es preciso complejizar la discusión en vez de empobrecerla.
Con estudios posdoctorales en el Balliol College de Óxford y con una trayectoria como profesor titular en la UBA y en la Universidad Torcuato Di Tella, Gargarella lleva años indagando e investigando alrededor del constitucionalismo y la democracia, el castigo penal, la desobediencia civil, el Poder Judicial y los derechos sociales. Es autor de libros como “Manifiesto por un derecho de izquierda" y “El derecho como una conversación entre iguales”, todos editados por Siglo XXI. Además de su recorrido académico, publica artículos en El País, La Nación, Clarín y La Izquierda Diario y usa su cuenta en Twitter para hacer afiladas intervenciones sobre la realidad. “Si uno acepta que ´le den libertades´ hoy, por decreto, acepta que mañana se las quiten (éste gobierno o el que sigue), por decreto también. El derecho es otra cosa, y su validez no depende de la coyuntura o la conveniencia, mal que les pese a los economistas”, posteó horas después de la publicación del DNU.
El autor, quien gracias a su trayectoria académica y a su participación activa en el debate público se ha convertido en uno de los juristas más respetados y consultados en América Latina, advierte en una entrevista con Télam que el Gobierno ha manifestado en sus primeros días de gestión cierta pereza intelectual al superponer el derecho al libre tránsito por encima del resto de los derechos consagrados en la Constitución.
- Hace pocos días escribiste un artículo para el diario El País en el que calificás los primeros días del gobierno de Javier Milei, marcados por el DNU y por el llamado “Protocolo antipiquetes”, como “más irresponsable que audaz”. ¿Cuál es el núcleo de la fragilidad legal de sus planteos?
- Todas estas iniciativas muestran un impulso y una pretensión de imponer un punto de vista con independencia del derecho. El DNU es una práctica que pareciera habitual entre entre economistas, sobre todo entre economistas formados en la línea de la Escuela de Chicago. Y, en el caso del protocolo, tiene que ver con la pretensión de grupos que en las últimas décadas han entrado en una disputa enojosa contra lo que denominan “garantismo”, al que consideran un insulto. Son medidas y políticas que tienen cierto desdén o que entran en disputa con el derecho, como si las garantías constitucionales fueran un problema y no el punto de reposo de la discusión. El protocolo, en todo lo que dice, en el lenguaje que usa y en los medios que emplea muestra esa misma pretensión de desafío. Y eso se nota, en principio, porque se apoya exclusivamente en el artículo 194 del Código Penal, lo que nos retrotrae 20 años atrás, a los albores del 2001. Aquello fue el punto de partida de una discusión jurídica, pero de ninguna manera el punto de cierre.
Una norma del Código Penal tiene que verse en la práctica cómo se aplica y si la lectura que se hace de ese de esa norma es consistente con el resguardo de las otras normas del del mismo ordenamiento, ya sea normas del mismo nivel o normas de nivel superior, en este caso normas de la Constitución Argentina y normas del Sistema interamericano. Pero todo eso es algo que detectamos hace demasiado tiempo, como si fuera en el minuto uno de la discusión y quedó muy en claro que la normativa del Código Penal podía entrar y solía entrar en crisis en este tipo de casos con el necesario resguardo de otros derechos a nivel constitucional como el derecho a reunirse, el derecho de manifestarse, el derecho de peticionar a las autoridades, el derecho a la crítica política y la libre expresión política. A todas luces no solamente son derechos fundamentales que merecen el máximo resguardo sino que comparativamente con otro tipo de derechos y con otro tipo de normativas tienen una importancia y una densidad mucho mayor.
- ¿Cómo se puede administrar esa tensión?
- Algunos derechos, por la misma manera en que son concebidos, por su propia naturaleza, entran en tensión con otros. Por ejemplo, el derecho de huelga entra en tensión con el derecho del empleador a mantener su fuente de trabajo abierta y funcionando. Y mi derecho a la crítica política puede colisionar con el derecho del político de turno que ve afectado su derecho al honor. Los derechos no son una carta ganadora. Pero el derecho a la protesta de grupos desaventajados que no pueden acceder a otro tipo de foros es sostén de todos los demás derechos y merece un resguardo especialísimo, es el último derecho al que hay que soltarle la mano. Esto no quiere decir que en el ejercicio de la protesta pueda hacerse cualquier cosa, pero sí que requiere otro tipo de resguardo.
- Advertías recién sobre cierta lógica propia de economistas detrás de la redacción de la normativa. El presidente Javier Milei es economista y gran parte de sus ministros y asesores lo son. En tu último libro, “Manifiesto por un derecho de izquierda”, te preguntás cómo sería volver a un entramado jurídico en el que la Constitución vuelva a ser un pacto entre iguales. ¿Cuál sería el desafío del “derecho de izquierda” en esta coyuntura?
- El libro es un ejercicio a dejar en claro que cualquier derecho, cualquier constitución, reclama ser es un pacto entre iguales. Eso está simplemente ratificado por el hecho de que la primera palabra de cualquier constitución, tiene que ver con el “We the people” norteamericano o nuestro o “nosotros los representantes del pueblo”. Es un documento hecho por todos y para todos. Desde el minuto uno, cualquier Constitución afirma que la Constitución es un pacto que nos une a todos situados en un nivel de igualdad. ¿Igualdad en qué sentido? Igualdad en el sentido de nuestra misma dignidad, algo que se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de una persona igual un voto ratifica otra vez ese componente igualitario que está en el corazón mismo de cualquier democracia. Desde esa óptica que que dice hay una intimísima relación entre derecho e igualdad es que uno puede criticar muchas de las cosas que que ve hoy. Ya desde el discurso de asunción, muchas de las señales que ha ido dando el Presidente -tanto en términos de religión como en términos de libertad, como lo que ha dicho sobre la justicia social- entran en colisión o al menos amenazan valores que son fundantes del constitucionalismo. En el nivel discursivo, al menos, se nota una crisis con los valores constitucionales básicos o, si uno quisiera ir un poco más allá, con el respeto a los otros. La Constitución no está hecha solo para los “argentinos de bien”, sino para todos. Todos somos iguales y todos merecemos igual respeto aun cuando pensemos distinto. Y yo diría: más aún si pensamos distinto.
- En 2006, el kirchnerismo promovió una reforma que torna muy difícil la invalidación legislativa de los DNU (ambas Cámaras deben pronunciarse explícitamente por la derogación, lo que implica decir que, con que una de las dos Cámaras no consiga acuerdo, el DNU se mantiene). En aquel momento, usted fue muy crítico del efecto que esto tendría en el contrapeso de poderes del Estado. ¿Qué escenario se abre en el Congreso y en el Poder Judicial con el DNU de Milei?
- La modificación en 2006 de la Ley 26112 fue una triquiñuela de esas habituales en la política que, con el objeto de blindar la capacidad del Ejecutivo para actuar discrecionalmente, lo que se hizo fue una reglamentación, el artículo 99 inciso tres que hace un llamado a los futuros legisladores que regulen de qué modo van a atender los DNU en el Congreso, se hizo una modificación que hace que el Congresos encuentre grandes dificultades para voltearlos. Con el mero silencio de una de las Cámaras, el DNU no puede ser derogado. Esto explica que no se hayan podido derogar decretos desde la sanción de la Constitución. Pero también es cierto que este DNU es tan irrespetuoso con los otros poderes que hace imprevisible el escenario, podríamos estar ante una primera vez. Dentro de la torpeza enorme y la impericia que muestra el Gobierno tal vez haya un subtexto. Hoy existe la posibilidad (difícil) de que el DNU sea derogado por las Cámaras pero antes creo que correrá una suerte desgraciada en la Justicia por la cantidad y la cantidad de amparos. Y por otra parte, si el Congreso está en condiciones de funcionar en extraordinarias, hay un reconocimiento explícito de que puede tratar cuestiones importantísimas.
La retórica del Gobierno alrededor de la protesta social, a través de la frase "El que corta no cobra", pareciera destinada a un tipo de manifestación: el piquete. Pero pocos días después de asumir surgieron los primeros cacerolazos nocturnos, mayoritariamente encabezados por la clase media.
En su diálogo con Télam, Gargarella analiza los alcances de la protesta en un país en el que considera que "hay una capacidad de activación muy notable que la sociedad manifiesta con dictaduras, sin dictadura y durante las crisis económicas".
- ¿Hay algo en el ADN nacional que hace que estas regulaciones queden automáticamente desbordadas?
- Para pensar eso hay que reponer un poco cómo cambió la estructura económica argentina en las últimas décadas. Pasamos de una estructura de pleno empleo y de sindicatos muy fuertes, en donde el conflicto se manifestaba con esa activación y la obligación del Estado de mediar entre sindicatos y empleadores, a una situación en donde lo que domina es el empleo precario o el desempleo, y donde, por esas mismas razones, la estructura sindical carece de la fuerza y respetabilidad que pudo tener a mediados del siglo XX. A eso hay que sumarle condimentos adicionales: uno es un hecho bastante excepcional de la vida pública argentina que tiene que ver con que tal vez porque tuvimos uno de los movimientos sindicales más fuertes, cuando empezó a primar otra forma de organización socioeconómica, ya había mucha gimnasia organizativa. Surgió así el movimiento de desempleados con una fuerte capacidad de movilización. En Argentina, y en toda América Latina, hay una capacidad de activación muy notable que la sociedad manifiesta con dictaduras, sin dictadura y durante las crisis económicas. Además, tenemos instituciones que hacen promesas muy fuertes: todas las constituciones latinoamericanas están llenas de compromisos en materia de derechos sociales, económicos y culturales que, cuando la gente siente que sus necesidades básicas están afectadas, mira hacia la Constitución. Nadie marcha con la Constitución en la mano, pero reconocen que ahí descansa un enormísimo respaldo a muchas de las manifestaciones y por eso es importante no trivializar la discusión sobre la protesta.
“Son medidas y políticas que tienen cierto desdén o que entran en disputa con el derecho, como si las garantías constitucionales fueran un problema y no el punto de reposo de la discusión”, sostiene.
"Carta abierta sobre la intolerancia", publicado por primera vez en 2006 y reeditado ahora con una ampliación, parece una de esas novedades que llegan a las mesas de las librerías bajo cierto oportunismo coyuntural. En realidad, la publicación -que lleva como subtítulo "Tus derechos terminan donde empiezan los míos: pensar la protesta social más allá del sentido común"- forma parte de las novedades de diciembre de Siglo XXI y se reeditó, con una nueva portada, antes de que el gobierno de La Libertad Avanza llegara a la Casa Rosada.
Pero ocurre lo mismo que con los clásicos: el libro de Gargarella es referencia en el tema, la protesta social, porque la considera en toda su complejidad, analizando qué alternativas tienen los que protestan, cuál es la gravedad de cada vulneración de derechos y por qué es importante marcar distinciones en las protestas de sectores de ingresos medios contra una reforma tributaria y de despedidos que defienden su fuente de trabajo. El autor plantea que todo eso debe hacerse bajo la idea de que en el estado actual de las cosas es preciso complejizar la discusión en vez de empobrecerla.
Con estudios posdoctorales en el Balliol College de Óxford y con una trayectoria como profesor titular en la UBA y en la Universidad Torcuato Di Tella, Gargarella lleva años indagando e investigando alrededor del constitucionalismo y la democracia, el castigo penal, la desobediencia civil, el Poder Judicial y los derechos sociales. Es autor de libros como “Manifiesto por un derecho de izquierda" y “El derecho como una conversación entre iguales”, todos editados por Siglo XXI. Además de su recorrido académico, publica artículos en El País, La Nación, Clarín y La Izquierda Diario y usa su cuenta en Twitter para hacer afiladas intervenciones sobre la realidad. “Si uno acepta que ´le den libertades´ hoy, por decreto, acepta que mañana se las quiten (éste gobierno o el que sigue), por decreto también. El derecho es otra cosa, y su validez no depende de la coyuntura o la conveniencia, mal que les pese a los economistas”, posteó horas después de la publicación del DNU.
El autor, quien gracias a su trayectoria académica y a su participación activa en el debate público se ha convertido en uno de los juristas más respetados y consultados en América Latina, advierte en una entrevista con Télam que el Gobierno ha manifestado en sus primeros días de gestión cierta pereza intelectual al superponer el derecho al libre tránsito por encima del resto de los derechos consagrados en la Constitución.
- Hace pocos días escribiste un artículo para el diario El País en el que calificás los primeros días del gobierno de Javier Milei, marcados por el DNU y por el llamado “Protocolo antipiquetes”, como “más irresponsable que audaz”. ¿Cuál es el núcleo de la fragilidad legal de sus planteos?
- Todas estas iniciativas muestran un impulso y una pretensión de imponer un punto de vista con independencia del derecho. El DNU es una práctica que pareciera habitual entre entre economistas, sobre todo entre economistas formados en la línea de la Escuela de Chicago. Y, en el caso del protocolo, tiene que ver con la pretensión de grupos que en las últimas décadas han entrado en una disputa enojosa contra lo que denominan “garantismo”, al que consideran un insulto. Son medidas y políticas que tienen cierto desdén o que entran en disputa con el derecho, como si las garantías constitucionales fueran un problema y no el punto de reposo de la discusión. El protocolo, en todo lo que dice, en el lenguaje que usa y en los medios que emplea muestra esa misma pretensión de desafío. Y eso se nota, en principio, porque se apoya exclusivamente en el artículo 194 del Código Penal, lo que nos retrotrae 20 años atrás, a los albores del 2001. Aquello fue el punto de partida de una discusión jurídica, pero de ninguna manera el punto de cierre.
Una norma del Código Penal tiene que verse en la práctica cómo se aplica y si la lectura que se hace de ese de esa norma es consistente con el resguardo de las otras normas del del mismo ordenamiento, ya sea normas del mismo nivel o normas de nivel superior, en este caso normas de la Constitución Argentina y normas del Sistema interamericano. Pero todo eso es algo que detectamos hace demasiado tiempo, como si fuera en el minuto uno de la discusión y quedó muy en claro que la normativa del Código Penal podía entrar y solía entrar en crisis en este tipo de casos con el necesario resguardo de otros derechos a nivel constitucional como el derecho a reunirse, el derecho de manifestarse, el derecho de peticionar a las autoridades, el derecho a la crítica política y la libre expresión política. A todas luces no solamente son derechos fundamentales que merecen el máximo resguardo sino que comparativamente con otro tipo de derechos y con otro tipo de normativas tienen una importancia y una densidad mucho mayor.
- ¿Cómo se puede administrar esa tensión?
- Algunos derechos, por la misma manera en que son concebidos, por su propia naturaleza, entran en tensión con otros. Por ejemplo, el derecho de huelga entra en tensión con el derecho del empleador a mantener su fuente de trabajo abierta y funcionando. Y mi derecho a la crítica política puede colisionar con el derecho del político de turno que ve afectado su derecho al honor. Los derechos no son una carta ganadora. Pero el derecho a la protesta de grupos desaventajados que no pueden acceder a otro tipo de foros es sostén de todos los demás derechos y merece un resguardo especialísimo, es el último derecho al que hay que soltarle la mano. Esto no quiere decir que en el ejercicio de la protesta pueda hacerse cualquier cosa, pero sí que requiere otro tipo de resguardo.
- Advertías recién sobre cierta lógica propia de economistas detrás de la redacción de la normativa. El presidente Javier Milei es economista y gran parte de sus ministros y asesores lo son. En tu último libro, “Manifiesto por un derecho de izquierda”, te preguntás cómo sería volver a un entramado jurídico en el que la Constitución vuelva a ser un pacto entre iguales. ¿Cuál sería el desafío del “derecho de izquierda” en esta coyuntura?
- El libro es un ejercicio a dejar en claro que cualquier derecho, cualquier constitución, reclama ser es un pacto entre iguales. Eso está simplemente ratificado por el hecho de que la primera palabra de cualquier constitución, tiene que ver con el “We the people” norteamericano o nuestro o “nosotros los representantes del pueblo”. Es un documento hecho por todos y para todos. Desde el minuto uno, cualquier Constitución afirma que la Constitución es un pacto que nos une a todos situados en un nivel de igualdad. ¿Igualdad en qué sentido? Igualdad en el sentido de nuestra misma dignidad, algo que se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de una persona igual un voto ratifica otra vez ese componente igualitario que está en el corazón mismo de cualquier democracia. Desde esa óptica que que dice hay una intimísima relación entre derecho e igualdad es que uno puede criticar muchas de las cosas que que ve hoy. Ya desde el discurso de asunción, muchas de las señales que ha ido dando el Presidente -tanto en términos de religión como en términos de libertad, como lo que ha dicho sobre la justicia social- entran en colisión o al menos amenazan valores que son fundantes del constitucionalismo. En el nivel discursivo, al menos, se nota una crisis con los valores constitucionales básicos o, si uno quisiera ir un poco más allá, con el respeto a los otros. La Constitución no está hecha solo para los “argentinos de bien”, sino para todos. Todos somos iguales y todos merecemos igual respeto aun cuando pensemos distinto. Y yo diría: más aún si pensamos distinto.
- En 2006, el kirchnerismo promovió una reforma que torna muy difícil la invalidación legislativa de los DNU (ambas Cámaras deben pronunciarse explícitamente por la derogación, lo que implica decir que, con que una de las dos Cámaras no consiga acuerdo, el DNU se mantiene). En aquel momento, usted fue muy crítico del efecto que esto tendría en el contrapeso de poderes del Estado. ¿Qué escenario se abre en el Congreso y en el Poder Judicial con el DNU de Milei?
- La modificación en 2006 de la Ley 26112 fue una triquiñuela de esas habituales en la política que, con el objeto de blindar la capacidad del Ejecutivo para actuar discrecionalmente, lo que se hizo fue una reglamentación, el artículo 99 inciso tres que hace un llamado a los futuros legisladores que regulen de qué modo van a atender los DNU en el Congreso, se hizo una modificación que hace que el Congresos encuentre grandes dificultades para voltearlos. Con el mero silencio de una de las Cámaras, el DNU no puede ser derogado. Esto explica que no se hayan podido derogar decretos desde la sanción de la Constitución. Pero también es cierto que este DNU es tan irrespetuoso con los otros poderes que hace imprevisible el escenario, podríamos estar ante una primera vez. Dentro de la torpeza enorme y la impericia que muestra el Gobierno tal vez haya un subtexto. Hoy existe la posibilidad (difícil) de que el DNU sea derogado por las Cámaras pero antes creo que correrá una suerte desgraciada en la Justicia por la cantidad y la cantidad de amparos. Y por otra parte, si el Congreso está en condiciones de funcionar en extraordinarias, hay un reconocimiento explícito de que puede tratar cuestiones importantísimas.
La retórica del Gobierno alrededor de la protesta social, a través de la frase "El que corta no cobra", pareciera destinada a un tipo de manifestación: el piquete. Pero pocos días después de asumir surgieron los primeros cacerolazos nocturnos, mayoritariamente encabezados por la clase media.
En su diálogo con Télam, Gargarella analiza los alcances de la protesta en un país en el que considera que "hay una capacidad de activación muy notable que la sociedad manifiesta con dictaduras, sin dictadura y durante las crisis económicas".
- ¿Hay algo en el ADN nacional que hace que estas regulaciones queden automáticamente desbordadas?
- Para pensar eso hay que reponer un poco cómo cambió la estructura económica argentina en las últimas décadas. Pasamos de una estructura de pleno empleo y de sindicatos muy fuertes, en donde el conflicto se manifestaba con esa activación y la obligación del Estado de mediar entre sindicatos y empleadores, a una situación en donde lo que domina es el empleo precario o el desempleo, y donde, por esas mismas razones, la estructura sindical carece de la fuerza y respetabilidad que pudo tener a mediados del siglo XX. A eso hay que sumarle condimentos adicionales: uno es un hecho bastante excepcional de la vida pública argentina que tiene que ver con que tal vez porque tuvimos uno de los movimientos sindicales más fuertes, cuando empezó a primar otra forma de organización socioeconómica, ya había mucha gimnasia organizativa. Surgió así el movimiento de desempleados con una fuerte capacidad de movilización. En Argentina, y en toda América Latina, hay una capacidad de activación muy notable que la sociedad manifiesta con dictaduras, sin dictadura y durante las crisis económicas. Además, tenemos instituciones que hacen promesas muy fuertes: todas las constituciones latinoamericanas están llenas de compromisos en materia de derechos sociales, económicos y culturales que, cuando la gente siente que sus necesidades básicas están afectadas, mira hacia la Constitución. Nadie marcha con la Constitución en la mano, pero reconocen que ahí descansa un enormísimo respaldo a muchas de las manifestaciones y por eso es importante no trivializar la discusión sobre la protesta.